Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







miércoles, 19 de septiembre de 2012

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO






- El mismo mar de todos los veranos -



Conocí a esta señora en "nostromo" - un magnífico programa sobre literatura que la segunda cadena de televisión española emitía las madrugadas de la temporada pasada y que yo seguía con gusto hasta que desapareció de la parrilla sin dejar rastro dejándome huérfano de gurú televisivo literario - y la señora debió causarme una honda impresión porque recordé su nombre escrito en un tomo expuesto junto a otros cientos de libros de variopintos colores con la suerte de que me decidí por el suyo tras largas deliberaciones y diatribas internas y no menos prolongados paseos recorriendo con los ojos los estantes de las tiendas, de modo que el verano pasado me vi leyendo el dichoso libro cuya lectura pospuse a propósito hasta el estío porque la portada, con vistas a la playa, y el mismo título del libro, el mismo mar de todos los veranos, invitaban a ello, y me acabé enamorando; esta vez no de la protagonista - otras veces me ha pasado - ni si quiera de la escritora - que también se han dado casos - sino sobre todo de aquella fascinante manera de narrar la historia.

La historia va como sigue. Se trata de meter en una frase la mayor cantidad de contenido posible - encerrando frases en otras frases - haciendo del párrafo un amplio páramo por el cabalgar desnudo como en aquella novela que nos obligaron a leer en el instituto, recorriendo a lomos del animal sagrado escenas de la vida de una mujer más o menos burguesa de la Barcelona de hace unas cuantas décadas, una mujer que se dejó una rendija abierta en la puerta de casa para que nos coláramos en ella sin decir nada y observáramos lo que pasaba. Una pasada.

Era una mujer fascinante porque en cualquier momento parecía poder decir lo que le apeteciera, y sin embargo prefería no decirlo, porque intuía que tal vez nosotros pudiéramos saber ya lo que estaba pensando aunque en este caso no sé si hablo ya de la señora a la que conocí en la tele o de la protagonista de la historia que escribió esta señora, si no son la misma persona, vista desde distintos ángulos como en un Picasso, o acaso la entidad de ella sea tal que haya logrado alcanzar ese grado en que creador y creado se confunden y se funden en uno sólo, grado máximo de obra maestra que sólo consiguen los más grandes de las letras, Cervantes y el Quijote, Dante, Charles Bukowski y Henry Chinaski - aquí emerge uno de los grandes interrogantes que plantean estas conversaciones y es el de definir, delimitar la delgada línea que separa realidad y ficción, literatura y biografía, si es que la hubiera, o lo que es igual, sino es lo mismo la vida real que los libros o son los libros algo distinto del mundo o por el contrario son más reales que el propio mundo, quizás el esqueleto que sostiene el mundo - de modo que a veces nos resulta imposible separar las hazañas de uno de las acciones de otro como podemos disfrutar con el discurrir de la vida sentimental de los personajes que desfilan por la tele y entristecernos y alegrarnos por ellos sin necesidad de moverse del sofá. Así, sin moverme del sofá, viví una temporada en Barcelona, y bajaba a la playa y paseaba por las ramblas, cuando no había tanto tráfico como ahora y yo no había nacido si quiera.



martes, 3 de julio de 2012

Sí, me gusta más Iribarren que Picasso



-Rubén Casado Murcia-



Eran las 2:24 del medio día y ya me encontraba con un pie en ristre apuntando hacía la puerta. Una de mis compañeras se paseaba entre las mesas regando mustias plantas de oficina, mientras otro, unos metros más allá, trajinaba con el móvil.
Las 2:27.
«Me cago en dios», repetía para mis adentros. Se acercaba la hora. El aire acondicionado seguía con su runrún diabólico y en mi cabeza solo existía ya la puerta, la calle, el barco…
el mundo.
Defecando obleas tomé el Paseo de la Marina y subí por la cuesta del Sindicato. Entré en casa como una exhalación, solté las alhajas sobre la mesa y recogí los últimos bártulos. Llamé a Clara:
—¿Dónde?
—¿En casa de mi madre?
—¿En casa de tú madre?
—Sí.
—¿Qué haces en casa de tu madre? ¡Perdemos el barco, hostias!
—Ya bajo.
—Baja… voy subiendo… ¡Joder!
            Nos encontramos en la plaza de los Reyes y cogimos un taxi. El barco salía a las 3 y media.
Bien.
Las 3. Íbamos bien. Coño si íbamos bien. Iba a salir de aquella cloaca durante un par de días. No podía estar mejor.
            —Mi padre me ha preguntado que a dónde íbamos.
            —¿Y qué?
            —Pues que se ha quedado desencajado.
            —¿Y eso?
            —Le he dicho que íbamos a Málaga a ver a un poeta que te gusta. Ha puesto cara de oler mierda y ha soltado una risilla. No lo entiende…
            —Qué coño va a entender… a tu padre le gustan las conchas finas.
            —¿Qué tiene eso que ver?
            —Nada. Lo mismo que yo con él.
            Bajamos del Mercedes del 78 y fuimos a por los billetes. Las 3:20. Todo iba perfecto. Sobre jodidas ruedas. Ya estábamos dentro. Cruzamos el largo pasillo. Picaron los billetes.
Entramos en el barco.

Tomamos el bus de las 4 y media dirección Málaga. Allí nos encontramos a Isa, una amiga de Clara. Le dijo que íbamos a Málaga, a ver a un poeta que me gustaba. Intentó responder de forma natural, Isa, la chica esta, pero finalmente decidió cambiar de tema. «Otra a la que le gustan las conchas finas», pensé. Le hice prometer a Clara que no volvería a comentar con nadie más del autobús el motivo de nuestro viaje.
POESÍA. Puuuuffff. Eso es lo que pensaba la gente de la poesía. Coñazo, aburrimiento supremo, ensimismamiento, lagrimeo, baba, romanticismo manido… mariconada, en suma. Lo que pensaba mi suegro, de hecho: «mi yerno, maricón perdido». Pero había que joderse y seguir bailando. Nadie pedía explicaciones, por qué iba uno a esforzarse en darlas.
Cruzamos a velocidad moderada la violación en serie de la Costa del Sol; Estepona, Marbella, Fuengirola, Benalmadena... Una obra de ingeniería comparable al Belomorkanal de Stalin; un ejemplo insuperable de la técnica humana, de como destrozar el litoral de un país sin que decaiga la fiesta durante treinta años.
Llegamos a Málaga sobre las 6 y media. No me gustaba Málaga. Ya había estado un par de veces antes por diferentes motivos. Con mi equipo de fútbol, en la infancia, y en un concierto de Patty Smith, en el Teatro Cervantes, hacía ya unos cinco años. Sin contar el millar de veces que había parado en su desangelada y triste estación de autobuses dirección  Granada en los últimos siete. Cogimos un taxi y nos dirigimos al hotel. Hotel Sur.
Subimos a la habitación 329 y descargamos las maletas. Mientras Clara se duchaba me senté junto al escritorio. Saqué un libro y encendí un cigarrillo. “El doble”, de Dostoievski. Leí un par de párrafos y lo cerré. «¡Virgen, cómo se raya!». No tenía yo cuerpo de Dostoievski. Acababa de terminar “Memorias del subsuelo” y no veía la forma de continuar con el que tenía entre manos. Dos dosis seguidas del ruso no eran recomendables en estos tiempos y menos aún cuando el señor Goliadkin le podía resultar a uno, más que nunca, demasiado familiar. “El oficinista machacado por el peso de la maquinaria burocrática”. Sudores me daban leyéndolo. Ahí llevaba, desde el XIX, advirtiéndolo: «cuidado que os van a joder vivos». Y tanto. De hecho,  lo estaban haciendo de lo lindo.
—¡Rubén!
—¿Qué?
—Baja a recepción a por un secador, no hay.
—Vale, voy.
—Baja, por favor.
—Sí, sí. Que voy.
Bajé a recepción. En recepción, otro señor distinto del que nos había atendido media hora antes se encontraba tras el mostrador.
—Hola, vengo de la 329. Necesito un secador.
—Por aquí debe haber uno… Sí, tome.
—Gracias.
Al subir me encontré con un anciano en el pasillo. No paraba de dar vueltas sobre un tacataca como el niño del Resplandor. Se dirigió a mí.
—¡Oye, chico! Sí… ¿qué pasa aquí? ¡No tenemos luz… no hay luz en este jodido hotel!
—¿Ha metido usted la llave?
—¿Qué llave?
—La tarjeta… mire… sí… Junto a las llaves, ahí en la cerradura. La tarjeta que cuelga…
Al asomarme para mostrarle el invento, su señora, un amasijo de carne con purpureas venas ramificadas a lo largo de ambas piernas, defecaba sentada en la taza del váter sin inmutarse de mi presencia. El viejales insistió…
—¡No hay luz… no hay luz!
—Sí, mire —cogí las llaves e introducí la tarjeta en la ranura. De pronto, se hizo la luz—.
—Ooh, ooh —Alucinaba, en el pueblo no se lo iban a creer. —¡Gracias muchacho, muchas gracias! Abajo no me han dicho nada.
—De nada señor, pero cierre usted la puerta… haga el favor.
Entré en la habitación.
—No sabes lo que me ha pasado.
—¿Qué?
—¿Todavía estás así?
—Hay tiempo.
—No lo hay, nunca lo ha habido.
—El Museo Picasso está cerca, no te preocupes.
—Sí lo hago, hay que localizarlo. Cuando lo encontremos me relajaré.
—Cálmate, no pasa nada.
Cogí el libro de Iribarren, “SEGURO QUE ESTA HISTORIA TE SUENA” y lo abrí por la mitad. No tenía ganas de leer, realmente. Solo quería que el tiempo pasara. Me comían los nervios. No sabía el por qué. Era absurdo. Solo era un recital de poesía. Empecé a divagar. «¿Por qué me he traído el libro? «Un autógrafo, ¡vaya estupidez!» La verdad que no me veía haciéndolo. Nunca lo había hecho. «¿Para qué quiero yo un autógrafo? Valiente tontería.» Estaba seguro de que acabaría haciendo el ridículo.
Comencé a recordar algunos poemas en los que Iribarren hablaba de admiradores suyos que iban a verlo al bar donde trabajaba o que le pedían poemas para publicar, o que lo llamaban para conocerlo. Estaba claro que no le gustaba que le gente le diese la brasa. A mí tampoco, pero menos me gustaba ser yo uno de los que la daba. No quería ser carne de poema: «El chico se acercó, me pidió un autógrafo, se le cayeron los huevos al suelo y empezó a llorar»; mierda, podía quedar jodido para toda la eternidad. Yo era capaz de meter la pata así, y peor. Era capaz hasta de cagarme encima allí mismo si hacía falta. El doble de Dostoievski me estaba afectando demasiado. La rumia. La comedura de olla. Era una estupidez que estuviese nervioso por algo así, pero lo estaba.
—¿Por qué no te has traído más libros para que lo firmara?
—¿Quieres que piense que soy gilipollas?
—A él le importas una mierda, pensar que eres gilipollas le daría mucho trabajo.
—Toda la razón.
—¿Estás nervioso?
—No.
—Pero si es un poeta…
—La gente va a ver a Cristiano Ronaldo  y no les da vergüenza.
—Es lo que te gusta.
—Piensan que soy un freak.
—¿Qué te importa lo que piensen?
—Nada. Me importa que no sepan lo que pienso yo de ellos.
—Nada bueno.
—… Cristiano Ronaldo, joder.
Quedaban unos tres cuartos de hora para la cita. Cogimos un mapa en recepción y salimos a la calle. Tomamos la Calle Larios y giramos a la derecha. Vimos la torre de la Catedral asomar por encima de los tejados. La tomamos de referencia y fuimos en su busca. Solo había que rodearla y tomar una calle estrecha. De pronto, alguien me llamó por la espalda.
—¿Perdona, vais al recital de Karmelo Iribarren?
—Sí —Cerré el puño—.
—¿Sabéis dónde es?
—Se supone que el Museo está a unos metros de aquí.
—Sí, está justo al doblar la esquina. Pero está cerrado. Hemos mirado detrás y nada.
—Ahh… entonces no sabemos.
—Bueno, gracias. Seguiremos buscando.
Se trataba de una pareja, como nosotros. «Otra adorable admiradora como yo» me dije. Y su novia, otra alma cándida que sacrificaba unas cortas vacaciones para acompañar al lerdo de su novio a oír unos versos. Miré a Clara. ¿Por qué me acompañaba? Era un misterio.
—Te vas a aburrir.
—No lo sé, me gusta verte feliz.
Preguntamos a un camarero de un bar cercano. Según dijo, la poesía comenzaba a las 9. Solían abrir unos minutos antes, por lo visto…
Aún quedaba media hora. Dimos un par de vueltas y nos fuimos a por unas cañas. Entramos en un pequeño gastro-bar. Era lindo, el gastro-bar. Pero a mí no me importaba. No paraba de mirar el reloj. Me bebí la cerveza en dos tragos. Miré a Clara, bebiendo a sorbitos de la suya. Nos dieron menos diez. Y ahí seguía, incólume, su cerveza sin espuma.
—Clara, van a dar menos cinco.
—Tranquilo.
—Estoy tranquilo, pero tu cerveza se está empezando a poner nerviosa. Bébetela, por el amor de Dios.
—Venga, ve pagando.
Regresamos a la puerta del Picasso. Fumamos unos cigarrillos y, ya sí, entramos. Un jardincito muy cuco se extendía en el lateral del edificio. Sillas plegables de madera se alineaban en varias filas. El micro, los altavoces y las luces parecían estar a punto. Tomamos asiento junto a la pareja desorientada que nos habíamos encontrado en la puerta. Les saludé con un leve levantamiento de cejas. A parte de nosotros y la parejita, solo tres o cuatro personas más conservaban aún la luz resplandeciente de la juventud. Me esperaba más frescura. Empecé a otear las manos de la gente. Nada. Ni un mísero libro. No estaba acostumbrado yo a este tipo de eventos. La única experiencia que había tenido anteriormente no me tranquilizaba para nada. Fue en Granada, con Leopoldo María Panero, recitando en el jardín botánico de la Facultad de Derecho. Me tiré cinco minutos interminables detrás de él intentando que estampara su firma en un mierdoso librito por el que me habían endosado 5 euros, los cuales tuve que pedir prestados. Fue tajante: «NO». Y ahí me quede, con aquel libro que nunca leí, con la sensación de haber sido violado. Aún así, no tenía por qué repetirse. Panero, era Panero. Pero Iribarren… no tenía ni idea de como era Iribarren. Su poesía sí. Como persona, ni lo conocía ni lo iba a conocer. Para mí solo existía el mito. Para mí era como ir a ver a Miguel Hernández, pero con una Guerra Civil menos de por medio.
De pronto levanté la cabeza y ahí estaba. Un señor se levantó y comenzó la presentación. Yo, mientras, lo observaba. Era más o menos como lo imaginaba: serio, tranquilo, nada espectacular. Llevaba una camisa a cuadros y un reloj con correa y manecillas doradas, como los que llevaban los hombres que hacían cola en el INEM todos los días al lado de casa. Eso sí, recias patillas anchas y extendidas hasta la mandíbula que le daban a su rostro el matiz necesario para aumentar de tamaño su personalidad. No paraba de darle vueltas al libro. Lo abría, buscaba una página, lo cerraba y lo volvía a mirar. Yo sabía que no estaba haciendo nada, más que trajinar. La presentación era soporífera, tirando del lugar común; la lucha, el laconismo, la sencillez, la urbanidad… etc. En algunos comentarios referentes a su propia biografía soltaba una sonrisilla, una mueca torcida… La cosa era bastante cómica. No sé cómo podía aguantar la risa. Imaginaba estar en su lugar, escuchando tales cuentos literarios de vida y obra y no podía evitar verme descojonándome vivo sobre la nuca del speaker. Como en su poesía, se notaba, en todos sus gestos, que a Karmelo se la traía al pijo. Entre tanto, seguía manoseando su libro. De cuando en cuando un pajarillo cantaba entre los árboles, atrayendo su atención en busca de la fuente del sonido. Era un sitio cojonudo, la verdad. Un jardincito de lo más lindo. Perfecto para echar unos versos al aire. El enclave es que no podía ser más ideal. Finalmente la verborrea interminable acabó y le cedieron el micro. Se presentó brevemente, sin remilgos ni excesivas ganas de caer bien, y comenzó.
Miraba hacía el escenario y el panorama no se podía presentar más desolador. Tres o cuatro calvas se interponían en el camino. Un par de ancianas, sentadas justo delante nuestra, cuchicheaban por la vagina. Cada vez que Karmelo terminaba un poema ponían caras de extrañeza, como de haber escuchado un pedo, y lo comentaban. Me tenían hasta el mismísimo coño. Se lo hice saber a Clara:
—…putas viejas.
—¿Qué pasa?
—No paran de cacarear…
—¿Qué dicen?
—No sé, dan por culo, sin más.
También había gente de mediana edad. Por sus posturitas y peinados tenían toda la pinta de ser ese tipo de gente de las que suelen llamar “del mundillo”. De esas que están en todos los saraos, sofisticadas, con caras de saber donde tienen los pies, con conversación, experiencias y bagaje de sobra para aburrir. Quizás estaba demasiado intoxicado por el cine y esa gente no existía. Pero aún así echaba de menos algo. ¿Dónde estaba la gente como yo? La gente joven, ¡hostias! Según mis cálculos, no éramos más de seis los que bajábamos de la treintena. En el recital de Panero y de Luis García Montero, que también presencié en Granada, en la Tertulia, hordas de memos convencidos de ser poetas malditos, en el primero de los casos, y lameculos de universidad, en el segundo, abarrotaban sus espectáculos. Miré a mí alrededor. Algo no funcionaba en este país. No sabía que ocurría en el norte, pero esto pasaba de castaño oscuro. Yo había viajado desde la maldita cornisa africana única y exclusivamente para ello. ¿Tan raro era?
—Sí.
—Joder, ¿y por qué?
—Porque a la gente no le gusta la poesía. Y porque a nadie se le ocurre hacer un viaje solo para ver un recital. Eres rarito, acéptalo.
—A lo mejor tengo que salir más, no sé.
—¿Vas a pedirle el autógrafo?
—Sí.
—¿Seguro? La vas a cagar.
—¡Qué no…! Lo tengo que hacer. No es tan difícil. Basta con no abrir la boca demasiado y así evitar decir alguna gilipollez…
El espectáculo toco a su fin. Había sido una maravilla. El viaje podía considerarlo más que amortizado.
Solo faltaba la firmita. ¿Quién me obligaba? Me podía largar sin más, pero nunca me lo perdonaría. Cogí el volumen y me acerqué al escenario. Alguien, antes que yo, estaba ya buscando la rúbrica. Eso me tranquilizó. Esperé unos segundos y me acerqué.
—Hola, Karmelo. Me puedes firmar… —Y ahí me quedé. Enterré cabeza bajo tierra como los avestruces y me dediqué a esperar a que todo acabase—.
—¿Para quién?
—Para Rubén —Poeta frustrado, me hubiese gustado añadir—.
—Bueno… ahí tienes… para Rubén… con todo mi afecto… Karmelo.
—Gracias… ha sido un placer.
Me retiré pensando en lo último que le había dicho. "Ha sido un placer"… ¡De bochorno! En fin, mejor era no pensar. Ya lo tenía, los nervios se habían esfumado.
—¿A ver? ¿Enséñamelo? ¿Qué tal?
—Bien… bien… muy amable… correcto… he conseguido no decir ninguna parida.
—Muy bien, te estás superando.
Miré por última vez al escenario. Para mi sorpresa, Karmelo estaba observando como le mostraba el libro a Clara. Nos saludó con una enorme sonrisa… de ser humano más que de poeta… como dándose cuenta de la vergüenza que había pasado.
—Que tipo más simpático.
—Vaya que sí, es un grande. —Y no dejé de repetirlo en todo el camino—. Tú no lo sabes pero es un grande, un grande… joder… ¿lo has visto? Uno de los grandes.
Fuimos a un bar cercano y pedimos una botella de vino blanco. No me hacía mucho tilín el blanco, pero sabía cojonudo. Fresco… joven… etílico… como me sentía en esos momentos. Y luego vino la Ginebra y el volver al hotel dando tumbos… y luego esto que estoy escribiendo, mientras pienso en ello y me recupero.

LA COLUMNA


3 de Julio de 2012


Cortafuegos

Un verano y otro se repite la misma historia: un tonto tira una colilla – negligente o intencionadamente – y arden miles de hectáreas de bosque.

Un orden que la naturaleza tarda cientos de años en establecer es devastado en cuestión de horas ante la pasividad de los poderes públicos que encuentran en las desoladas tierras incendiadas espacios muy apropiados para especulación urbanística. Un complejo residencial aquí… un campo de golf allá… ¿y quién quiere vegetación autóctona pudiendo importar palmeras foráneas con sus propias plagas incluidas en el precio? 

Yo supongo que no es fácil controlar un incendio que se expande con el viento avivado por las altas temperaturas que se alcanzan en Julio en la Península, pero entiendo que tal vez haya medidas de prevención más eficaces que el típico anuncio del verano de todos contra el fuego (que ya ni si quiera reponen).

Tal vez se podrían mejorar los sistemas de detección a tiempo de las llamas, manteniendo equipos convenientemente dotados, coordinados e interconectados en los lugares de riesgo.

Tampoco estaría demás que se fijaran límites legales para que en las zonas afectadas por el siniestro no se establezcan otros edificios ni se instalen otras actividades que las estrictamente necesarias para el cuidado y la conservación de la flora y fauna que ahí antes había.

Y por último, una medida disuasoria que quizás pudiera funcionar sería que alguna vez se aclararan las causas que originan estos atentados y alguien pague por ello.

                                                   - Fabyo Sorel -

lunes, 2 de julio de 2012

LA COLUMNA


2 de Julio de 2012




















Independientemente del resultado de la final podemos estar contentos con la labor de este equipo que podría ganar perfectamente a una selección de los mejores de la historia en la que jugaran di Stefano, Pelé, Cruiff, Beckenbauer y Maradona juntos.

Un equipo que ha demostrado que las cosas bien hechas dan sus frutos antes o después, y aunque no los dieran – aunque los títulos no llegaran – no importaría demasiado porque es ya un premio verlos tocar la pelota.

Hace ahora cuatro años desde que la selección nos hiciera tocar el más alto cielo futbolístico y parece que fue ayer, cuando desconcertado ante el televisor miré a mi colega Tejada para que me pellizcara, porque no me creía lo que estaba viendo. Era el mejor equipo del mundo jugando al fútbol, en una semifinal frente a Rusia en el que la roja empezó a mover el balón de una manera distinta a lo visto hasta el momento, con la precisión de un reloj suizo y a una velocidad supersónica – véase a Jordi Alba subiendo la banda – que deja a los contrarios totalmente fuera de juego.

Todavía no habíamos ganado nada pero ya nos sentíamos campeones, porque sabíamos que jugando de esa manera, no habría nadie que pudiera ganarnos. Y así ha venido siendo hasta ahora. Cuando España juega los rivales miran, los reporteros se sienten inspirados y los entrenadores toman nota. Y así debe seguir siendo por mucho tiempo.

Por todas aquellas veces que nos quedamos en cuartos, por el codazo de tasotti y la mano de Zubizarreta, por el penalti de Raúl y el gandul del árbitro en Korea. Por las veces que nos volvimos cabizbajos a casa, cuando la pelota no quería entrar y era nuestro equipo el que se defendía como gato panza arriba.

- Fabyo Sorel - 

domingo, 1 de julio de 2012


LA COLUMNA   
               
1 de Julio de 2012













Nos la jugamos. Faltan menos de 24 horas para que dé comienzo el espectáculo, y en España la noche del sábado es una inagotable caja de sorpresas que cada uno vive a su manera,  como buenamente pueda.

En la puerta del bar, dos colegas discuten a voces – Spain is different – la alineación titular mientras se fuman un cigarro. Entretanto, la señora del primero, que se ha visto obligada a dejar la ventana abierta debido a la ola de calor insoportablemente cruel – que diría Andrés – que azota la península, da vueltas en la cama y seguirá dándolas hasta las cuatro de la mañana, y no precisamente porque su marido – que duerme como un tronco – no la deje dormir.

De hecho la última vez que mantuvieron relaciones íntimas España todavía era una, grande y libre, y fue únicamente con fines procreatorios, nunca por placer. (El caudillo no lo habría consentido). A día de hoy, las cosas han cambiado mucho y en este país ya se jode constantemente y con total naturalidad.

También los medios de comunicación han cambiado. Expresiones como internada por la banda, meter el balón a la olla o pasar la bola rozando el palo estaban antes completamente prohibidas en las retransmisiones. Hoy los medios son plurales y los comentaristas imbéciles (con la excepción del de Canal +, lo que confirma la regla).

Durante la finalísima – el partido más importante de la historia desde el último con Portugal; el quinto partido del siglo en lo que va de año - una vez más nos deleitarán con las perlas dialécticas que caracterizan al gremio (aquello de que gana el que más goles mete o es gol cuando el balón cruza la línea de meta) mientras nosotros nos mordemos las uñas y nos ponemos finos de birra.

                                                                 
                                                     - Fabyo Sorel -

domingo, 20 de mayo de 2012

" El Pensamiento,el inicio de todo mecanismo, 
ese recorrido mental, desafiante e ingenuo se
convierte en el punto de partida de todo aquello 
creado después. El conducto a la realidad,
a la verdad, a la mentira, al recuerdo, al presente...
al acto más primitivo y al más futurista. 
La Gran Madre de la Filosofía, el comiendo de todo"


A. Cano

domingo, 13 de mayo de 2012

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO



- Un paseo por el averno -

No era consciente por entonces de que no hay que ir en busca de los libros sino que es preferible dejar que sean ellos los que vengan a nuestro encuentro, porque uno nunca sabe si está preparado para lo que esas pastas duras guardan dentro.

Había oído alguna vez emplear el calificativo "dantesco" para referirse a una situación grotesca, algo siniestro, o todo junto, y así imaginaba la Divina Comedia como un libro terrorífico y oscuro, repleto de monstruos que saldrían tras de mí en cuanto asomara la cabeza por ahí, y así fue al principio.

Me enfrenté a ese tremendo desafío - nada más y nada menos que atravesar el infierno - con diecinueve años, y me llevó seis o siete años y tres intentos lograr mi objetivo. 

La primera vez que me asomé a ese agujero sólo vi cadáveres y muertos y sentí miedo y salí corriendo, pero no sin antes apuntarme en una chuleta el discurso con el que Virgilio arengara a Dante a seguir adelante, cuando éste flaqueó. Alentadoras palabras que si bien sirvieron para animar al florentino a continuar con su cometido, a mí no acabaron de convencerme del todo, a pesar del tono épico con el que aún resuenan en la cueva de mi cabeza, puesto que las aprendí de memoria:

"Ahora es preciso que sacudas tu pereza, pues no se alcanza la fama reclinado en blanda pluma, y el que al abrigo de colchas consume su vida, deja en pos de sí el mismo vestigio que el humo en el aire o la espuma en el agua.

¡Ea pues, levántate!, domina la fatiga con el alma que todo lo vence mientras no se envilece con la pesadez del cuerpo, pues no basta con haber atravesado las escalas infernales. Hemos de recorrer aun un camino mucho más largo. Si me entiendes deben reanimarte mis palabras."  

Posiblemente la mejor parrafada que he leído hasta la fecha. No obstante y a pesar de que nunca he olvidado aquellas sabias palabras, tampoco nunca las puse en práctica, y es que no debieron convencerme completamente cuando salí huyendo. Pobre ignorante.

Tardé un tiempo en darme cuenta de que no había marcha atrás, que no podía volver tras mis pasos. No tenía ni puñetera idea de dónde me había metido y sin mis guías estaba completamente perdido, así que me dí la vuelta y seguí la senda por la que mis compañeros avanzaban hasta que les di alcance unos cuantos años - no sé cuántos - después.

Me dispuse con buen ánimo a retomar mi camino pero me faltaba fortaleza y no tenía disciplina así que me desalenté pronto y no tardé en abandonar de nuevo mi propósito; casi ni recuerdo mi segundo asalto a los infiernos porque pasó en seguida, duró un momento confuso y no comprendía nada de lo que estaba viendo.

Me llevó años de misantropía, concienciación y entrenamiento reunir las energías necesarias para afrontar un último intento de escapar del agujero. Y en el silencio de la siesta en las calurosas y largas tardes del verano, fui fraguando mi plan, poco a poco, paso a paso hasta encontrar a los poetas que no me habían abandonado y me estaban esperando en la frontera de aquel pozo inmenso, para cruzar al otro lado.

Lo que vi al otro lado no podría yo expresarlo con palabras ni voy a intentarlo cuando ya está hecho y está tan bien hecho, el que quiera peces... que lea la Divina Comedia.

Estaba equivocado respecto a este libro. Me acerqué a él como a un sospechoso, como quien es abordado por un mendigo y lleno de desconfianza y de prejuicios y de miedo le suelta unas monedas para librarse de su incómoda presencia cuando si se parara un rato a hablar con él se daría cuenta de lo mucho que se puede aprender de alguien que ha estado en lo más bajo.

Olvidé por momentos la importancia del nombre que se da a las cosas. Si Dante la llamó Comedia es porque en el fondo es una risa, lo que pasa es que cuesta un poco encontrarle la gracia. 

miércoles, 2 de mayo de 2012

DIARIO GENOVÉS


-Mónica Mendez-

El sol no sofoca aún, pero desde mi puesto puedo sentir sus tibios rayos, hoy va a pegar fuerte, 18º a las diez de la matina (mañana).

Como cada mañana la parte Este de la "Superba" se levanta ante mis ojos, estúpidos observadores de las creaciones de este mundo;
pero no es sino por ellos que yo podría ver este explendor urbanístico; ante mí hileras super pobladas de edificios y palacetes de alturas medias se iluminan, desde el levante hasta el poniente con los rayos del mismo sol, se podrían contar por decenas, centenas, miles, 
todos de distintos colores, rosas pastel, verdes, pistacho...si, pistacho.

 Superpuestos en distintas alturas, tomando el abrupto terreno montañoso, te recuerdan que Genova, la cittá de Cristobal Colón nunca fue pequeña; se pensó la "Superba" y se situó justo aquí, donde menos se podía pensar una ciudad, entre el cielo y la montaña, la montaña y el río, el río y la mar, para que todo navegante del mediterráneo la pudiese observar...ansiar...desear.

 El puerto de todo marinero, pirata, burgués,la Superba se da a todos, y se entrega al mar.

Los edificios, tan pegados, con sus soto ventanas de distintos colores te dejan vislumbrar, lo que un día fue, entre colonias de pescadores el puerto mas importante del mediterráneo, la cultura mas cultivada, las arcas repletas de oro...el mar.







"Anoche soñé que soñaba, hoy me levanté incrédulo, desarmado; y mañana, quizás, no sea más que la piel muerta de otro despertar"




Antonio Cano

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO



- El Paraíso Perdido -

Al principio fue el verbo, dice el Evangelio, y dice bien, pues nada había antes de la palabra, al menos nada interesante. A lo sumo, naturaleza en estado puro y bestias salvajes; todo demasiado virgen para los hombres.

Primero el Génesis, y luego John Milton, cuentan como en una semana tuvo Dios tiempo de sobra para crear el mundo tal y como hoy lo conocemos, con sus días y sus noches y sus astros celestes, sus valles y collados, sus ríos y montañas y sus mares, su vegetación, sus animales... y por supuesto la estrella de la creación: no se trata de Cristiano Ronaldo sino del ser humano, en general.

Después de seis días consecutivos trabajando sin parar - ¿qué dirían los sindicatos de esto? Ya me imagino a Méndez y Toxo movilizando a las masas en protesta por jornada laboral tan prolongada; Adán y Eva pancarta en mano "Por una jornada reducida" "No a la destrucción del Estado del Bienestar" en piquetes tratando de boicotear la obra del Creador, y el bueno de Dios pensando: "Y eso que lo he hecho todo yo. Verás la que lían cuando les toque pringar a ellos" - el séptimo día descansó.

Pues bien, si poco tiempo tardó Dios en crear el mundo, menos necesitó el Hombre para mandarlo todo a tomar por culo.

Recuerdo como si fuera ayer la reflexión que surgió en mi cabeza de niño aquel Domingo en la Iglesia, cuando el párroco local nos contó nuestro origen según el relato bíblico. Lo primero que pensé fué ¿Porqué? ¿Porqué tuvo Adán que escuchar a Eva y ésta a su vez dejarse embaucar por la serpiente? Porqué si lo tenían todo y eran felices, y así estaba bien, sin trabajo ni enfermedades ni hambre ni penurias. Sin dolor. ¿Porqué?

Acto seguido pensé: "si no hubieran sido ellos habrían sido otros. Lo que está claro es que el árbol de la ciencia no iba a seguir ahí intacto después de cientos de miles de años". De haber tenido el juicio suficiente habría añadido a mi reflexión "si no hubieran sido ellos habría sido yo mismo". Y es que pensándolo bien dudo que haya habido alguien que haya pasado por esta vida sin morder la dichosa manzana. Dudo que quede alguien que todavía no tenga un Ipad, un Iphone o un mac. 
¿No son esos los frutos del árbol de la ciencia?

Con esto no quiero decir que los científicos sean los culpables de la expulsión del Edén, ni que todos los usuarios de sus magníficas invenciones seamos cómplices, ni mucho menos que Steve Jobs - que en paz descanse - sea la serpiente. Lo que vengo a decir es que es su deseo por saber más de la cuenta, su ambición en definitiva, lo que ha perdido al hombre desde el principio y para siempre. 

Entiéndanme. Esto no es una cruzada contra la tecnología y los avances de la ciencia. Los Domingos por la tarde me gusta ver y oír a Eduard Punset dialogar con sus colegas y comparto muchas de sus reflexiones. Supongo que una vez deportados surgieron las dificultades propias de la vida y la ciencia se hizo necesaria sino inevitable. 

Me gusta chatear con mis amigos, me gusta publicar en el caca y me gusta que retransmitan los partidos pero me pregunto que pasaría si esta noche apagásemos los aparatos y mañana todos desnudos abandonáramos la protección de nuestros edificios y saliéramos a retozar al campo.

Me pregunto si volvería el Paraíso o llegaría el fin del mundo. Me pregunto si el Paraíso lo perdieron nuestros primeros padres o simplemente salieron a fumar a la puerta y después todos nos hemos ido alejando un poquito.

Me hace mucha gracia cuando me preguntan si yo la Biblia la creo al pie de la letra. Suelo responder que si esas cosas pasaron tal cual es lo que menos importa como no me importa nada si en realidad Rodian Romanovich matara a esa vieja, que me quedo con el sentido de la historia que cuentan. Digamos con la moraleja.

Me pregunto si esto que está pasando ahora mismo en el mundo no es el mismo cuento.


















jueves, 26 de abril de 2012

EL CUARTO DE LAS RATAS


Hablar de los servicios de los bares —del váter, para ser más exactos— me encoje el corazón. Nunca me metí una clencha en uno de ellos, nunca un pico; nada escatológico impregna mis memorias sobre tal espacio vital.
            Los niveles más altos de conciencia los he alcanzado en aquellos lugares; sucios, desconchados, pintorrajeados. Recuerdo, a mis veintitrés años, cuando me daba por ir a al “Perro Andaluz”. Iba sobre las cuatro de la tarde, todos los días. Eran esos momentos en los que el bar relucía y apestaba a lejía, cuando la camarera aún no había encendido el tocadiscos. Mientras se preparaba un café —con aquellos brazos y aquellas manos grabadas con horripilantes tatuajes de ángeles y demonios, con aquel pelo corto, aquellas tuercas atravesando sus orejas y su enorme barriga de embarazada de seis meses— yo encendía el primer cigarrillo. Las paredes estaban tapizadas con cientos de posters de bandas de Rock y Heavy Metal: Hendrix, Motorhead, Marley, Sociedad Alcohólica, Status Quo, Metállica, Iron Maiden, Blind Guardian…
A mí el heavy no me gustaba, ni los heavys. Pero era el único sitio de la ciudad donde podía estar tranquilo, arropado por mugrientas paredes sudadas y acariciadas por el humo de tres décadas; con historia, con drogas, vomitonas y cachondeo. Lo mejor de todo era que por las tardes no se radiaba heavy; el heavy era para la noche, para los heavys. Hasta entonces gozaba yo de eternas canciones de rock clásico: Pink Floyd, The Doors, Dire Straits, The Smiths, The Police… El bar entonces era mío; su tiempo y su espacio.
            Lo mejor de todo, más que la música, era el precio de la birra. 1´50, medio litro de brillante y espumeante cerveza. Normalmente no bebía más de cinco. Sabía del peligro de aquella cerveza, era especial. Nadie se fiaba de la cerveza del “Perro”, pero se bebía. Tardes las hubo que me las bebí hasta las ocho o nueve, pedo como el tío de la novia. Esto era un peligro. Cuando llegaba a tales niveles no tenía suficiente juicio para retirarme a tiempo, cuando el bar empezaba a llenarse. Entonces la pintaba de lo lindo; me arremolinaba entre los canuteros, entre las parejas, entre jugadores de futbolín, hasta que acababa tirándole besos a la taza del váter.
            Antes de las cinco solo dos o tres personas se arriesgan a recalar en el garito. Algún amigo de la camarera o un par de nenas alternativas hablando de política ante un café, y poco más. Uno era fijo. Llegaba sobre la y media o las menos cuarto. Era viejo, calvo, gordo; de color oxidado. Llevaba siempre una camiseta de Led Zeppelin y una riñonera donde llevaba sus juguetitos. Pedía café y lanzaba sus artilugios sobre la barra para ponerse manos a la obra con sus manualidades. El viejales le daba para bien, al tema. Se fumaba un par de ellos, normalmente. Nunca alcohol. No podía dejar de pensar, cuando lo miraba, cuanto tiempo de vida debía quedarle. No era ningún chaval, el menda. No conseguía yo ponerle edad a aquel montón de quincalla. ¿Dónde trabajaría el gachón? A su manera, había vencido. Era un héroe. Se la traía al pijo; su edad, la gente, el qué dirán. Extendía el papel, deshacía el tabaco, mezclaba la mandanga, la amasaba, lo liaba en espiral y lo petaba. ¡Qué humareada! Subía esta hasta el techo, contra las narices de Hendrix, a remolinos, acunándose sobre Picture of you the The Cure. Era una maravilla oír el metal de las guitarras, los sintetizadores, cuando la tecnología era primaria y sonaba a cueva, a eco, a reverberación. De pronto los años empezaban a descender. Desde el 2006 bajábamos al 94, alguien gritando en la calle “Yugoslavia” o “Bukowski a muerto”; luego más abajo, al 89, el ruido plomizo del cemento berlinés crujiendo contra el barro; o al 84, yo llorando, abriendo los ojos al mundo, a la luz; y un pequeño salto más atrás, al 83, Europa a Muerto rugiendo a través del cielo de Gijón; para definitivamente hundirnos en los años en los que el mundo aún era mundo, cuando existía gente joven que aún quería ser joven, Another Brick in the Wall… un contenedor ardiendo en mitad de la calzada y dentro, muy al fondo, el corazón de los hombres, temblando, llorando de alegría, con ansias de destrucción.
            Cierto que cuando me venían estas imágenes ya llevaba lo menos litro y medio de cerveza en la tripa. Era el momento en que el bar estaba medio lleno, sobre todo de gente tranquila, que charlaba y reía, a eso de las siete de la tarde. Entonces me encaminaba hacia el baño. Cerraba el pestillo, me la sacaba y miraba la pared. «Estás aquí, ahora, y nunca más, veintitrés años ¡Dios mío! No me lo puedo creer, soy joven y estoy solo… podría morir entre estas cuatro mierdosas paredes y sería feliz. Ni hacia delante ni hacia atrás. EL AHORA; limpio, transparente, palpitante… aprensible. Lo puedo tocar, como una pompa de jabón expandiéndose peligrosamente… ¡Dejadme en paz! —repetía para mis adentros— ¡Dejadme en paz!»
El tiempo se detenía. Era mágico, no había nada que pudiese comparársele a ese momento íntimo. Sin amigos, sin familia, sin trabajo, sin dinero, sin sexo ni amor. Solo uno frente a su bella y aterradora consciencia. Y en la pared, eternos epitafios: Aquí estuvo JuanLu 12/03/87 – Marga y Luis 07-06-91 – Tonto el que lo lea, 97; también estuvo allí…
Y los quería a todos, sin excepción. Todos —en algún momento de unas vidas que jamás conoceré, que incluso ya podrían estar aniquiladas— dejaron su huella en el único lugar donde uno podía darse cuenta de estar vivo.
            Luego empezaba a sonar heavy. Yo volvía a mi sitio. El lugar empezaba a llenarse de seres atolondrados, tías apestosas, cocainómanos y punkarras transnochados… era la hora de irse.
La eternidad se desvanecía. Volvía a casa; asustado, borracho, solo, perdiéndome entre callejuelas granadinas en las que nunca había estado, hasta que la tristeza caía sobre mí como un aguacero y el único consuelo que quedaba era volver, al día siguiente; una vez más.
            Recuerdo, de pequeño, en el colegio, cuando los profesores nos amenazaban con encerrarnos en el cuarto de las ratas. Era una puerta negra, fantasmal, que curiosamente se situaba frente a nuestra clase de parvularios.
¿¡Por qué me fascinaba tanto aquel lugar!? ¿¡Cómo podía entrar uno allí!? ¿¡Qué había que hacer!?
Existía, yo sabía que existía… el cielo. Un lugar lleno de ratas.

viernes, 13 de abril de 2012

El mundillo


-Africano-

Encuentros literarios; Mis escarceos literarios hasta la fecha han sido más bien escasos. Todos ellos, eso sí, tuvieron lugar en la ciudad de Granada. La primera vez que me arrimé al ambientillo fue con motivo de una especie de concurso-recital de poesía en La Barraca, el antiguo puti Constantinopla. Llegué allí a regañadientes, casi forzado por mi pareja, para que perdiese un poco la vergüenza, el miedo escénico. Mi actuación rozó el patetismo; no levanté la vista en los tres o cuatro minutos que duró mi verborrea, clavados los ojos en el papel temblequeante, con un inaudito acento hispalense que salió de la nada, para mayor bochorno. El resultado, al parecer, no fue del todo malo. Gané la convocatoria, premiada con la publicación de una plaquette. Días después recibí un e-mail del cabecilla de la editorial, a eso de hablar sobre el asunto.
El encuentro transcurrió rayando en la estulticia. Yo aparecí borracho, hablando demasiado, atropelladamente. El menda era un tipejo enfermizo, con sobrecarga de lecturas, insospechadamente prepotente, a pesar de no albergar ningún conato de incipiente carisma. Me trató más ayá que pacá, casi llegando al desprecio. Al parecer su voto no había recaído en mi actuación. Se limitó a decir que lo que había escrito era diferente a lo presentado por el resto de participantes, pero que aún así olía demasiada peste a Bukowski. Habría dado en el clavo si su conocimiento de la poesía española de los noventa hubiese sido más amplio y hubiese mencionado al Bukowski español que, aun siendo parecido, no tenía nada que ver. Total, el asunto me decepcionó, está claro. La noche transcurrió en circunstancias un tanto extrañas. La comitiva la formábamos un inglés de unos sesenta y cinco años, poeta, al parecer; una señora de unos cincuenta y cinco, holandesa, novia del editor (pareja que ponía los pelos de punta, pues el chavea no alcanzaba los treinta y cinco); y un notas que no bebía alcohol. Mi editor me dejó de lado, dedicándole toda la atención al bate anglosajón, que nos deleitó con una decente pieza al piano. Me dediqué a charlar con el que no bebía. Acabé dándole la brasa, acribillándolo a preguntas sobre su incomprensible abstemia antes los tiempos que se avecinaban. Al final me quedé solo, bebiendo chupitos de Southern Confort que mi camarera, una adorable puertorriqueña, tenía siempre la amabilidad de ofrecerme cuando no tenía un penique.
La plaquette salió finalmente y ahí quedó la cosa. El haber ganado me daba derecho de acceder a una especie de final, cuyo premio era la publicación de un poemario con la editorial organizadora. El recital transcurrió en La Fuente de las Batallas, sobre un escenario y ante un público más heterogéneo e iletrado. No gané. No lo merecía, la verdad, para que nos vamos a engañar. Los poemas hacían aguas por los cuatro costados. Pero el tipo que ganó tampoco. Sus poemas fueron recitados por un colega suyo, alegando que el artista estaba internado en un psiquiátrico, motivo por el cual no podía honrarnos con su presencia. Los poemas, a pesar de ser mierda empanada, causaron honda impresión en el jurado. El premio incluía ciento cincuenta mil de las antiguas pesetas.
Desde entonces, mi presencia en los escenarios se limitaron a cuatro o cinco apariciones más en los recitales de los lunes organizados por Letra Turbia, en La Tertulia, célebre por ser bastión de la poesía de la experiencia o de la otra sentimentalidad, Luis García Montero a la batuta.
Allí precisamente, una noche, se celebró el veinticinco aniversario del establecimiento. La cúpula de aquel movimiento literario casi al completo acudió a celebrar el acto, recitando algunos poemas, rememorando viejos tiempos. Animé a Fabyo, compañero en los abismos, para que me acompañase. Aunque opuso bastante resistencia, finalmente cedió. El garito estaba sobrecargado, de humo y de aspirantes a poeta. Era una celebridad, este, el García Montero. El año anterior, había estado matriculado en una asignatura de libre configuración en la Facultad de Filosofía y Letras. Era sobre Lorca, la asignatura. Me concedieron el horario de mañana, lo que me jodió sobremanera. El motivo no era otro que el de estar las plazas de la tarde cubiertas. El profesor era el tal Montero. Entonces se daban en el auditorio, debido a la gran afluencia de público que se reunía para presenciar sus clases magistrales. Yo no tenía la menor idea de quien era el tal. Más tarde supe de su existencia cuando todas las semanas, en Canal 2 Andalucía, en el mítico y surrealista programa de Mike Rivers, aparecía en su sección de poesía entrevistando a algunos amigos. Aquella noche no estuvo del todo mal, se recitaron bellos fragmentos, la gente se tocaba, tímidamente, distraída; otros gimoteaban, los más bebían cerveza. Aquello me dio una idea de lo que era el mundillo en su realidad contante y sonante, cual los mecanismos y desarrollo de su intrincada pirotecnia… desde la entrada de la estrella en el bar, su saludo a los incondicionales, su copita de gin-tonic, su pequeño círculo de lameculos predispuestos a sonarle los mocos cuando se prestase la ocasión… también aquellos corrillos que se formaban antes de comenzar el espectáculo, en el que todos querían participa para escuchar las genialidades del mito en vivo. Su poesía no me hacía tilín, la verdad. A pesar de ello, el evento no nos causó del todo mala impresión. Fabyo y yo salimos del lugar, cabizbajos, enfilando Pedro Antonio de Alarcón, sin saber muy bien en qué consistía aquello.
No mucho tiempo después, una tarde, recibí una llamada de Fabyo. «Corre» me decía «en media hora Leopoldo Mª Panero en el botánico de Derecho» Dejé lo que estaba haciendo y salí a toda castaña. En la puerta me encontré con él y con el pintor Antonio Cano. Por lo visto el andoba de mi editor se las había apañado para traer desde las Canarias a Leopoldo, para presentar un libro en el que se incluían, además de poemas de Panero, otros tantos de los jugadores franquicia de la editorial. Allí estaba, el bicho, sentado en una silla, con su proverbial botella de coca-cola de dos litros, fumando pitillos a medio consumir, riendo endiabladamente en el albor de la tarde. Recitaba fragmentos en francés, lanzaba piropos a las chicas, se cachondeaba de todo Cristo a su alrededor… Esto ya era otra cosa. Todos los babas que allí estábamos habíamos visto demasiadas veces "El Desencanto" y "Después de tantos años". Allí teníamos al considerado por todas las reseñas, todos los diarios, las semblanzas y demás zarandajas… el último “poeta maldito”. Y la verdad que el tipo le ponía empeño. Estaba como un puto avión. Las gentes que pasaban junto al jardín, atareadas con sus compras o lo que quiera que estuviesen haciendo, al oír aquellos estertores terribles, demoniacos, aquella risa trasmundana, miraban de reojo espantados acelerando el paso, presas de un extraño pavor, como si fuese una amenaza terrorista. Leopoldo estuvo genial. A los dos gilis que recitaron con él es que se les caían los cojones al suelo. Cada vez que uno comenzaba, compungido, a recitar su parte, Leopoldo les jodía la actuación pasando olímpicamente del protocolo; hacia comentarios incongruentes, lanzaba improperios en francés, se descojonaba vivo cada vez que oía un verso que pillaba casi sin querer, al vuelo… pedía constantemente que se le sirviese más y más coca-cola. Yo es que me tronchaba vivo. Semanas después, el editor este, me comentó que cuando volvían de recogerlo en el aeropuerto, en taxi, pasaron junto a Plaza de Toros. Leopoldo le preguntó si aquello era la Alhambra. Me lo comentaba fascinado, intrigado por si realmente se lo había dicho en serio o en realidad se estaba haciendo el loco. Se corría que daba gusto contándome sus anécdotas literarias, el gachón.
Recuerdo que cuando terminó la presentación la gente se lanzó desbocada a comprar ejemplares del poemario. Se dedicaron a perseguirlo por el jardín, avasallándolo, para que les firmara. Leopoldo, el muy pillín, solo le hacía caso a las féminas. Los nenes pululaban por su alrededor, como mosquitas muertas, buscando el ansiado premio. De pronto, en un arrebato, casi guiado por una extraña sensación estúpida de estar perdiendo una oportunidad única, me lancé yo también a por un ejemplar y directo a darle la murga para que estampara su garabato. Empezó a esquivarme, de un lado a otro, hasta que pasamos junto a la silla donde había estado sentado toda la tarde. Allí derribé de una patada, sin querer, su amado vaso de cola. Al final, conseguí comunicarme con él. «Leopoldo, una firmita, hombre» «¡No!» Esas fueron sus palabras, inmortales. Luego se puso echo una fiera, cuando vio el vasito volcado, ordenando a uno de sus acólitos que le preparase uno nuevo de inmediato. Al final se lo llevaron, con toda la caterva detrás.
Mi último contacto con el mundillo ocurrió de manera fortuita. Yo iba dando bandazos por las calles, buscando algún sitio donde meterme, sin rumbo, como siempre, gilipollas perdido. Al pasar frente a La Barraca, me encontré con toda la trupe, la misma que estuvo presente en el recital de Panero. Uno de ellos era un antiguo conocido mío. El colegí se dedicaba a vender sus versos, por los bares, a cambio de dinero o de una cerveza. Una noche, incluso, hicimos un ridículo poema a dos manos, como si fuésemos dos representantes de la vanguardia parisina. Salía, como decía, empujando una silla de ruedas sobre la que llevaba un montón de basura, entre la que se encontraba una chica con una pierna escayolada. «¿Qué, de compras?» Le dije. «No, tío… bueno, esto sí, lo he cogido en la puerta de un supermercado, está nuevo, tío, mira… y esto no está caducado…» «Me haces muy feliz» «Estamos alternando, tío, ¿te apuntas?» Y me apunté.
Fuimos a un par de bares. En uno de ellos hablé con un muchacho feo como el solo, alopécico, asexuado, blanquecino, pellejudo, cenizo… y un saco de descalificativos más. Decía que trabajaba en EL IDEAL, que aún no había publicado nada en formato papel… que aun estaba buscando su estilo… Decía tener una serie de preocupaciones formales a la hora de abordar la crítica periodística literaria. Yo me inclinaba más porque al chaval le hacía falta con urgencia un polvo de proporciones bíblicas.
Más tarde fuimos a un pequeño parque, del cual no recuerdo el nombre, donde nos juntamos con algunos chicos Erasmus. Todos hippies, con cantidades industriales de mandanga. Empezaron a rular unos porricos. Yo, a la chita callando, me encalomé de tres a cuatro canutos, mientras charlaba con una canadiense que decía estar leyendo en aquellos momentos de su vida el Mahabharata. Decía también que le interesaba la poesía, como expresión superior que permitía una comunicación más plena entre los seres humanos. Cuando se le acabaron los canutos me fui junto a otro grupo que bebía cerveza. Me alcanzaron una, mientras escuchaba a mi colega, el vendedor de versos, exponer una serie de argumentos sobre la misión del artista en el mundo que le ha tocado vivir: «El artista tiene que comprometerse con su condición, por eso vivo en la calle, necesito respirar este aire, sentir mis pies descalzos, empaparme de todo lo que me rodea… yo creo que la poesía es el único vehículo posible para cambiar las cosas de verdad, desde la raíz, la única herramienta capaz de transformar las consciencias, de sublimar la degradada realidad…» «Perdona, ¿exactamente que hay que cambiar?» Me atreví a preguntar, «A la gente, amigo. La gente está dormida, la gente no sabe lo que les está pasando, necesitan que alguien les alumbre, les diga la verdad, que son esclavos, que tienen que oponer resistencia…» «Ahh» Dejé mi cerveza sobre el banco de madera y, escabulléndome entre el público, logré largarme de allí a toda hostia. Hasta ese momento no me había dado cuenta. Fue de repente, como un relámpago. Mientras regresaba a casa, un poco flotando sobre paraísos artificiales, lo supe. Tenía que evitar a toda costa, de ahí en adelante, volver a cruzarme con aquella gente.

martes, 10 de abril de 2012

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO



- El bueno de Henry -


Conocer a Henry fue para mí como aferrarme a un madero, en plena noche, en mitad del océano tras un naufragio. Seguía perdido, sin apenas posibilidad de salvación, pero al menos podía soñar con que el ajetreo de las olas o el capricho de las mareas me condujeran hasta la playa.

Hasta entonces yo contaba con la ayuda del Altísimo -que siempre me tuvo en cuenta aunque yo no lo hiciera- y tengo en mi padre un hermoso ejemplo a seguir aquí en la tierra desde el día que nací; pero intelectualmente fui huérfano hasta que el viejo y bondadoso Henry me adoptó acogiéndome bajo su protección, cuidándome y queriéndome como a un hijo.

Henry me enseñó tantas cosas, sabía tantas historias, conocía tantas ciudades, tantas mujeres y tan maravillosas que yo podía pasar las tardes enteras escuchándole hablar de esa manera suya tan peculiar, como si hablara desde dentro de las cabezas de los protagonistas de sus relatos. Y es que Henry sabía de sobra lo que todos pensaban y sabía cuando alguien había dicho algo queriendo decir otra cosa y sabía también esa otra cosa.

Pero sobre todo Henry me dio esperanzas, me dio alas -puede que de cera, pero alas que volaban- y yo volé, volé alto sin importarme que esas alas se derritieran y me vi sobre la cumbre de una montaña con toda la vecina Francia a mis plantas.

Porque el bueno de Henry me hizo sentir que valía, que yo era bueno también y que podía hacerlo; Henry me convenció de que podía llegar a conseguir lo que me propusiera en este mundo. Algo que por otra parte todos sabemos ya (porque nos lo han dicho muchas veces las moralejas de las películas americanas) aunque no nos atrevamos a admitir dicha verdad por la responsabilidad que conlleva. Y es que no basta con decirle a un niño que puede hacer lo que se proponga, además hay que demostrarle que esto es cierto. Y no hay mejor manera de enseñar a alguien que con el ejemplo.

Él me mostró el camino que yo siempre he querido andar, me dijo anda, no mires atrás, me avisó de algunos escollos que iba encontrar y de lo duro de aquella travesía, me advirtió de que tendría que tomar mis propias decisiones y lo fatídico de dejarse dominar por las pasiones.

lunes, 9 de abril de 2012

Depáysé: Fragmentos de un hombre despaisado

Que los hechos vengan a mí. Que las cosas se acerquen, me rodeen... me invadan. Aquellas otras que se esconden ¡venga! ¡salid! ¡Quiero ver todos los recovecos, que se muestren todos los interiores, que se asome a mi aparato ocular todo lo problemático, lo que destruye y resucita!
Ver el mecanismo de este cacharro.
Tiene que haber alguna forma de arreglarlo.


*

Escuchando la radio; una voz grave, solemne, espacial, de un colaborador de la enésima tertulia política. Es bella, esa voz. Ese jirón de alma puede envolver un cuerpo entero. Su cara es lo de menos. Sería capaz de convencernos de lo justificable de un espantoso genocidio, de la manera tan armónica y espiritual con la que ofrece datos estadísticos. La voz de un idiota a través de un tabique puede resultarnos agradable, si reverbera en nuestra psique su real imagen interior. Así la voz de algunas mujeres, físicamente no agraciadas, que si nos dejásemos llevar por el timbre de sus cuerdas vocales a través del teléfono dejaríamos familia, patria y corazón.
No es cierto eso de que la cara sea el espejo del alma. Cuerpo es espíritu, voluntad. El alma no tiene carne; fluye, se comunica a través del aire.


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A ver que camisa te pones hoy. Elígela bien. Las manchas de sangre no salen en ciertos tejidos.


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Uno solo tiene la razón cuando su estado de ánimo se la da.


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Cuando oigas a alguien afirmar con rotundidad que “lucha por sus principios” date el piro a toda castaña de allí donde estés. Para que sus principios se autorrealicen les es necesario que existan no solo otros que sostengan los contrarios, sino también aquellos que tienen la alarmante desvergüenza de no tener ninguno.

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Aún después de muchos años, no me lo explico. Eso de que me diese por escribir. Todavía recuerdo aquella noche en una de mis primeras semanas en Granada, en casa de aquella vieja con la que vivía a pensión, frente a un cuadro del Corazón de Jesús, en mi habitación, cagado de miedo.
Bajo la imagen, en la misma fotografía, una oración:

Porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden.

«¿¡Ah sí!?», me dije.
«Pues se van a enterar»


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Para alcanzar la verdad hay que cazarla. Lástima que cuando nos estamos acercando a recoger la pieza abatida esta ya está convulsionando, medio exangüe, sobre el terreno.

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No soy tolerante. La tolerancia subyuga a tragárselo todo. Una moral de cerdos, de carroñero. Tolerante es el drogadicto, cuyo organismo está predispuesto a recibir esa sustancia que lo aniquila en el puro goce de su destrucción. Tolerar es dejar pasar despreocupadamente. Por eso, cuando uno se siente incomodado, arremete violentamente contra aquel que ha tenido la desfachatez de aprovechar su permisividad para tomarse la libertad de hacer lo que le venga en gana. La nobleza (en términos aristocráticos) está en saber discriminar correctamente lo que potencialmente puede sernos dañino, dejándole claro al tal que su acceso a nuestra esfera personal o pública puede llevarles a un perjuicio que tal vez prefieran evitar. Discriminar es establecer parcelas vitales. Cada uno en su casa. Y Dios, si quiere, que pregunte.

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No hay mejor estrategia para sobrevivir hoy en día en democracia que autoproclamarse perseguido o, como marca la etimología de la corrección política, marginado.
El marginado, por lo común, aspira a su integración en el tejido social imperante. Su pena estriba en el hecho de no tener reservado un escaño en el parlamento público. Su esperanza es dejar de ser un oprimido para convertirse en lo que siempre ha ansiado ser con toda su alma, un déspota: sujeto con derecho a marginar.


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El pathos del distanciamiento es necesario para reconocernos en esa parcela personal que constituimos nosotros mismos. Pero distanciarse no significa recluirse, anquilosarse en el propio ser. Para que la distancia exista, es condición necesaria la existencia de dos puntos.


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La expresión “tener buenos modales”, aunque parezca increíble, no goza de buena reputación en los últimos tiempos. Por lo visto, la naturalidad mal entendida se ha impuesto como reacción histórica a etapas más oscuras en las que imperaba una incómoda doble moral. Esta se camuflaba tras una fachada de vacua cortesía, que permitía mantener las relaciones en el ámbito de la vida pública en una más que dudosa sana armonía.
Abandonado aquel vicio —que como todo lo viciado si sitúa en los extremos— hemos pasado a practicar sin ningún tipo de control una descarnada naturalidad que recuerda a aquellos animales que se olfatean el culo antes de ponerse a darle al tema. Cualquier patán con el que tengamos la desgracia de cruzarnos goza de la confianza suficiente para tomarnos la mano, el brazo, el hombro… o incluso para pasar directamente a aporrearnos la espalda a mano abierta como a un fláccido saco de avena. Además, se calculan mal las distancias; el sujeto se pone a escasos siete centímetros de nuestra jeta, rociándonos con sus lapos todo el espectro de enfermedades transmisibles vía oral. Por si fuera poco, se hace un uso deliberadamente excesivo del tú, del compadreo, del amigacho… a efectos de facilitar una mayor familiaridad que en ningún caso el interlocutor ha tenido la intención de solicitar. Y si el encuentro, por casualidad, se produce en el sur de España, la paliza está asegurada.
Por eso desde aquí llamo a la vuelta de los, sino buenos, justos modales, para permitir una meridiana paz entre la ya maltrecha convivencia humana. Aunque esta sea falsa, aunque tras esa máscara se escondan intenciones criminales, con tal de quitarme de encima estas ganas que, a veces, me dan de matar a alguien.


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No he leído a Montaigne, pero sí leí una frase suya, desperdigada por algún texto, en la que decía que las verdades (metafísicas) no eran propiedad exclusiva del filósofo de turno que la había descubierto, puesto que la verdad estaba ya ahí, en el mundo, y una vez sacada a luz, cualquiera que fuese capaz de comprenderla podía apropiársela. Pues bien, ya sabéis, lo dicho como si fuese mío.


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En la tele, en el típico serial médico, un viejo postrado en una camilla debatiendo con su hijo sobre una operación de pene.
—Puedes tener una hemorragia ¿Vas a morir por una erección?
—Hijo, ha habido guerras por una erección.


*

Un borracho a altas horas de la madrugada: «¡Enhorabuena, me he enterado que usted se ha casado con una pegatina!».