Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







martes, 3 de julio de 2012

Sí, me gusta más Iribarren que Picasso



-Rubén Casado Murcia-



Eran las 2:24 del medio día y ya me encontraba con un pie en ristre apuntando hacía la puerta. Una de mis compañeras se paseaba entre las mesas regando mustias plantas de oficina, mientras otro, unos metros más allá, trajinaba con el móvil.
Las 2:27.
«Me cago en dios», repetía para mis adentros. Se acercaba la hora. El aire acondicionado seguía con su runrún diabólico y en mi cabeza solo existía ya la puerta, la calle, el barco…
el mundo.
Defecando obleas tomé el Paseo de la Marina y subí por la cuesta del Sindicato. Entré en casa como una exhalación, solté las alhajas sobre la mesa y recogí los últimos bártulos. Llamé a Clara:
—¿Dónde?
—¿En casa de mi madre?
—¿En casa de tú madre?
—Sí.
—¿Qué haces en casa de tu madre? ¡Perdemos el barco, hostias!
—Ya bajo.
—Baja… voy subiendo… ¡Joder!
            Nos encontramos en la plaza de los Reyes y cogimos un taxi. El barco salía a las 3 y media.
Bien.
Las 3. Íbamos bien. Coño si íbamos bien. Iba a salir de aquella cloaca durante un par de días. No podía estar mejor.
            —Mi padre me ha preguntado que a dónde íbamos.
            —¿Y qué?
            —Pues que se ha quedado desencajado.
            —¿Y eso?
            —Le he dicho que íbamos a Málaga a ver a un poeta que te gusta. Ha puesto cara de oler mierda y ha soltado una risilla. No lo entiende…
            —Qué coño va a entender… a tu padre le gustan las conchas finas.
            —¿Qué tiene eso que ver?
            —Nada. Lo mismo que yo con él.
            Bajamos del Mercedes del 78 y fuimos a por los billetes. Las 3:20. Todo iba perfecto. Sobre jodidas ruedas. Ya estábamos dentro. Cruzamos el largo pasillo. Picaron los billetes.
Entramos en el barco.

Tomamos el bus de las 4 y media dirección Málaga. Allí nos encontramos a Isa, una amiga de Clara. Le dijo que íbamos a Málaga, a ver a un poeta que me gustaba. Intentó responder de forma natural, Isa, la chica esta, pero finalmente decidió cambiar de tema. «Otra a la que le gustan las conchas finas», pensé. Le hice prometer a Clara que no volvería a comentar con nadie más del autobús el motivo de nuestro viaje.
POESÍA. Puuuuffff. Eso es lo que pensaba la gente de la poesía. Coñazo, aburrimiento supremo, ensimismamiento, lagrimeo, baba, romanticismo manido… mariconada, en suma. Lo que pensaba mi suegro, de hecho: «mi yerno, maricón perdido». Pero había que joderse y seguir bailando. Nadie pedía explicaciones, por qué iba uno a esforzarse en darlas.
Cruzamos a velocidad moderada la violación en serie de la Costa del Sol; Estepona, Marbella, Fuengirola, Benalmadena... Una obra de ingeniería comparable al Belomorkanal de Stalin; un ejemplo insuperable de la técnica humana, de como destrozar el litoral de un país sin que decaiga la fiesta durante treinta años.
Llegamos a Málaga sobre las 6 y media. No me gustaba Málaga. Ya había estado un par de veces antes por diferentes motivos. Con mi equipo de fútbol, en la infancia, y en un concierto de Patty Smith, en el Teatro Cervantes, hacía ya unos cinco años. Sin contar el millar de veces que había parado en su desangelada y triste estación de autobuses dirección  Granada en los últimos siete. Cogimos un taxi y nos dirigimos al hotel. Hotel Sur.
Subimos a la habitación 329 y descargamos las maletas. Mientras Clara se duchaba me senté junto al escritorio. Saqué un libro y encendí un cigarrillo. “El doble”, de Dostoievski. Leí un par de párrafos y lo cerré. «¡Virgen, cómo se raya!». No tenía yo cuerpo de Dostoievski. Acababa de terminar “Memorias del subsuelo” y no veía la forma de continuar con el que tenía entre manos. Dos dosis seguidas del ruso no eran recomendables en estos tiempos y menos aún cuando el señor Goliadkin le podía resultar a uno, más que nunca, demasiado familiar. “El oficinista machacado por el peso de la maquinaria burocrática”. Sudores me daban leyéndolo. Ahí llevaba, desde el XIX, advirtiéndolo: «cuidado que os van a joder vivos». Y tanto. De hecho,  lo estaban haciendo de lo lindo.
—¡Rubén!
—¿Qué?
—Baja a recepción a por un secador, no hay.
—Vale, voy.
—Baja, por favor.
—Sí, sí. Que voy.
Bajé a recepción. En recepción, otro señor distinto del que nos había atendido media hora antes se encontraba tras el mostrador.
—Hola, vengo de la 329. Necesito un secador.
—Por aquí debe haber uno… Sí, tome.
—Gracias.
Al subir me encontré con un anciano en el pasillo. No paraba de dar vueltas sobre un tacataca como el niño del Resplandor. Se dirigió a mí.
—¡Oye, chico! Sí… ¿qué pasa aquí? ¡No tenemos luz… no hay luz en este jodido hotel!
—¿Ha metido usted la llave?
—¿Qué llave?
—La tarjeta… mire… sí… Junto a las llaves, ahí en la cerradura. La tarjeta que cuelga…
Al asomarme para mostrarle el invento, su señora, un amasijo de carne con purpureas venas ramificadas a lo largo de ambas piernas, defecaba sentada en la taza del váter sin inmutarse de mi presencia. El viejales insistió…
—¡No hay luz… no hay luz!
—Sí, mire —cogí las llaves e introducí la tarjeta en la ranura. De pronto, se hizo la luz—.
—Ooh, ooh —Alucinaba, en el pueblo no se lo iban a creer. —¡Gracias muchacho, muchas gracias! Abajo no me han dicho nada.
—De nada señor, pero cierre usted la puerta… haga el favor.
Entré en la habitación.
—No sabes lo que me ha pasado.
—¿Qué?
—¿Todavía estás así?
—Hay tiempo.
—No lo hay, nunca lo ha habido.
—El Museo Picasso está cerca, no te preocupes.
—Sí lo hago, hay que localizarlo. Cuando lo encontremos me relajaré.
—Cálmate, no pasa nada.
Cogí el libro de Iribarren, “SEGURO QUE ESTA HISTORIA TE SUENA” y lo abrí por la mitad. No tenía ganas de leer, realmente. Solo quería que el tiempo pasara. Me comían los nervios. No sabía el por qué. Era absurdo. Solo era un recital de poesía. Empecé a divagar. «¿Por qué me he traído el libro? «Un autógrafo, ¡vaya estupidez!» La verdad que no me veía haciéndolo. Nunca lo había hecho. «¿Para qué quiero yo un autógrafo? Valiente tontería.» Estaba seguro de que acabaría haciendo el ridículo.
Comencé a recordar algunos poemas en los que Iribarren hablaba de admiradores suyos que iban a verlo al bar donde trabajaba o que le pedían poemas para publicar, o que lo llamaban para conocerlo. Estaba claro que no le gustaba que le gente le diese la brasa. A mí tampoco, pero menos me gustaba ser yo uno de los que la daba. No quería ser carne de poema: «El chico se acercó, me pidió un autógrafo, se le cayeron los huevos al suelo y empezó a llorar»; mierda, podía quedar jodido para toda la eternidad. Yo era capaz de meter la pata así, y peor. Era capaz hasta de cagarme encima allí mismo si hacía falta. El doble de Dostoievski me estaba afectando demasiado. La rumia. La comedura de olla. Era una estupidez que estuviese nervioso por algo así, pero lo estaba.
—¿Por qué no te has traído más libros para que lo firmara?
—¿Quieres que piense que soy gilipollas?
—A él le importas una mierda, pensar que eres gilipollas le daría mucho trabajo.
—Toda la razón.
—¿Estás nervioso?
—No.
—Pero si es un poeta…
—La gente va a ver a Cristiano Ronaldo  y no les da vergüenza.
—Es lo que te gusta.
—Piensan que soy un freak.
—¿Qué te importa lo que piensen?
—Nada. Me importa que no sepan lo que pienso yo de ellos.
—Nada bueno.
—… Cristiano Ronaldo, joder.
Quedaban unos tres cuartos de hora para la cita. Cogimos un mapa en recepción y salimos a la calle. Tomamos la Calle Larios y giramos a la derecha. Vimos la torre de la Catedral asomar por encima de los tejados. La tomamos de referencia y fuimos en su busca. Solo había que rodearla y tomar una calle estrecha. De pronto, alguien me llamó por la espalda.
—¿Perdona, vais al recital de Karmelo Iribarren?
—Sí —Cerré el puño—.
—¿Sabéis dónde es?
—Se supone que el Museo está a unos metros de aquí.
—Sí, está justo al doblar la esquina. Pero está cerrado. Hemos mirado detrás y nada.
—Ahh… entonces no sabemos.
—Bueno, gracias. Seguiremos buscando.
Se trataba de una pareja, como nosotros. «Otra adorable admiradora como yo» me dije. Y su novia, otra alma cándida que sacrificaba unas cortas vacaciones para acompañar al lerdo de su novio a oír unos versos. Miré a Clara. ¿Por qué me acompañaba? Era un misterio.
—Te vas a aburrir.
—No lo sé, me gusta verte feliz.
Preguntamos a un camarero de un bar cercano. Según dijo, la poesía comenzaba a las 9. Solían abrir unos minutos antes, por lo visto…
Aún quedaba media hora. Dimos un par de vueltas y nos fuimos a por unas cañas. Entramos en un pequeño gastro-bar. Era lindo, el gastro-bar. Pero a mí no me importaba. No paraba de mirar el reloj. Me bebí la cerveza en dos tragos. Miré a Clara, bebiendo a sorbitos de la suya. Nos dieron menos diez. Y ahí seguía, incólume, su cerveza sin espuma.
—Clara, van a dar menos cinco.
—Tranquilo.
—Estoy tranquilo, pero tu cerveza se está empezando a poner nerviosa. Bébetela, por el amor de Dios.
—Venga, ve pagando.
Regresamos a la puerta del Picasso. Fumamos unos cigarrillos y, ya sí, entramos. Un jardincito muy cuco se extendía en el lateral del edificio. Sillas plegables de madera se alineaban en varias filas. El micro, los altavoces y las luces parecían estar a punto. Tomamos asiento junto a la pareja desorientada que nos habíamos encontrado en la puerta. Les saludé con un leve levantamiento de cejas. A parte de nosotros y la parejita, solo tres o cuatro personas más conservaban aún la luz resplandeciente de la juventud. Me esperaba más frescura. Empecé a otear las manos de la gente. Nada. Ni un mísero libro. No estaba acostumbrado yo a este tipo de eventos. La única experiencia que había tenido anteriormente no me tranquilizaba para nada. Fue en Granada, con Leopoldo María Panero, recitando en el jardín botánico de la Facultad de Derecho. Me tiré cinco minutos interminables detrás de él intentando que estampara su firma en un mierdoso librito por el que me habían endosado 5 euros, los cuales tuve que pedir prestados. Fue tajante: «NO». Y ahí me quede, con aquel libro que nunca leí, con la sensación de haber sido violado. Aún así, no tenía por qué repetirse. Panero, era Panero. Pero Iribarren… no tenía ni idea de como era Iribarren. Su poesía sí. Como persona, ni lo conocía ni lo iba a conocer. Para mí solo existía el mito. Para mí era como ir a ver a Miguel Hernández, pero con una Guerra Civil menos de por medio.
De pronto levanté la cabeza y ahí estaba. Un señor se levantó y comenzó la presentación. Yo, mientras, lo observaba. Era más o menos como lo imaginaba: serio, tranquilo, nada espectacular. Llevaba una camisa a cuadros y un reloj con correa y manecillas doradas, como los que llevaban los hombres que hacían cola en el INEM todos los días al lado de casa. Eso sí, recias patillas anchas y extendidas hasta la mandíbula que le daban a su rostro el matiz necesario para aumentar de tamaño su personalidad. No paraba de darle vueltas al libro. Lo abría, buscaba una página, lo cerraba y lo volvía a mirar. Yo sabía que no estaba haciendo nada, más que trajinar. La presentación era soporífera, tirando del lugar común; la lucha, el laconismo, la sencillez, la urbanidad… etc. En algunos comentarios referentes a su propia biografía soltaba una sonrisilla, una mueca torcida… La cosa era bastante cómica. No sé cómo podía aguantar la risa. Imaginaba estar en su lugar, escuchando tales cuentos literarios de vida y obra y no podía evitar verme descojonándome vivo sobre la nuca del speaker. Como en su poesía, se notaba, en todos sus gestos, que a Karmelo se la traía al pijo. Entre tanto, seguía manoseando su libro. De cuando en cuando un pajarillo cantaba entre los árboles, atrayendo su atención en busca de la fuente del sonido. Era un sitio cojonudo, la verdad. Un jardincito de lo más lindo. Perfecto para echar unos versos al aire. El enclave es que no podía ser más ideal. Finalmente la verborrea interminable acabó y le cedieron el micro. Se presentó brevemente, sin remilgos ni excesivas ganas de caer bien, y comenzó.
Miraba hacía el escenario y el panorama no se podía presentar más desolador. Tres o cuatro calvas se interponían en el camino. Un par de ancianas, sentadas justo delante nuestra, cuchicheaban por la vagina. Cada vez que Karmelo terminaba un poema ponían caras de extrañeza, como de haber escuchado un pedo, y lo comentaban. Me tenían hasta el mismísimo coño. Se lo hice saber a Clara:
—…putas viejas.
—¿Qué pasa?
—No paran de cacarear…
—¿Qué dicen?
—No sé, dan por culo, sin más.
También había gente de mediana edad. Por sus posturitas y peinados tenían toda la pinta de ser ese tipo de gente de las que suelen llamar “del mundillo”. De esas que están en todos los saraos, sofisticadas, con caras de saber donde tienen los pies, con conversación, experiencias y bagaje de sobra para aburrir. Quizás estaba demasiado intoxicado por el cine y esa gente no existía. Pero aún así echaba de menos algo. ¿Dónde estaba la gente como yo? La gente joven, ¡hostias! Según mis cálculos, no éramos más de seis los que bajábamos de la treintena. En el recital de Panero y de Luis García Montero, que también presencié en Granada, en la Tertulia, hordas de memos convencidos de ser poetas malditos, en el primero de los casos, y lameculos de universidad, en el segundo, abarrotaban sus espectáculos. Miré a mí alrededor. Algo no funcionaba en este país. No sabía que ocurría en el norte, pero esto pasaba de castaño oscuro. Yo había viajado desde la maldita cornisa africana única y exclusivamente para ello. ¿Tan raro era?
—Sí.
—Joder, ¿y por qué?
—Porque a la gente no le gusta la poesía. Y porque a nadie se le ocurre hacer un viaje solo para ver un recital. Eres rarito, acéptalo.
—A lo mejor tengo que salir más, no sé.
—¿Vas a pedirle el autógrafo?
—Sí.
—¿Seguro? La vas a cagar.
—¡Qué no…! Lo tengo que hacer. No es tan difícil. Basta con no abrir la boca demasiado y así evitar decir alguna gilipollez…
El espectáculo toco a su fin. Había sido una maravilla. El viaje podía considerarlo más que amortizado.
Solo faltaba la firmita. ¿Quién me obligaba? Me podía largar sin más, pero nunca me lo perdonaría. Cogí el volumen y me acerqué al escenario. Alguien, antes que yo, estaba ya buscando la rúbrica. Eso me tranquilizó. Esperé unos segundos y me acerqué.
—Hola, Karmelo. Me puedes firmar… —Y ahí me quedé. Enterré cabeza bajo tierra como los avestruces y me dediqué a esperar a que todo acabase—.
—¿Para quién?
—Para Rubén —Poeta frustrado, me hubiese gustado añadir—.
—Bueno… ahí tienes… para Rubén… con todo mi afecto… Karmelo.
—Gracias… ha sido un placer.
Me retiré pensando en lo último que le había dicho. "Ha sido un placer"… ¡De bochorno! En fin, mejor era no pensar. Ya lo tenía, los nervios se habían esfumado.
—¿A ver? ¿Enséñamelo? ¿Qué tal?
—Bien… bien… muy amable… correcto… he conseguido no decir ninguna parida.
—Muy bien, te estás superando.
Miré por última vez al escenario. Para mi sorpresa, Karmelo estaba observando como le mostraba el libro a Clara. Nos saludó con una enorme sonrisa… de ser humano más que de poeta… como dándose cuenta de la vergüenza que había pasado.
—Que tipo más simpático.
—Vaya que sí, es un grande. —Y no dejé de repetirlo en todo el camino—. Tú no lo sabes pero es un grande, un grande… joder… ¿lo has visto? Uno de los grandes.
Fuimos a un bar cercano y pedimos una botella de vino blanco. No me hacía mucho tilín el blanco, pero sabía cojonudo. Fresco… joven… etílico… como me sentía en esos momentos. Y luego vino la Ginebra y el volver al hotel dando tumbos… y luego esto que estoy escribiendo, mientras pienso en ello y me recupero.

LA COLUMNA


3 de Julio de 2012


Cortafuegos

Un verano y otro se repite la misma historia: un tonto tira una colilla – negligente o intencionadamente – y arden miles de hectáreas de bosque.

Un orden que la naturaleza tarda cientos de años en establecer es devastado en cuestión de horas ante la pasividad de los poderes públicos que encuentran en las desoladas tierras incendiadas espacios muy apropiados para especulación urbanística. Un complejo residencial aquí… un campo de golf allá… ¿y quién quiere vegetación autóctona pudiendo importar palmeras foráneas con sus propias plagas incluidas en el precio? 

Yo supongo que no es fácil controlar un incendio que se expande con el viento avivado por las altas temperaturas que se alcanzan en Julio en la Península, pero entiendo que tal vez haya medidas de prevención más eficaces que el típico anuncio del verano de todos contra el fuego (que ya ni si quiera reponen).

Tal vez se podrían mejorar los sistemas de detección a tiempo de las llamas, manteniendo equipos convenientemente dotados, coordinados e interconectados en los lugares de riesgo.

Tampoco estaría demás que se fijaran límites legales para que en las zonas afectadas por el siniestro no se establezcan otros edificios ni se instalen otras actividades que las estrictamente necesarias para el cuidado y la conservación de la flora y fauna que ahí antes había.

Y por último, una medida disuasoria que quizás pudiera funcionar sería que alguna vez se aclararan las causas que originan estos atentados y alguien pague por ello.

                                                   - Fabyo Sorel -

lunes, 2 de julio de 2012

LA COLUMNA


2 de Julio de 2012




















Independientemente del resultado de la final podemos estar contentos con la labor de este equipo que podría ganar perfectamente a una selección de los mejores de la historia en la que jugaran di Stefano, Pelé, Cruiff, Beckenbauer y Maradona juntos.

Un equipo que ha demostrado que las cosas bien hechas dan sus frutos antes o después, y aunque no los dieran – aunque los títulos no llegaran – no importaría demasiado porque es ya un premio verlos tocar la pelota.

Hace ahora cuatro años desde que la selección nos hiciera tocar el más alto cielo futbolístico y parece que fue ayer, cuando desconcertado ante el televisor miré a mi colega Tejada para que me pellizcara, porque no me creía lo que estaba viendo. Era el mejor equipo del mundo jugando al fútbol, en una semifinal frente a Rusia en el que la roja empezó a mover el balón de una manera distinta a lo visto hasta el momento, con la precisión de un reloj suizo y a una velocidad supersónica – véase a Jordi Alba subiendo la banda – que deja a los contrarios totalmente fuera de juego.

Todavía no habíamos ganado nada pero ya nos sentíamos campeones, porque sabíamos que jugando de esa manera, no habría nadie que pudiera ganarnos. Y así ha venido siendo hasta ahora. Cuando España juega los rivales miran, los reporteros se sienten inspirados y los entrenadores toman nota. Y así debe seguir siendo por mucho tiempo.

Por todas aquellas veces que nos quedamos en cuartos, por el codazo de tasotti y la mano de Zubizarreta, por el penalti de Raúl y el gandul del árbitro en Korea. Por las veces que nos volvimos cabizbajos a casa, cuando la pelota no quería entrar y era nuestro equipo el que se defendía como gato panza arriba.

- Fabyo Sorel - 

domingo, 1 de julio de 2012


LA COLUMNA   
               
1 de Julio de 2012













Nos la jugamos. Faltan menos de 24 horas para que dé comienzo el espectáculo, y en España la noche del sábado es una inagotable caja de sorpresas que cada uno vive a su manera,  como buenamente pueda.

En la puerta del bar, dos colegas discuten a voces – Spain is different – la alineación titular mientras se fuman un cigarro. Entretanto, la señora del primero, que se ha visto obligada a dejar la ventana abierta debido a la ola de calor insoportablemente cruel – que diría Andrés – que azota la península, da vueltas en la cama y seguirá dándolas hasta las cuatro de la mañana, y no precisamente porque su marido – que duerme como un tronco – no la deje dormir.

De hecho la última vez que mantuvieron relaciones íntimas España todavía era una, grande y libre, y fue únicamente con fines procreatorios, nunca por placer. (El caudillo no lo habría consentido). A día de hoy, las cosas han cambiado mucho y en este país ya se jode constantemente y con total naturalidad.

También los medios de comunicación han cambiado. Expresiones como internada por la banda, meter el balón a la olla o pasar la bola rozando el palo estaban antes completamente prohibidas en las retransmisiones. Hoy los medios son plurales y los comentaristas imbéciles (con la excepción del de Canal +, lo que confirma la regla).

Durante la finalísima – el partido más importante de la historia desde el último con Portugal; el quinto partido del siglo en lo que va de año - una vez más nos deleitarán con las perlas dialécticas que caracterizan al gremio (aquello de que gana el que más goles mete o es gol cuando el balón cruza la línea de meta) mientras nosotros nos mordemos las uñas y nos ponemos finos de birra.

                                                                 
                                                     - Fabyo Sorel -