Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







jueves, 26 de abril de 2012

EL CUARTO DE LAS RATAS


Hablar de los servicios de los bares —del váter, para ser más exactos— me encoje el corazón. Nunca me metí una clencha en uno de ellos, nunca un pico; nada escatológico impregna mis memorias sobre tal espacio vital.
            Los niveles más altos de conciencia los he alcanzado en aquellos lugares; sucios, desconchados, pintorrajeados. Recuerdo, a mis veintitrés años, cuando me daba por ir a al “Perro Andaluz”. Iba sobre las cuatro de la tarde, todos los días. Eran esos momentos en los que el bar relucía y apestaba a lejía, cuando la camarera aún no había encendido el tocadiscos. Mientras se preparaba un café —con aquellos brazos y aquellas manos grabadas con horripilantes tatuajes de ángeles y demonios, con aquel pelo corto, aquellas tuercas atravesando sus orejas y su enorme barriga de embarazada de seis meses— yo encendía el primer cigarrillo. Las paredes estaban tapizadas con cientos de posters de bandas de Rock y Heavy Metal: Hendrix, Motorhead, Marley, Sociedad Alcohólica, Status Quo, Metállica, Iron Maiden, Blind Guardian…
A mí el heavy no me gustaba, ni los heavys. Pero era el único sitio de la ciudad donde podía estar tranquilo, arropado por mugrientas paredes sudadas y acariciadas por el humo de tres décadas; con historia, con drogas, vomitonas y cachondeo. Lo mejor de todo era que por las tardes no se radiaba heavy; el heavy era para la noche, para los heavys. Hasta entonces gozaba yo de eternas canciones de rock clásico: Pink Floyd, The Doors, Dire Straits, The Smiths, The Police… El bar entonces era mío; su tiempo y su espacio.
            Lo mejor de todo, más que la música, era el precio de la birra. 1´50, medio litro de brillante y espumeante cerveza. Normalmente no bebía más de cinco. Sabía del peligro de aquella cerveza, era especial. Nadie se fiaba de la cerveza del “Perro”, pero se bebía. Tardes las hubo que me las bebí hasta las ocho o nueve, pedo como el tío de la novia. Esto era un peligro. Cuando llegaba a tales niveles no tenía suficiente juicio para retirarme a tiempo, cuando el bar empezaba a llenarse. Entonces la pintaba de lo lindo; me arremolinaba entre los canuteros, entre las parejas, entre jugadores de futbolín, hasta que acababa tirándole besos a la taza del váter.
            Antes de las cinco solo dos o tres personas se arriesgan a recalar en el garito. Algún amigo de la camarera o un par de nenas alternativas hablando de política ante un café, y poco más. Uno era fijo. Llegaba sobre la y media o las menos cuarto. Era viejo, calvo, gordo; de color oxidado. Llevaba siempre una camiseta de Led Zeppelin y una riñonera donde llevaba sus juguetitos. Pedía café y lanzaba sus artilugios sobre la barra para ponerse manos a la obra con sus manualidades. El viejales le daba para bien, al tema. Se fumaba un par de ellos, normalmente. Nunca alcohol. No podía dejar de pensar, cuando lo miraba, cuanto tiempo de vida debía quedarle. No era ningún chaval, el menda. No conseguía yo ponerle edad a aquel montón de quincalla. ¿Dónde trabajaría el gachón? A su manera, había vencido. Era un héroe. Se la traía al pijo; su edad, la gente, el qué dirán. Extendía el papel, deshacía el tabaco, mezclaba la mandanga, la amasaba, lo liaba en espiral y lo petaba. ¡Qué humareada! Subía esta hasta el techo, contra las narices de Hendrix, a remolinos, acunándose sobre Picture of you the The Cure. Era una maravilla oír el metal de las guitarras, los sintetizadores, cuando la tecnología era primaria y sonaba a cueva, a eco, a reverberación. De pronto los años empezaban a descender. Desde el 2006 bajábamos al 94, alguien gritando en la calle “Yugoslavia” o “Bukowski a muerto”; luego más abajo, al 89, el ruido plomizo del cemento berlinés crujiendo contra el barro; o al 84, yo llorando, abriendo los ojos al mundo, a la luz; y un pequeño salto más atrás, al 83, Europa a Muerto rugiendo a través del cielo de Gijón; para definitivamente hundirnos en los años en los que el mundo aún era mundo, cuando existía gente joven que aún quería ser joven, Another Brick in the Wall… un contenedor ardiendo en mitad de la calzada y dentro, muy al fondo, el corazón de los hombres, temblando, llorando de alegría, con ansias de destrucción.
            Cierto que cuando me venían estas imágenes ya llevaba lo menos litro y medio de cerveza en la tripa. Era el momento en que el bar estaba medio lleno, sobre todo de gente tranquila, que charlaba y reía, a eso de las siete de la tarde. Entonces me encaminaba hacia el baño. Cerraba el pestillo, me la sacaba y miraba la pared. «Estás aquí, ahora, y nunca más, veintitrés años ¡Dios mío! No me lo puedo creer, soy joven y estoy solo… podría morir entre estas cuatro mierdosas paredes y sería feliz. Ni hacia delante ni hacia atrás. EL AHORA; limpio, transparente, palpitante… aprensible. Lo puedo tocar, como una pompa de jabón expandiéndose peligrosamente… ¡Dejadme en paz! —repetía para mis adentros— ¡Dejadme en paz!»
El tiempo se detenía. Era mágico, no había nada que pudiese comparársele a ese momento íntimo. Sin amigos, sin familia, sin trabajo, sin dinero, sin sexo ni amor. Solo uno frente a su bella y aterradora consciencia. Y en la pared, eternos epitafios: Aquí estuvo JuanLu 12/03/87 – Marga y Luis 07-06-91 – Tonto el que lo lea, 97; también estuvo allí…
Y los quería a todos, sin excepción. Todos —en algún momento de unas vidas que jamás conoceré, que incluso ya podrían estar aniquiladas— dejaron su huella en el único lugar donde uno podía darse cuenta de estar vivo.
            Luego empezaba a sonar heavy. Yo volvía a mi sitio. El lugar empezaba a llenarse de seres atolondrados, tías apestosas, cocainómanos y punkarras transnochados… era la hora de irse.
La eternidad se desvanecía. Volvía a casa; asustado, borracho, solo, perdiéndome entre callejuelas granadinas en las que nunca había estado, hasta que la tristeza caía sobre mí como un aguacero y el único consuelo que quedaba era volver, al día siguiente; una vez más.
            Recuerdo, de pequeño, en el colegio, cuando los profesores nos amenazaban con encerrarnos en el cuarto de las ratas. Era una puerta negra, fantasmal, que curiosamente se situaba frente a nuestra clase de parvularios.
¿¡Por qué me fascinaba tanto aquel lugar!? ¿¡Cómo podía entrar uno allí!? ¿¡Qué había que hacer!?
Existía, yo sabía que existía… el cielo. Un lugar lleno de ratas.

1 comentario:

  1. sublime, desde su publicación había evitado leerlo, por que el tema del water me daba un poco de asco, pero al final no he podido mas que rendirme a tus encantos.
    recuerdos de una vida perra mucho mejor de lo que nunca pensamos

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