Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







lunes, 12 de marzo de 2012

AS: Pére Lachaise

-Africano-

Cogímos el metro en la parada de Jeurés. La comitiva paró en Colonel Fabien, Belville, Couronnes, Ménilmontant…y, finalmente, en Pére Lachaise.
Pedimos en la entrada un mapa. Estaban agotados. Tiré de tecnología y saqué una foto del croquis numerado que colgaba de un panel. Había que ir a lo seguro:

Chopin; distrito 20, nicho 11.
Jim Morrison; distrito 30, nicho 6.
Apollinaire; distrito 91, nicho 86.
Proust; distrito 90, nicho 85.
Oscar Wilde; distrito 83, nicho 89.

Ya teníamos marcado el itinerario.
Estaba animado, el cementerio. No éramos los únicos adoradores de gusanos que se acercaban por allí aquella tarde. Leí en el algún sitio que Pére Lachaise era la tercera atracción turística de Paris tras la Torre Eiffel y el Louvre. Me ponían los cementerios. Pére Lachaise eran palabras mayores. Hacía tan buen día que daban ganas de sentarse a tomar un picnic sobre las tu
mbas. Olía a romanticismo, del bueno. Mientras buscábamos a Chopin, vimos algunas lápidas atractivas. Entramos en la calle de los músicos. En una, sobre la lápida, un violín de hierro forjado descasaba sobre el pecho de su silencioso dueño. En otra, una partitura gigante cubría con sus notas el cuerpo entero de la piedra. Era graciosa, la calle esta. También, un japo, músico también, descansaba por allí, como un agujero negro en medio del espacio, misterioso, absurdo.
Vimos a un grupo de guiris montando tertulia ante una escultura. Se trataba de la de Chopin. El monumento funerario estaba rematado por la estatua de una bella diosa. Esta portaba un arpa sobre sus piernas, al tiempo que ladeaba la cabeza en profundo gesto melancólico. Una vieja a mi lado gimoteaba desolada. Para cruzarle la cara…vamos.
Ballade F Moll Op.52 sonaba en mi cabeza mientras observaba el descanso del genio de Varsovia. Era una tarde suave, amable, de pura ensoñación. Perfecta para el suicidio.
Dejamos atrás a aquellas chochas de conservatorio y nos fuimos en busca de Mr. Mojo Risin. Era un momento importante, este, para mí. Fue alrededor del año 2004 cuando vi por primera vez The Doors, la película, y la primera vez que tenía noticias de Jimbo. Al final del film, aparecían una serie de imágenes de Pére Lachaise. La cámara gambeteaba entre los nichos, hasta dar con el busto del cantante; altivo, con la mirada hierática de los dioses, como la del mismísimo Dionysios. El busto ya no existía. No pasaron mucho años desde su muerte para que un grupo de soplapollas, fanáticos de la banda, lo arrancaran y se la llevaran a casa. Se da que se montaban buenos pitostes en el aniversario de su muerte. Orgías, drogas, sacrificios…todo tipo de locuras. Las autoridades prohibieron la celebración de cualquier tipo de evento y decidieron chapar todos los años la morgue por esas fechas. La verdad que levantaba pasiones, este, el Morrison. Un grupo, el doble que el que estaba ante el mármol de Chopin, permanecía clavado al borde de unas vallas metálicas. No había duda. Ahí estaba. Incluso el árbol, el de la película, el que sale lleno de pintadas tipo “Jim quiero tu polla”, “I wanna fuck you, Morrison”, “ڦڸڭڠڜږڋڟ ڳڷۺۻۼۓ”, “בגדההוטךץםמ כאבגדה”… estaba allí. Podía oírlo: Sun, sun, sun, burn, burn, burn, soon, soon, soon, moon, moon, moon... I will get you... SOON! SOON! SOON!... I´m the Lizzard King...I can do anything… Me encontraba ante la tumba de mi dios juvenil favorito. Un par de hippies, a un metro de nosotros, se encalomaban un petardo doble de kenke. Arrea la virgen…
la tumba de Jim tenía hasta segurata. Invitó cortésmente a los dos nostálgicos a que apagaran el cigarro de menta.
No lo dejaban ni bajo tierra, al Jim; igual que pasara con Baudelaire, infectado por el virus de la fama eterna.
La peor parte se la habían llevado los difuntos de alrededor. No había piedra que no llevara su nombre, ni trozo de césped que no estuviese arrasado por las quemaduras de las colillas.
A ver que huevos…me encendí un piti yo también. Era de gilipollas, eso, lo de estar flipando ante un boquete mal cerrado de cemento. Pero en el aire algo cruzaba. Un respeto. A todos los capullos que estábamos allí, en algún momento de nuestras vidas, el cantante de The Doors nos había significado algo. Todos habíamos jugados a ser él. Pero no éramos él. Éramos los que lo mirábamos, a él. El dormía entre los dioses. Por estadística, todos, sin excepción, estábamos destinados a pudrirnos en el camposanto de nuestros pueblos. La inmortalidad. A la mayoría nos la había traído floja que nuestros padres nos dijesen que teníamos que ser alguien en la vida, estudiar, tener un trabajo, hijos. Así estábamos, sin trabajo, casi sin estudios y sin hijos, por habernos pasado la mitad de la juventud drogándonos como memos para parecernos al cadáver que yacía bajo nuestros pies. Hasta los gusanos que reptaban entre sus huesos podían considerarse más afortunados que nosotros. Unos con estrella y otros estrellaos. Al menos estábamos vivos. Miré a mi alrededor. Un tipo se me quedó mirando. Sí. Lo estábamos. Por poco, pero lo estábamos.
Seguimos la senda en busca de Proust y Apollinaire. Por el distrito 90 y 91 no había mucha peña. Estaban todos haciéndose pajas con Edip Piaf, seguramente. No había manera de encont
rar a Proust. El muy puto, andaba en busca de nuestro tiempo perdido. Junto a nosotros, otra pareja, parecía buscar algo también. Parecíamos cromos repetidos. Cuantas veces se habría producido esa misma situación. Pareja, vacaciones a Paris, chico o chica fanático de la literatura, chica o chico que hace caso a chico o chica para ir de visita al cementerio. Chica, chico, chica…buscando a un chico que no conoce ni su padre entre un montón de muerte y putrefacción. Tenía la magdalena de Proust pegada al cielo de la boca. No había manera, oye. Al final, nuestros clones lo encontraron. Esperamos a que se largasen para tirarme una instantánea. Era bonita, la tumba del Proust. De mármol negro, y con su nombre, PROUST, en dorado. Una monada. Aún no me había terminado “Por el camino de Swan”, pero me gustaba, sobre todo la parte del Swan en París, con su afectación, haciéndole la corte a todas las pájaras. La infancia de Proust me la traía al pairo, era un mimado, de los mierdosos.
No muy lejos de allí, localizamos a Apollinaire. Sobre la piedra, grabados, algunos de sus famosos caligramas. Otro genio de la leche, en el mismo recinto. Era una pasada, lo que había allí, los huesos tan famosos, los jirones tan legendarios, la peste más adorable del planeta. Dos chavales, a nuestro lado, también lo miraban. «Menuda mierda, los caligramas» dije. De pronto los chavales empezaron a hablar en español. Como siempre, metiendo la gamba. Me había leído una antología suya, con una traducción espantosa. Un día, una tarde, en Granada, me lo llevé a un bar para leer. Conforme leía, bebía y conforme más leía, más ganas de beber me entraban. Era un horror, no había Cristo que se enterase. Pero era un genio, eso decían. El padre de las vanguardias o algo así. El auténtico revolucionario. Para parecía que no mucha gente se acordaba de él.
La tarde estaba cayendo. Teníamos que darnos prisa. Antes de salir, había que ir a ver a Wilde. No quedaba lejos de la salida. Como no, este gozaba de más fama. Su descanso eterno había sido diseñado por un subnormal convencido. La tirada de moco era excesiva. Una e
specie de ángel exterminador, que más bien parecía el logotipo de una marca deportiva o de una petrolera, del tamaño de una furgoneta. Estaba inundada de besos, la escultura. Se respiraba casi el mismo fervor que en la de Jim Morrison. También me temblequearon las bolas al presenciarla. Le había dado bien duro en la universidad, a casi todo: “El retrato de Dorian Grey”, “La importancia de llamarse Ernesto”, “De Profundis”, “El fantasma de Canterville”, “El Gigante Egoista”… todo de muy alta factura. Una delicia. Triste historia la de Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde. El Juicio, la cárcel, la huída a Paris, el Hotel, el jamacuco…y al boquete. Mirando aquello, me sobrevino. El pánico.
«Vámonos de aquí» le dije a Clara. «¿Qué?» «Que si nos podemos ir, estoy harto de tanto muerto» Dicho y hecho.
Se me había abierto el apetito. La verdad, viendo la mierda escultura que le habían dedicado al viejo, se me habían quitado las ganas de morir en Paris. Ni en un cochambroso hotel. Quería comer. Cenar algo rico, con un buen vino.
Lo que se dice vivir.

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