Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







domingo, 25 de diciembre de 2011

Le depaysé

-Africano-



Sufrí alrededor de los veinte años una especie de fiebre ascética que me empujaba a emprender la evangelización de cada bicho viviente que tuviese la desgracia de coincidir conmigo en una reunión. Por aquella época perdí varios amigos. Todos coincidían en que estaba perdiendo, además, la cabeza. Visto con perspectiva, no les faltaba razón. Había cosas que tenía bastante claras. Una de ellas era que yo efectivamente era como ellos, pero no veía el mundo como ellos. Fue tras la lectura de una serie de libros cuando sentí esta liberación. Era como si me hubiesen golpeado con un martillo en la cabeza y en lugar de quedarme sordo o ciego, mi vista y mis oídos hubiesen ampliado su capacidad de captación. El golpe, a parte del milagro, me dejó gilipollas perdido. Animaba a todos a leer, a mantenerse informados, a buscarse a si mismos, a probar drogas, a follar con feas… Intentaba hacerles ver que la vida solo encontraba su reafirmación en “la experiencia”, siendo la experiencia todo aquello que se encontraba al otro lado de la frontera de lo normal. Aquel estúpido entusiasmo me hacía creer que tenía la obligación de advertirles de ello. Todo lo que estaba descubriendo era demasiado para mí, necesitaba compartirlo y hacer ver lo maravilloso que era sentirse libre. Años después, empecé a comprender. Estaba completamente equivocado. O no del todo. No se trataba de que esto o aquello que dijese fuera falso o verdadero. Se trataba más bien de un error de percepción. La amplificación de mis sentidos anuló, paradójicamente, mi capacidad para percibir aquello que se encontraba más cercano. No me daba cuenta de que toda aquella gente a la que yo intentaba convertir no tenía ni puñetera gana de cambiar nada en sus vidas. Estaban jodidamente complacidos de su situación en el mundo. No les hacía temblar el enigma de la propia desaparición, de la muerte. No tenían ninguna necesidad de preguntarse qué cojones hacían aquí. Mi verborrea les sonaba a chino mandarín. Seguramente, en más de una ocasión, me jugué los dientes sin ser siquiera consciente de ello.
Hoy, afortunadamente, aquello es agua pasada. Ya no predico ni en el desierto. Ahora más que nunca, me guardo de dar mi opinión o mi visión del mundo a cualquiera. Y cuanto más pasan los años, con mayor celo. Los pocos que me siguieron hablando después de aquellos convulsos años de alumbramiento espiritual me recuerdan a veces, con una mezcla de burla e irritación, aquellos tiempos en los que no había un dios que me aguantase. Yo asiento con la cabeza y les sonrío. Y entre dientes rechino:
«Bendito gilipollas, si tú supieras.»

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