Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







viernes, 2 de septiembre de 2011

EL AFRICANO SEMANAL: El otro lado




-Africano-



Recuerdo estar agazapado y mirando hacia un haz de luz. Dentro estaba todo oscuro. El ovalado respaldo del sofá me permitía meterme allí. Se estaba a gusto allí dentro. El sofá continuaba bordeando la esquina y seguía hasta el otro extremo de la pared. En esa esquina podía sentarme, a la sombra, mientras mi abuela y mi abuelo se rompían la sesera en mi busca. No era un juego, esto, para mí. Buscaba la sensación que experimenté una noche, jugando con otros niños en la calle donde vivía. A través de una entrada rematada por un arco de medio punto se accedía a un entramado de callejuelas bordeadas por casitas bajas. En un momento determinado, sin venir a cuento, todos los chicos salieron disparados a la calle principal. Allí me quedé yo, solo, acompañado por el silencio de la noche, en una de las callejuelas oscuras. Me quedé petrificado. Una extraña sensación de bienestar y una ausencia total de miedo hizo que el momento dejase en mi ánimo un alo eterno, de eterno retorno. Debía tener 5 o 6 años, algo me dijo que algún día volvería allí.

Otro recuerdo difuso, estando en parvularios. Yo pidiendo permiso para ir a orinar, abrir la puerta de clase, bajar la escaleras, sacarme la chorra y, al volver, la misma sensación. Nadie en los pasillos, y la clara conciencia de posesión del tiempo, de atraparlo y moldearlo. Me senté en un escalón y allí me quedé, observando el aire, hasta que al cabo de media hora la profesora se plantó ante mi sin entender nada.

Antes, en la guardería, un día se armó un revuelo en la calle y todos, junto a nuestra señorita, salimos a ver que pasaba. Un grupo de bomberos y un par de policias trataban de echar la puerta abajo del ruinoso edificio que colindaba al nuestro. Cuando la puerta se abrió, entre la humareda, un señor y una señora, con sus respectivas mochilas a la espalda, desaliñadas, barbudo él, salieron desorientados a la luz del sol. Sonreían extrañamente, mientras los policías los acompañaban a la esquina donde los perdí de vista. Parecían haber salido de otro mundo, del mismísimo centro de la tierra. Así lo creí yo durante varios años. Pensaba que se trataban de dos lunáticos viajeros que habían encontrado la salida por aquella puerta mágica. Pensaba esto, hasta que un día alguien me hablo de lo que eran los okupas.

Oí a Cortazar decir en una entrevista que la gustaba ir al metro de Nueva York por la noche, simplemente a pasear, a estar allí. Decía tener la sensación de estar en otro mundo, en el subsuelo, donde el tiempo parecía discurrir con otro compás distinto al de la realidad. Más mayorcito ya, en la Universidad, una especie de atracción potentísima me llevaba a vagar por las calles de Granada en busca de algo que desconocía. Como no lo encontraba, empecé a frecuentar algunos bares. Entraba a las 5 de la tarde y me marchaba cuando el grupo humano sobrepasaba las 7 u 8 personas. Esto ocurría alrededor de las 11 de la noche. Desde las 5 hasta esa hora podían pasar días. La camarera, con el culo apoyado sobre el tapete de los cartones de vino, un par de individuos tomando café o ginebra, y yo, con mi 1/2 jarra, disfrutando del placer incalculable del anonimato. Allí también alguna vez pensé en mi infancia, sin ensimismamiento, intentando establecer conexiones con mi yo presente, CORRESPONDANCES, y recordaba estar jugando en la plaza de los reyes, observando el juego del resto de niños, que me aburrían hasta la extenuación, y sentarme solo junto a la fuente, junto a una placa metálica que se encontraba en el suelo, esperando al señor que vivía allí. Me preguntaba como sería el mundo allá abajo, bajo la fuente, de donde provenía el agua, donde dormiría, si tendría familia, si sería un mundo más entretenido. Y de pronto, un martes o un viernes salía. Se abría la tapa y aparecía ese señor rojo y con mono azul, lleno de grasa y con cara de pocos amigos que me indicaba que el otro lado no era tan increíble como imaginaba. Fue cuando me hablaron de los okupas, por aquella época seguramente, cuando supo lo que era un hombre de mantenimiento.

No sé cual puede ser la explicación de esta inclinación demencial que me lleva persiguiendo toda la vida, la búsqueda de esos lugares sagrados en los que se sitúa el umbral, el famoso “otro lado”. A día de hoy solo pediría lo que Bukowsky dijo en algún momento. Cinco años de cama.

Y es que el mundo era una gran casa cerrada en la que yo me moría de ganas por entrar.

1 comentario: