Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







domingo, 18 de marzo de 2012

Cap. 18: BOULEVARD St GERMAIN-LA CLOSERIE-LA NADA

-Africano-

Regresamos a la otra orilla del Sena.
El circuito turístico había finalizado. Íbamos caminando por el Boulevard St Germain, entre la marabunta, vagando sin rumbo determinado. El comercio rebosaba de actividad a esas horas. Bolsas, tarjetas de crédito, cráneos, alarmas, uñas pintadas, niños, farolas, ruedas, botellas, palabras, pasos de cebra, escaparates, terrazas, cámaras, helados, cigarrillos, iglesias, bancos, alambres, cascos, zapatos… piernas, pies enfundados en zapatos claqueteando sobre el cemento. Como hace dos, tres, cuatro siglos… espadas, sacerdotes, soldados, carruajes, cloacas, cerveza sin fermentar, sopa de ajo, prostitutas, pintores, arlequines, sombreros, paraguas, corsés, guantes, pistolas, cartas, saludos, contratos… y carne. Igual hoy que ayer. Carne. Litros de carne cuajada entre las membranas del tiempo. Toneladas de ojos ciegos corriendo a toda velocidad por las autopistas del subsuelo. Bocas sedientas, fracasos anunciados. El día y la noche sucediéndose como una atracción de feria… y solo la carne fluyendo, irracional, por los canales inmaculados del olvido… LAS CALLES, LAS AVENIDAS, LOS BOULEVARES… historia de la urbe sobre las cenizas de la tierra. Y ni un alma vuelta de espadas. Todos mirando al frente, indiferentes al cadáver frío sobre el que iban caminando, apoquinando a crédito… una factura que nunca tendrían la oportunidad de pagar.
Penetramos por un pequeño túnel que conducía a una calle peatonal. En una especie de encrucijada, dos brasseries y una heladería formaban un gracioso espacio familiar y sereno. Pedimos dos gin-tonics. Por primera vez en todo el viaje, una copa en condiciones; esbelta, fría, bien cargada. Nos la echamos a la garganta y disfrutamos de nuestras últimas horas en el mundo. La calle estaba cayendo, lentamente, como en un mal poema de amor.
Tomamos una copa más y volvimos al Boulevard. Pasamos de nuevo frente a Les Deux Magots y al Café de Flore. Enfrente, me señaló Clara, se encontraba otro de los lugares donde Hem alternaba; Brasserie Lipp. Lo miré y me quedé frío. Estaba harto de toda aquella mitología literaria, mohosa, calcinada. Aquellos sitios estaban muertos. Llenos de gente muerta. Apestaba a podredumbre. El aire parecía enquistado en las paredes del espacio. Paris había sido tan grande que la mierda contemporánea no había tardado ni medio siglo en adherirse a su piel como una gonorrea. En aquellos lugares de poder solo medraba ya la escoria cotilla del mundo globalizado. Si por ellos hubiera sido, y les hubieran dejado, habrían sido capaces de follarse hasta el cadáver criogenizado de Napoleón Bonaparte.
Paseábamos uno junto al otro, cuando empezó a caer la oscuridad. Nos paramos junto a un mendigo que tenía un par de gatos muy sociables. Clara jugueteaba con ellos mientras yo miraba al desconocido avergonzado. No sabía por qué, pero no me sentía a gusto dentro de mi propia carcasa. Lo veía allí, despojado de toda responsabilidad, libre, con sus mininos, en la capital de Europa, descomponiéndose con dignidad.
¡Qué iba a ser de mí!
No había mucho que pensar al respecto. Nos despedimos de aquel muchacho amablemente y buscamos una boca de metro cercana.
Íbamos a despedirnos a lo grande, qué coño. La Closerie des Lilas. Rumbo al 117, Blvd du Montparnasse.
Estábamos llegando cuando empecé a oír, como un murmullo, los cadenciosos arpegios de un piano. Era jazz, no cabía duda. Era pequeño y sencillo. Swan Bar, se llamaba. Por el camino de Swan se llegaba al corazón de París, si Proust no era un jodido embustero. Miré el cartel de precios y actuaciones. Un trío; piano, contrabajo y saxo. Tocaba a las 9. Debían estar ensayando.
Me moría de ganas por entrar. Pero era la última noche.
Nos sentamos en un banco cercano, mientras hacíamos hora para ir a cenar. Era la última noche, sí. “Poemas de la última noche de la Tierra”. Sin ningún motivo, pensaba en Bukoswki y en ese libro que nunca llegué a leer. ¿A qué se refería?
Miré a Clara.
Lo decidí. El jazz podía esperar.
Nos levantamos y fuimos directos a la terraza de la Closerie. Estaba hasta la boca. Uno de los camareros habló con Clara. Había que esperar. Pedimos un par de copas de vino y nos obsequiaron con unos aperitivos. Nos acurrucamos junto a una pequeña barra que soportaba sobre sí un enorme bogabante. Observé el panorama. Estaba exento de turismo. Era extraño. ¿Qué tenía la Closerie que no atraía al lumpen? Era un misterio. Pero mejor así. La mayor parte de la clientela era autóctona. Viejales, pero de la casa. El lugar de tertulia de las mentes más maravillosas del planeta había sucumbido en un burdo Café Gijón a la francesa. Olía a abogados y fiscales, funcionarios del estado, directores generales y notarios.
También algunos comisarios de exposición, miembros de la academia o catedráticos se pavoneaban por allí.
Apestaba a institución.
Todo se lo llevaba, el mainstream. No había metro cuadrado donde uno pudiera plantar el pie donde no estuviese aquella hidra al acecho. Lo mejor era olvidarlo todo. Lo mejor era seguir, sin mirar a los lados. Lo mejor era esperar; esperar a que algún hijo puta levantara su asqueroso culo y se marchara en su lujoso automóvil. Lo mejor era beber. Vaciar la copa. Pedir otra. Seguir bebiendo. Y los minutos pasando. Quince. Treinte. Cuarenta y cinco minutos. Y ellos allí, aún, todavía, jalando, riendo, enseñando los dientes. Aquello era el espíritu redivivo de la gilipollez. Un montón de farsantes, un conglomerado de meado ensangrentado, un…n…
—Ya tenemos mesa…
A quién quiero engañar. El sitio era cojonudo. Elegante, señorial, burdeo. El vino estaba que te cagas. Los camareros eran profesionales como la copa de un pino. Era maravilloso nadar con fruición entre tanta mierda.
Nos llevaron a un lateral de la terraza que estaba techado y separado del resto. Un pasillito muy cuco. No se podía fumar, me cago en la leche. Pero estábamos bien, romanticones. Velitas y todo.
Pedimos una botella de vino de nombre impronunciable, unos entrantes y un par de platos de cuyo nombre no puedo acordarme. Daba lo mismo.
—Ya se acaba.
—Sí, se acaba.
Silencio.
—Estoy cansada, ¿tú no?
—Lo estoy… lo estoy. Sí… lo estoy. Es raro, sí. Es rarísimo, pero quiero volver ya a casa.
—Yo también estaba pensando lo mismo.
—Pero el vino está bueno, ¿verdad?
—Sí, me bebería cien botellas si fuera interminable la noche.
—Sí… ya creo que sí.
Terminamos de cenar y nos entramos al piano-bar. Había buen ambiente. Era calido, estar allí. Los espejos, la leve oscuridad, los sillones burdeos, las botellas verdes, rojas, amarillas.
Pedimos un par de copas. Yo Southern. Clara continuó con el gin.
Junto a nosotros, un grupo de tres personas hablaba español. Más bien mexicano.
Pedimos a uno de ellos si podía hacernos una foto. Accedió. Empezó a hacer el payaso haciéndose fotos contra el espejo, pero de forma muy simpática.
—¿De dónde sois, amigos?
—De Ceuta, España.
—Ah, bueno. No lo conozco.
—Yo México tampoco.
—Jaja. Sí, que bueno ¿no? ¿Y como que vinisteis a Paris?
—Vendí mi coche, y ya ves, aquí estamos.
—¿A qué os dedicáis?
—Él abogado laboral y yo profesora de historia (en el dique seco). ¿Y vosotros? Eso ¿De dónde sois? ¿En qué trabajáis?
—Somos del Distrito Federal. Ellos son amigos que vinieron a visitarme. Yo trabajo en una empresa petrolera. Soy químico. Ahora recién llegué de Libia y coincidió con la visita de mis amigos… y ya ves… estamos celebrando. ¿Les gustó Paris?
—O sí, desde luego.
—A mí me encanta, adoro vivir aquí. Pero ya sabes, mi trabajo es de mucho viajar, no paro mucho rato en un sitio. En fin. Este trabajo puto tiene su recompensa.
—Menos da una piedra.
—Chicos, un placer, volvemos a casa. Que lo pasen bien bonito.
—Hasta la vista, y gracias por la foto.
Clara y yo, como solíamos hacer, nos miramos. No pudimos por menos que descojonarnos. ¡Benitos desgraciados estábamos hechos! ¡En una petrolera! ¡Por dios! Nuestra risa era la imagen viva del miedo. Los dos en paro. Sin futuro a la vista. En Paris si un penique, y el dinero del coche definitivamente invertido, sencillamente en placer. Nos daba igual. Era la última noche en Paris. En la Tierra. Los últimos poemas.
Pagamos y salimos al Boulevard.
Estábamos algo borrachos. No como aquella mañana en Florencia, pero lo suficiente para darle a nuestro rostro trágico esa pizca de felicidad.
Avanzábamos; a lo lejos la oscura boca del metro.
A dónde iríamos. A Montmartre. A Ceuta. A dios sabe dónde.
No había manera de saberlo. Esto íbamos pensando, como dos turistas ebrios caminando sobre las ruinas.

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