Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







viernes, 6 de mayo de 2011

EL AFRICANO SEMANAL: Vivir en la Morgue


-Africano-

Mirando la foto de un cuadro de Egon Schiele, un autorretrato de los cincuenta y tantos que pintó, con aquella mirada hipnótica, retorciendo todas sus articulaciones hasta el límite de su tensión, aquellas formas ultramodernas cuya estética traen a la memoria canciones de Lou Reed o de los Sex Pistols, impresiona pensar que fuera realizado en los primeros años del s.XX.

Egon Schiele fue discípulo de Gustav Klimt, que junto a Oskar Kokoschka integraron lo que se conoció como expresionismo austriaco. Murío a los 28 años de edad, tres días después de que lo hiciera su mujer,embarazada, de tuberculosis ambos. Al observar sus cuadros, uno diría que fueron pintados antes de ayer, pero dista nada más y nada menos que un siglo entre la fecha de hoy y la de aquel. Uno se pregunta dónde, en que territorios se encuentran hoy aquellos que tienen la misión de ser los genios del mañana. Porque debe haberlos. Este fantasma me lleva a otro, más reciente, que ya en uno de sus libros hablaba de esta nostalgia por los genios muertos. Bukowski -creo que en "El Capital salíó a comer y los marineros tomaron el barco"- comentaba el hecho de que los hombres más grandes que había conocido y que más compañía le habían hecho estaban todos muertos. Esos "cadáveres geniales" del pasado que, al contemplar un cuadro, escuchar una canción o leer un libro suyo, se nos presentan con toda vivacidad como si aún estuviesen respirando. Y el consecuente dolor, normal por otro lado, que nos produce el saberlos cubiertos de gusanos desde hace cientos de años. La poderosa juventud y lucidez de Miguel Hernández, la triste locura de Van Gogh, el poder visionario de un Rimbaud o un Conde de Lautreamont, la caida a los infiernos de Billy Holliday o de Kurt Cobain, el desgarramiento atroz de la locura de Schubert hiriendo el aire con sus notas... y así un sin número de seres excepcionales que en menor o mayor medida consuelan nuestra frágil existencia. Y algo misterioso, cómo unos más que otros nos son más sensibles, agradables al corazón. A veces algunos apuntes biográficos son más poderosos por su ternura que cualquier medida artística. El Jim Morrison de sus úlitmos años, destruido y agotado, sin apenas fuezas para actuar en sus conciertos o aquellos momentos en sus viajes cuando, mientras el resto comía en un restaurante, iba al telefono más cercano a llamar a Pamela Courson para leerle el último poema que había escrito; el cálido Henry Miller, fascinado ante el grandioso espectáculo del paisaje de Epidauro; Cendrars riéndose a carcajadas en el epicentro de la primera Guerra Mundial; Aquel otro gigante consumiéndose en una clínica de Paris sifilítico, afásico y hemipléjico hasta dejarle marchitas sus queridísimas flores del mal; o ese otro no menos gigante, Oscar Wilde, tristísimo y crepuscular, abandonado en un pueblo perdido de Francia ya lejos del jolgorio de las grandes fiestas de la alta sociedad... O más allá, siglos antes, y por lejanía más entrañable, aquel Fray Luis encarcelado, escribiendo versos como catedrales, preguntándole a Dios el por qué de su gran dolor... Todos hombres como nunca los ha habido, como tal vez nunca se vayan a dar.
Como Bukowski, siento también la desolación de no haber conocido nunca a hombres así, en carne y hueso, y tener que conformarme con mantener con ellos difíciles conversaciones a través del tiempo. Quizás se trate del típico verso manriqueño del "cualquier pasado fue mejor" y haya ya conocido a algunos de ellos. La muerte, claro está, galvaniza los cadáveres cubriéndolos de metales preciosos. Si no me equivoco, y aquellos hombres fueron tan sensibles como traslucen sus obras, en su vida cotidiana no debieron de ser tan diferentes (salvando las distancias) a algunos de nosotros. Pero es inevitable esta idealización. El mismo Bukowski idealizaba a sus dioses, como John Fante, al tiempo que repudiaba la veneración que existía hacia él. Y es que algo tienen todos en común. Desde músicos como Bob Dilan o Jim Morrison a escritores como Henry Miller o William Burroughs que profesaban admiración por Rimbaud y Nietzche, y Nietzche a su vez por Stendhal, Shopenhauer y Dostoievski, y Dostioievski por Pushkin y Cervantes y así unos y otros, grandes hombres, soñaban con aquellos otros a los que les hubiese gustado haber tenido cerca alguna vez. Tal vez sea mejor así, no haberse conocido nunca y hacerlo en otro nivel donde nadie pueda hacerse daño. Todos sabemos, por ejemplo, que a partir de la segunda copa nadie quería tener cerca a Morrison, así como le ocurriese al fantástico Alan Poe, del cual se alababa su brillante alocución cuando tomaba una cerveza e inversamente se la detestaba cuando a la segunda se transformaba en un monstruo patético. Hay algunas excepciones, como en la película "Coping Beethoven", cuando a su anciana vecina se le pregunta si no le es molesto el ruido que hace su vecino a todas horas. La ancianita respondía tajantemente: "Qué dice usted, soy vecina de Ludwing Van". Sean lo que sean, son eternos, y la prueba es que siguen ahí dispuestos a deleitarnos con su mágica conversación, tan agradable, tan diferente a la que día a día estamos obligados a sufrir.

Es por ello que, para algunos, vivir en la Morgue es vivir entre amigos.

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