Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







lunes, 26 de marzo de 2012

UNA RESEÑA SOBRE MUERTE A CRÉDITO MIENTRAS PASEO A LAS CUATRO DE LA TARDE


-Africano-

Me estoy poniendo gordo que te cagas. Estoy echando panza, frente, papada… cada día me rasco más el culo, eructo más, defeco más que un padre con tres hijos. El tabaco me está haciendo yesca los pulmones, la alergia lo empeora, ya es que casi no me entra ni medio gramo de viento.
Me he echado a la calle, a dar una vuelta, Lunes.
A ver si consigo mejorar aparato respiratorio y peso de un tirón, así, si me pongo todos los días. ¡Coño, es triste! pero comienza el declive. Las primeras canas ya están ahí. A partir de ahora solo cabe disfrutar de unos años en plenitud, pero cuesta abajo, ¡a toda hostia!
He pensado que podía aprovechar la caminata para darle vueltas a eso de escribir algo sobre la Ceuta de los 80. Ir a echar un vistazo por las calles, visitar antiguas localizaciones, ver si aún queda algún espécimen del pleistoceno. Ni mú. La ciudad se ha transformado, como la ciudad de los Playmobil, de un zás, ¡así, tacatán! No ha habido manera de encontrar ni los calcetines viejos de aquellas ruinas. Parece mentira, pero ha cambiado más su aspecto que las mismísimas murallas aurelianas.
Conforme más he ido avanzando mayor ha sido mi decepción. Demasiada litros de imaginación, me he dicho, para recrearla. ¡Ni con mil enciclopedias podría levantar semejante empresa! La vida se borra, las épocas, más.
El panorama a las 4 de la tarde es ciertamente desolador. Me ha recordado las peores estaciones de autobús de Andalucía. Málaga, Sevilla, Jaén. ¡Un asco, vaya! Todo el inframundo vaga a esa hora improductiva dando bandazos como náufragos sin agua donde ahogarse. Los cafés “solos” abundan en todas sus variedades; cortado, con leche, manchada. Una petarda solitaria, en la terraza de una cafetería de muerte, con un viento cojonero azotando las sombrillas, removiendo sus vísceras mientras vierte un sobre de azúcar. Más allá, un viejales sentado en un banco, con la cara más arrugada que la bolsa escrotal de un neonato, mirando al confín de una papelera descolgada de una farola. Un paquete de Cheetos, volando, vacío, sin sentido. Una pureta fumando un cigarrillo, entrando en la Farmacia. Un gato sobre un contenedor, con la cara echa un ocho, como si se acabara de despertar.
¡La movida de los 80! ¡Que hostías!
He pasado tres cojones del tema y me he puesto ha pensar en Celine. En Louis Ferdinand Celine.
Acabo de terminar aquel su segundo libro, “Muerte a crédito” que se publicará allá por el 1936, después de su gran éxito, “Viaje al fin de la noche”. Me ha gustado más que “Viaje…” sin duda. Y eso que normalmente no me suelen hacer demasiado tilín las biografías de infancia. “Por el camino de Swan”, casi vomito. “Espera a la Primavera, Bandini”, tuvo un pase. “La senda del Perdedor”, intensilla. Pero ante “Muerte a crédito” me descubro. No volveré nunca más a dudar del viejo Ferdinand, ni aunque hubiese escrito 20 tomos de panfletos antisemitas. La prosa de Celine está en otra dimensión. Sencillamente, no hay nadie como él.
La mayoría de los grandes escritores no tienen otro igual, se podrá decir. No lo tengo tan claro. En jazz hay cantidad de grandes músicos: Miles, Coltrane, Parker, Él Duke… pero nadie tan potencialmente singular como Thelonious Monk, por ejemplo. Celine, a su manera, hace música monkiana. Retuerce el lenguaje coloquial, de la calle, hasta extremos tales que la violencia de su significado intrínseco rebasa por derecho propio el recipiente de la materia significante. La palabra celiniana es un golpe, a la manera de Nietzche, cuando se proponía filosofar a martillazos.
El espectro jergal que maneja es lo suficientemente amplio (y si no ya se encargaba él de inventárselo) como para permitirle desarrollar toda la gama de colores musicales necesaria para arrebatar la atención del lector en cada página.
En Celine no importa tanto lo que cuenta como la forma en que lo cuenta. No importa tanto que el hecho descrito se ciña a su realidad autobiográfica como que el pasaje esté atravesado por el filtro de su poderosa capacidad de invención.
Un portento de una lucidez que asusta, y de una sensibilidad y una humanidad que se ve dilapidada una y otra vez por el sanbenito del colaboracionismo nazi. Es cierto que estuvo pringado en el tema, pero eso es algo que ya está más que machacado. Él solo quería salvar la vida. Como lo hace el Ferdinand niño de “Muerte a crédito”, asediado constantemente por la opresión de un mundo desquiciado, tanto familiar como laboral, como en su conjunto, vital. Un ser demasiado perfecto para vivir pacíficamente en un ambiente irrespirable. ¡Qué se podía esperar de una naturaleza así! Que se retorciera, como las bestias, sobre sus redes. No más.
Sigo avanzando, entre las calles muertas, de esta ciudad muerta, a esta hora muerta. Nada, ni un pizca de inspiración. Ni un mojón torcido en la acera que pisar, ni un coche presto que me atropelle.
Hoy no va a ocurrir nada, no hay manera. Voy a entrar en el SPAR a comprar algo. Yo que sé: Atún, pan Bimbo, naranjas, tranchetes, mantequilla y… orégano.
ORÉGANO.
PARA QUÉ COJONES QUERRÉ YO ORÉGANO…

domingo, 18 de marzo de 2012

Cap. 18: BOULEVARD St GERMAIN-LA CLOSERIE-LA NADA

-Africano-

Regresamos a la otra orilla del Sena.
El circuito turístico había finalizado. Íbamos caminando por el Boulevard St Germain, entre la marabunta, vagando sin rumbo determinado. El comercio rebosaba de actividad a esas horas. Bolsas, tarjetas de crédito, cráneos, alarmas, uñas pintadas, niños, farolas, ruedas, botellas, palabras, pasos de cebra, escaparates, terrazas, cámaras, helados, cigarrillos, iglesias, bancos, alambres, cascos, zapatos… piernas, pies enfundados en zapatos claqueteando sobre el cemento. Como hace dos, tres, cuatro siglos… espadas, sacerdotes, soldados, carruajes, cloacas, cerveza sin fermentar, sopa de ajo, prostitutas, pintores, arlequines, sombreros, paraguas, corsés, guantes, pistolas, cartas, saludos, contratos… y carne. Igual hoy que ayer. Carne. Litros de carne cuajada entre las membranas del tiempo. Toneladas de ojos ciegos corriendo a toda velocidad por las autopistas del subsuelo. Bocas sedientas, fracasos anunciados. El día y la noche sucediéndose como una atracción de feria… y solo la carne fluyendo, irracional, por los canales inmaculados del olvido… LAS CALLES, LAS AVENIDAS, LOS BOULEVARES… historia de la urbe sobre las cenizas de la tierra. Y ni un alma vuelta de espadas. Todos mirando al frente, indiferentes al cadáver frío sobre el que iban caminando, apoquinando a crédito… una factura que nunca tendrían la oportunidad de pagar.
Penetramos por un pequeño túnel que conducía a una calle peatonal. En una especie de encrucijada, dos brasseries y una heladería formaban un gracioso espacio familiar y sereno. Pedimos dos gin-tonics. Por primera vez en todo el viaje, una copa en condiciones; esbelta, fría, bien cargada. Nos la echamos a la garganta y disfrutamos de nuestras últimas horas en el mundo. La calle estaba cayendo, lentamente, como en un mal poema de amor.
Tomamos una copa más y volvimos al Boulevard. Pasamos de nuevo frente a Les Deux Magots y al Café de Flore. Enfrente, me señaló Clara, se encontraba otro de los lugares donde Hem alternaba; Brasserie Lipp. Lo miré y me quedé frío. Estaba harto de toda aquella mitología literaria, mohosa, calcinada. Aquellos sitios estaban muertos. Llenos de gente muerta. Apestaba a podredumbre. El aire parecía enquistado en las paredes del espacio. Paris había sido tan grande que la mierda contemporánea no había tardado ni medio siglo en adherirse a su piel como una gonorrea. En aquellos lugares de poder solo medraba ya la escoria cotilla del mundo globalizado. Si por ellos hubiera sido, y les hubieran dejado, habrían sido capaces de follarse hasta el cadáver criogenizado de Napoleón Bonaparte.
Paseábamos uno junto al otro, cuando empezó a caer la oscuridad. Nos paramos junto a un mendigo que tenía un par de gatos muy sociables. Clara jugueteaba con ellos mientras yo miraba al desconocido avergonzado. No sabía por qué, pero no me sentía a gusto dentro de mi propia carcasa. Lo veía allí, despojado de toda responsabilidad, libre, con sus mininos, en la capital de Europa, descomponiéndose con dignidad.
¡Qué iba a ser de mí!
No había mucho que pensar al respecto. Nos despedimos de aquel muchacho amablemente y buscamos una boca de metro cercana.
Íbamos a despedirnos a lo grande, qué coño. La Closerie des Lilas. Rumbo al 117, Blvd du Montparnasse.
Estábamos llegando cuando empecé a oír, como un murmullo, los cadenciosos arpegios de un piano. Era jazz, no cabía duda. Era pequeño y sencillo. Swan Bar, se llamaba. Por el camino de Swan se llegaba al corazón de París, si Proust no era un jodido embustero. Miré el cartel de precios y actuaciones. Un trío; piano, contrabajo y saxo. Tocaba a las 9. Debían estar ensayando.
Me moría de ganas por entrar. Pero era la última noche.
Nos sentamos en un banco cercano, mientras hacíamos hora para ir a cenar. Era la última noche, sí. “Poemas de la última noche de la Tierra”. Sin ningún motivo, pensaba en Bukoswki y en ese libro que nunca llegué a leer. ¿A qué se refería?
Miré a Clara.
Lo decidí. El jazz podía esperar.
Nos levantamos y fuimos directos a la terraza de la Closerie. Estaba hasta la boca. Uno de los camareros habló con Clara. Había que esperar. Pedimos un par de copas de vino y nos obsequiaron con unos aperitivos. Nos acurrucamos junto a una pequeña barra que soportaba sobre sí un enorme bogabante. Observé el panorama. Estaba exento de turismo. Era extraño. ¿Qué tenía la Closerie que no atraía al lumpen? Era un misterio. Pero mejor así. La mayor parte de la clientela era autóctona. Viejales, pero de la casa. El lugar de tertulia de las mentes más maravillosas del planeta había sucumbido en un burdo Café Gijón a la francesa. Olía a abogados y fiscales, funcionarios del estado, directores generales y notarios.
También algunos comisarios de exposición, miembros de la academia o catedráticos se pavoneaban por allí.
Apestaba a institución.
Todo se lo llevaba, el mainstream. No había metro cuadrado donde uno pudiera plantar el pie donde no estuviese aquella hidra al acecho. Lo mejor era olvidarlo todo. Lo mejor era seguir, sin mirar a los lados. Lo mejor era esperar; esperar a que algún hijo puta levantara su asqueroso culo y se marchara en su lujoso automóvil. Lo mejor era beber. Vaciar la copa. Pedir otra. Seguir bebiendo. Y los minutos pasando. Quince. Treinte. Cuarenta y cinco minutos. Y ellos allí, aún, todavía, jalando, riendo, enseñando los dientes. Aquello era el espíritu redivivo de la gilipollez. Un montón de farsantes, un conglomerado de meado ensangrentado, un…n…
—Ya tenemos mesa…
A quién quiero engañar. El sitio era cojonudo. Elegante, señorial, burdeo. El vino estaba que te cagas. Los camareros eran profesionales como la copa de un pino. Era maravilloso nadar con fruición entre tanta mierda.
Nos llevaron a un lateral de la terraza que estaba techado y separado del resto. Un pasillito muy cuco. No se podía fumar, me cago en la leche. Pero estábamos bien, romanticones. Velitas y todo.
Pedimos una botella de vino de nombre impronunciable, unos entrantes y un par de platos de cuyo nombre no puedo acordarme. Daba lo mismo.
—Ya se acaba.
—Sí, se acaba.
Silencio.
—Estoy cansada, ¿tú no?
—Lo estoy… lo estoy. Sí… lo estoy. Es raro, sí. Es rarísimo, pero quiero volver ya a casa.
—Yo también estaba pensando lo mismo.
—Pero el vino está bueno, ¿verdad?
—Sí, me bebería cien botellas si fuera interminable la noche.
—Sí… ya creo que sí.
Terminamos de cenar y nos entramos al piano-bar. Había buen ambiente. Era calido, estar allí. Los espejos, la leve oscuridad, los sillones burdeos, las botellas verdes, rojas, amarillas.
Pedimos un par de copas. Yo Southern. Clara continuó con el gin.
Junto a nosotros, un grupo de tres personas hablaba español. Más bien mexicano.
Pedimos a uno de ellos si podía hacernos una foto. Accedió. Empezó a hacer el payaso haciéndose fotos contra el espejo, pero de forma muy simpática.
—¿De dónde sois, amigos?
—De Ceuta, España.
—Ah, bueno. No lo conozco.
—Yo México tampoco.
—Jaja. Sí, que bueno ¿no? ¿Y como que vinisteis a Paris?
—Vendí mi coche, y ya ves, aquí estamos.
—¿A qué os dedicáis?
—Él abogado laboral y yo profesora de historia (en el dique seco). ¿Y vosotros? Eso ¿De dónde sois? ¿En qué trabajáis?
—Somos del Distrito Federal. Ellos son amigos que vinieron a visitarme. Yo trabajo en una empresa petrolera. Soy químico. Ahora recién llegué de Libia y coincidió con la visita de mis amigos… y ya ves… estamos celebrando. ¿Les gustó Paris?
—O sí, desde luego.
—A mí me encanta, adoro vivir aquí. Pero ya sabes, mi trabajo es de mucho viajar, no paro mucho rato en un sitio. En fin. Este trabajo puto tiene su recompensa.
—Menos da una piedra.
—Chicos, un placer, volvemos a casa. Que lo pasen bien bonito.
—Hasta la vista, y gracias por la foto.
Clara y yo, como solíamos hacer, nos miramos. No pudimos por menos que descojonarnos. ¡Benitos desgraciados estábamos hechos! ¡En una petrolera! ¡Por dios! Nuestra risa era la imagen viva del miedo. Los dos en paro. Sin futuro a la vista. En Paris si un penique, y el dinero del coche definitivamente invertido, sencillamente en placer. Nos daba igual. Era la última noche en Paris. En la Tierra. Los últimos poemas.
Pagamos y salimos al Boulevard.
Estábamos algo borrachos. No como aquella mañana en Florencia, pero lo suficiente para darle a nuestro rostro trágico esa pizca de felicidad.
Avanzábamos; a lo lejos la oscura boca del metro.
A dónde iríamos. A Montmartre. A Ceuta. A dios sabe dónde.
No había manera de saberlo. Esto íbamos pensando, como dos turistas ebrios caminando sobre las ruinas.

jueves, 15 de marzo de 2012

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO




- La Dama de las Camelias -

Me enamoré como un tonto. Aquella historia de amor no podía ser, y sin embargo me enamoré. Supongo que a todos nos ha pasado; quien más quien menos se ha enamorado alguna vez de quien no debía.

No sé cómo pude llegar a aquel extremo. Todos me lo advirtieron. Mis padres se oponían a aquella relación, decían que era vergonzoso, que no sabían qué veía yo en aquella chica escandalosa, que iba a traer la ruina a la familia.

Mis amigos decían que me había cambiado. Mi ánimo iba del entusiasmo a la melancolía con demasiada asiduidad; igual andaba yo todo revolucionado que taciturno y distraído y ya no era el mismo. Decían que antes yo era un chico alegre, despreocupado y divertido y efectivamente todo eso había cambiado.

Nos separaban muchas cosas; la edad, la educación, las costumbres, incluso la distancia pero yo no vi ningún impedimento en todo eso y no dudé en trasladarme a París, a dos manzanas de su casa, y empecé a vestir y a comportarme como un caballero distinguido y elegante con tal de satisfacer los deseos de la que sería mi amante.

Al principio parecía tan perfecto... aquel amor era tan ideal, tan puro y bello que no me lo podía creer y pronto empecé a sospechar que tenía que haber algún penoso inconveniente oculto. Que no podía ser tan bueno. Cuando estaba junto a ella todo era tan natural, tan fácil y sencillo que no podía creer que fuera cierto, y seguí buscando el cabo suelto. No me consideraba digno de semejante amor. Imagínense si estaba ciego.

La vida me hacía el más hermoso regalo que nadie me hiciera nunca desde que mi madre me diera la vida misma y yo no podía aceptarlo porque no creía merecerlo. Pero ella parecía poder cambiar también aquello y en dos semanas pasé de ser un aspirante a poeta a ser el poeta de Palacio y de la Corte. El Poeta Imperial que cantara las glorias de su época.

Fueron los días más hermosos de mi vida. Dejé de ser el trobador urbano que con la gorra ligeramente inclinada a un lado en los parques nunca se atrevía a rapear, al lírico culto y erudito que ayudándose de un bastón luce un impecable frac y bajo un enorme sombrero de copa se deja ver del brazo de una dama por los palcos de la ópera.

Lo que se dice un imbécil, en términos etimológicos, del latín in baculus, el que necesita de un bastón para valerse, un bastón que no era otra cosa que dinero, que se acabó pronto, porque no era fácil mantener aquel estatus, y no era barato. El hermoso espejismo duró poco y se desvaneció en cuestión de segundos.

Pronto sería otro el caballero que andaba del brazo de la Dama de las Camelias por los salones parisinos más de moda. Porque ella era una chica complicada. Una relación agitada, tormentosa. Un amor de adolescencia.


LEVANTA




Levántate de la cama

Pero no oigas nada, ni nadie que hable

Sobre intereses que no te invaden

Solo escucha el canto de la mañana

En mitad del bosque

Disfruta el silencio, el de verdad,

El que nunca se calla.


- INMA -

lunes, 12 de marzo de 2012

AS: Pére Lachaise

-Africano-

Cogímos el metro en la parada de Jeurés. La comitiva paró en Colonel Fabien, Belville, Couronnes, Ménilmontant…y, finalmente, en Pére Lachaise.
Pedimos en la entrada un mapa. Estaban agotados. Tiré de tecnología y saqué una foto del croquis numerado que colgaba de un panel. Había que ir a lo seguro:

Chopin; distrito 20, nicho 11.
Jim Morrison; distrito 30, nicho 6.
Apollinaire; distrito 91, nicho 86.
Proust; distrito 90, nicho 85.
Oscar Wilde; distrito 83, nicho 89.

Ya teníamos marcado el itinerario.
Estaba animado, el cementerio. No éramos los únicos adoradores de gusanos que se acercaban por allí aquella tarde. Leí en el algún sitio que Pére Lachaise era la tercera atracción turística de Paris tras la Torre Eiffel y el Louvre. Me ponían los cementerios. Pére Lachaise eran palabras mayores. Hacía tan buen día que daban ganas de sentarse a tomar un picnic sobre las tu
mbas. Olía a romanticismo, del bueno. Mientras buscábamos a Chopin, vimos algunas lápidas atractivas. Entramos en la calle de los músicos. En una, sobre la lápida, un violín de hierro forjado descasaba sobre el pecho de su silencioso dueño. En otra, una partitura gigante cubría con sus notas el cuerpo entero de la piedra. Era graciosa, la calle esta. También, un japo, músico también, descansaba por allí, como un agujero negro en medio del espacio, misterioso, absurdo.
Vimos a un grupo de guiris montando tertulia ante una escultura. Se trataba de la de Chopin. El monumento funerario estaba rematado por la estatua de una bella diosa. Esta portaba un arpa sobre sus piernas, al tiempo que ladeaba la cabeza en profundo gesto melancólico. Una vieja a mi lado gimoteaba desolada. Para cruzarle la cara…vamos.
Ballade F Moll Op.52 sonaba en mi cabeza mientras observaba el descanso del genio de Varsovia. Era una tarde suave, amable, de pura ensoñación. Perfecta para el suicidio.
Dejamos atrás a aquellas chochas de conservatorio y nos fuimos en busca de Mr. Mojo Risin. Era un momento importante, este, para mí. Fue alrededor del año 2004 cuando vi por primera vez The Doors, la película, y la primera vez que tenía noticias de Jimbo. Al final del film, aparecían una serie de imágenes de Pére Lachaise. La cámara gambeteaba entre los nichos, hasta dar con el busto del cantante; altivo, con la mirada hierática de los dioses, como la del mismísimo Dionysios. El busto ya no existía. No pasaron mucho años desde su muerte para que un grupo de soplapollas, fanáticos de la banda, lo arrancaran y se la llevaran a casa. Se da que se montaban buenos pitostes en el aniversario de su muerte. Orgías, drogas, sacrificios…todo tipo de locuras. Las autoridades prohibieron la celebración de cualquier tipo de evento y decidieron chapar todos los años la morgue por esas fechas. La verdad que levantaba pasiones, este, el Morrison. Un grupo, el doble que el que estaba ante el mármol de Chopin, permanecía clavado al borde de unas vallas metálicas. No había duda. Ahí estaba. Incluso el árbol, el de la película, el que sale lleno de pintadas tipo “Jim quiero tu polla”, “I wanna fuck you, Morrison”, “ڦڸڭڠڜږڋڟ ڳڷۺۻۼۓ”, “בגדההוטךץםמ כאבגדה”… estaba allí. Podía oírlo: Sun, sun, sun, burn, burn, burn, soon, soon, soon, moon, moon, moon... I will get you... SOON! SOON! SOON!... I´m the Lizzard King...I can do anything… Me encontraba ante la tumba de mi dios juvenil favorito. Un par de hippies, a un metro de nosotros, se encalomaban un petardo doble de kenke. Arrea la virgen…
la tumba de Jim tenía hasta segurata. Invitó cortésmente a los dos nostálgicos a que apagaran el cigarro de menta.
No lo dejaban ni bajo tierra, al Jim; igual que pasara con Baudelaire, infectado por el virus de la fama eterna.
La peor parte se la habían llevado los difuntos de alrededor. No había piedra que no llevara su nombre, ni trozo de césped que no estuviese arrasado por las quemaduras de las colillas.
A ver que huevos…me encendí un piti yo también. Era de gilipollas, eso, lo de estar flipando ante un boquete mal cerrado de cemento. Pero en el aire algo cruzaba. Un respeto. A todos los capullos que estábamos allí, en algún momento de nuestras vidas, el cantante de The Doors nos había significado algo. Todos habíamos jugados a ser él. Pero no éramos él. Éramos los que lo mirábamos, a él. El dormía entre los dioses. Por estadística, todos, sin excepción, estábamos destinados a pudrirnos en el camposanto de nuestros pueblos. La inmortalidad. A la mayoría nos la había traído floja que nuestros padres nos dijesen que teníamos que ser alguien en la vida, estudiar, tener un trabajo, hijos. Así estábamos, sin trabajo, casi sin estudios y sin hijos, por habernos pasado la mitad de la juventud drogándonos como memos para parecernos al cadáver que yacía bajo nuestros pies. Hasta los gusanos que reptaban entre sus huesos podían considerarse más afortunados que nosotros. Unos con estrella y otros estrellaos. Al menos estábamos vivos. Miré a mi alrededor. Un tipo se me quedó mirando. Sí. Lo estábamos. Por poco, pero lo estábamos.
Seguimos la senda en busca de Proust y Apollinaire. Por el distrito 90 y 91 no había mucha peña. Estaban todos haciéndose pajas con Edip Piaf, seguramente. No había manera de encont
rar a Proust. El muy puto, andaba en busca de nuestro tiempo perdido. Junto a nosotros, otra pareja, parecía buscar algo también. Parecíamos cromos repetidos. Cuantas veces se habría producido esa misma situación. Pareja, vacaciones a Paris, chico o chica fanático de la literatura, chica o chico que hace caso a chico o chica para ir de visita al cementerio. Chica, chico, chica…buscando a un chico que no conoce ni su padre entre un montón de muerte y putrefacción. Tenía la magdalena de Proust pegada al cielo de la boca. No había manera, oye. Al final, nuestros clones lo encontraron. Esperamos a que se largasen para tirarme una instantánea. Era bonita, la tumba del Proust. De mármol negro, y con su nombre, PROUST, en dorado. Una monada. Aún no me había terminado “Por el camino de Swan”, pero me gustaba, sobre todo la parte del Swan en París, con su afectación, haciéndole la corte a todas las pájaras. La infancia de Proust me la traía al pairo, era un mimado, de los mierdosos.
No muy lejos de allí, localizamos a Apollinaire. Sobre la piedra, grabados, algunos de sus famosos caligramas. Otro genio de la leche, en el mismo recinto. Era una pasada, lo que había allí, los huesos tan famosos, los jirones tan legendarios, la peste más adorable del planeta. Dos chavales, a nuestro lado, también lo miraban. «Menuda mierda, los caligramas» dije. De pronto los chavales empezaron a hablar en español. Como siempre, metiendo la gamba. Me había leído una antología suya, con una traducción espantosa. Un día, una tarde, en Granada, me lo llevé a un bar para leer. Conforme leía, bebía y conforme más leía, más ganas de beber me entraban. Era un horror, no había Cristo que se enterase. Pero era un genio, eso decían. El padre de las vanguardias o algo así. El auténtico revolucionario. Para parecía que no mucha gente se acordaba de él.
La tarde estaba cayendo. Teníamos que darnos prisa. Antes de salir, había que ir a ver a Wilde. No quedaba lejos de la salida. Como no, este gozaba de más fama. Su descanso eterno había sido diseñado por un subnormal convencido. La tirada de moco era excesiva. Una e
specie de ángel exterminador, que más bien parecía el logotipo de una marca deportiva o de una petrolera, del tamaño de una furgoneta. Estaba inundada de besos, la escultura. Se respiraba casi el mismo fervor que en la de Jim Morrison. También me temblequearon las bolas al presenciarla. Le había dado bien duro en la universidad, a casi todo: “El retrato de Dorian Grey”, “La importancia de llamarse Ernesto”, “De Profundis”, “El fantasma de Canterville”, “El Gigante Egoista”… todo de muy alta factura. Una delicia. Triste historia la de Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde. El Juicio, la cárcel, la huída a Paris, el Hotel, el jamacuco…y al boquete. Mirando aquello, me sobrevino. El pánico.
«Vámonos de aquí» le dije a Clara. «¿Qué?» «Que si nos podemos ir, estoy harto de tanto muerto» Dicho y hecho.
Se me había abierto el apetito. La verdad, viendo la mierda escultura que le habían dedicado al viejo, se me habían quitado las ganas de morir en Paris. Ni en un cochambroso hotel. Quería comer. Cenar algo rico, con un buen vino.
Lo que se dice vivir.

domingo, 4 de marzo de 2012

AS: Belville

-Africano-

Cogí mi sándwich y mi coca-cola y salí a la terraza. Me encontraba en la Place du Palais Royal, había quedado encontrarme con Clara en la salida del metro. Desde allí podía ver la imponente fachada del Louvre. Saqué mi libretita e intenté dibujarla para entretener la espera. Me estaba saliendo un churro patatero. Lo dejé. Me dediqué a observar el panorama. Era la hora punta. Coches, viandantes, policías de tráfico, semáforos, alcantarillas, carteras de piel, gafas de sol, polución, prisas… Empecé a sentirme de maravilla………LA CIUDAD………….hacía un día claro, luminoso, vital. En ese momento todo era cotidiano, pura rutina. Tenía la sensación de hacer aquello todos los días, era normal, estar allí.

Después de veinte minutos Clara apareció. La vi salir de la boca de metro, mirando a uno y otro lado intentando dar conmigo. Levante ambos brazos y empecé a hacer molinillo. Me vio. Mientras se iba acercando, la situación se volvía más familiar. Habíamos quedado, como si cada uno hubiese salido de su casa. Nos dimos un beso y nos quedamos mirándonos.

—¿Has dormido bien?

—Mucho.

—¿Qué toca ahora?

—Belville.

—Saca el mapa.

Belville estaba un poco a tomar viento. El viaje en metro resultó algo pesado. Tuvimos que hacer varios transbordos hasta llegar a nuestro destino. Nos bajamos en la Place de la République. Callejeamos siguiendo las indicaciones del mapa y nos dimos de bruces con uno de los extremos del Canal St-Martín. Tenía interés por saber como era la vida en Belville. Se decía que era el nuevo Montmartre, la nueva zona bohemia de la ciudad. Había algo que impedía el crecimiento de este tipo de zonas en lugares como Paris o Nueva York. En el momento en el que se ponían de moda, el precio de los alquileres se disparaba, lo que provocaba la deserción de todos aquellos que habían convertido la zona, por ser esta pobre, en un lugar de interés cultural.

Por lo visto en Belville ya estaba sucediendo. Todos los snobs de la ciudad trasladaban su tontería al barrio, lo que les daba ese aire alternativo, de estar a la última, necesariopara tirarse el moco en reuniones de tres al cuarto.

Tenía cierto encanto, Belville. Paseando junto al canal podías encontrar universitarios leyendo libros, bebiendo litros, fumando porros o comiéndose un bocadillo. Era agradable. Los edificios que rodeaban el canal eran más bien feos, sucios, como un barrio madrileño de los setenta. Pero era un sitio donde se podía vivir.

El cáncer que estaba empezando a carcomer Belville podía apreciarse en sus establecimientos. En los bajos de un edificio en ruinas podías encontrarte con una tienda de decoración artística, en la que el cachivache más barato era el pomo de la puerta. Dependientes con aires de moderno, intelectualoides, pasaos de mundo, que seguramente habían estudiado en Munich, fumado hierba en el Sacromonte, follado en una playa de Cerdeñay bebido té en Marraquech.

Conforme íbamos cruzando calles me sentía más asqueado. No había alma. Belville no era ni la uña encarnada del pie de Montmartre. En Montmartre aún el aire olía a violencia. Olía a prostitución, pillaje, asesinato, pobreza, desesperación, indigencia, creación…aunque ya no fuera así. En Belville olía a universitario VISA ORO y a hippie desnutrido. El BO-BO; el boheme-bourgeois. Era no más que otro proyecto artificial de levantar algo auténtico sobre una base falsa. Los grandes núcleos creativos de la historia surgieron de la forma más natural, por sí solos, en espacios largos de tiempo, por los motivos más insospechados y siempre unido estrechamente a la marginación. Belville resultaba tan amable a la vista que daban ganas de abrazarlo. Le faltaba ese algo. No había forma de imaginar que por aquellas calles pudiese estar vagando en ese momento el nuevo Tolouse-Lautrec. Vamos, ni de coña

.Buscamos un sitio para comer. Ninguno nos convencía demasiado. Hicimos un par de amagos para sentarnos en un par de terrazas pero en todas nos decían que la cocina estaba cerrada. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Finalmente nos sentamos en una brasserie. Estábamos sentados uno enfrente del otro, en la terraza. Clara cogió una silla y la puso entre los dos, para dejar el bolso. Enseguida, un gordo grasiento que comía junto a otras personas dentro del establecimiento se dirigió a nosotros en un desagradable tono francés. Clara intentó comunicarse con él en inglés. El camarero se acercó. Nos señaló la silla y nos hizo un gesto negativo con el dedo. Por lo visto no querían que esa silla estuviese allí. El gordinflón se dirigió al camarero en español; eran argentinos.

—¿Qué dicen?

—Yo que sé, no se enteran de nada.

Ya me habían tocado los cojones.

—Se da el caso, muchacho, que me entero de todo.

Se quedó blanco como la leche cortada. Miró al gordinflón, que por lo visto era el dueño del local, sin saber que hacer. Este volvió a hablarnos, esta vez en la lengua de Cervantes.

—No podéis poner la silla ahí, está prohibido.

—De acuerdo, eso es comprensible. Pero no es necesario hablar con tan mala ostia.

Empezó a dirigirse al camarero de nuevo en francés; parecía estar dándole una somera bronca por el patazo del comentario. Volvió a dirigirse a nosotros.

—Es que está prohibido.

—Clara, vámonos de este cagadero.

Clara cogió su bolso y nos levantamos. Se quedaron mirándonos como auténticos gilipollas perdidos.

Finalmente compramos algo de comer en un libanés. No sabía muy bien lo que habíamos comprado. Una especie de pollo mezclado con mil millones de especias y una ensalada.

Decidimos volver al canal, para comer allí.

Junto a nosotros, un grupo de jóvenes estudiantes, de una residencia cercana, parecían celebrar algo. Había cervezas y comida, sana amistad, juventud y estupidez. Catamaranes turísticos cruzaban el canal con lentitud, esperando la subidas y bajadas del nivel de agua, aguardando pacientemente el paso del que venía en sentido contrario.

La visita a Belville estaba acabando.

Me sentí extrañamente viejo.

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO



- El Jugador -

A este notas lo conocí en el casino de un hotel. No sé qué hacía un muchacho de dieciséis años revoloteando en aquel lugar - alguien debió de invitarme a abandonar el local - pero allí estaba yo aprendiendo las reglas del juego.

Necesitaba desesperadamente un maestro, un guía, un referente, y aquel era el hombre. Tenía porte, intuición y buena suerte, todo lo que un jugador necesitaba para ser el campeón, que es lo que quiere ser un adolescente.

En la mesa se comportaba de una manera diferente al resto de participantes. Permanecía impasible frente a la ruleta mirándola fijamente mientras ésta giraba, de una misteriosa manera, como si tratara de concentrar toda su energía en conducir la bola hasta el casillero elegido; y a veces lo conseguía.

Entiéndanme; el que juega a menudo gana de vez en cuando, y si esto ocurre el agraciado suele alegrarse y se siente afortunado. La primera expresión es de sorpresa, de asombro, y rápidamente, tras un brevísimo instante de incredulidad, sucede un gesto de exclamación, de agradecimiento, de alegría al fin y al cabo. Pero este señor no ganaba, verificaba que se había producido el supuesto que le daba la victoria, y apenas si dejaba asomar a la comisura de sus labios una mueca de satisfacción, como el que ha hecho un buen trabajo, y después sonreía comedidamente a los que estaba desplumando como un político a los contribuyentes.

Aquella noche se llevó toda la pasta que había sobre la mesa y al día siguiente volvería a jugársela y yo estaría ahí aprendiendo, viendo cómo lo hacía. Un amigo mío se había comprado un scanner (uno de los primeros que vimos por el pueblo) y yo le pasé mi DNI para que modificara la fecha de nacimiento y me hiciera mayor de edad, por si los de seguridad decían algo.

Me colé en el hotel y me planté en la barra de la sala de juego esperando a ver si bajaba el colega. Entretanto me pedí una cerveza. El camarero me preguntó que si tenía edad de tomarla. Le dije que tenía una copia del carnet de identidad en la cartera, que podía mostrársela. Me dijo:

- da igual chaval, no importa.

Pronto bajó el notas. Iba con una chica. De lejos parecía guapa y elegante, toda una dama. Lo que luego tuve ocasión de comprobar observándola más de cerca. Era siempre tan correcta, amable y atenta, y se notaba a leguas que el colega estaba completamente pillado por ella porque era lo único que desviaba su atención de la ruleta.

De hecho aquella noche perdió dinero; en cambio ella se fue a la cama con las manos llenas. Luego me enteré de que nuestro amigo estaba asediado por las deudas y aun así siguió jugando, mantuvo la compostura, porque creía que era la única forma de recuperar su fortuna.

Creo recordar que al final lo perdió todo, incluso la chica, que a veces le miraba curiosa mientras él apostaba su renta de esa manera tan seria, concentrando toda su energía en la pelotita - la dichosa pelotita -.

viernes, 2 de marzo de 2012

AL CAFÉ


-NOÉ-

Dice un proverbio turco: El café ideal es negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel y suave como el amor.

Si tuviese que comparar este invento con cualquier otro diré que ni siquiera la bombilla se le acerca.

A diferencia del tabaco, a los que no gustan de este caldo, gusta su olor. Y como yo digo: que mejor despertar que el bofetón dulce del café.

Recomendaciones mínimas: solo doble. Si no ves el azúcar es que no hay. No compres más.

Recomendaciones optimas: cigarro y papel suave seda de combate.