Cacagénesis:
William Saroyan:"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".
sábado, 31 de marzo de 2012
lunes, 26 de marzo de 2012
UNA RESEÑA SOBRE MUERTE A CRÉDITO MIENTRAS PASEO A LAS CUATRO DE LA TARDE

miércoles, 21 de marzo de 2012
domingo, 18 de marzo de 2012
Cap. 18: BOULEVARD St GERMAIN-LA CLOSERIE-LA NADA

Regresamos a la otra orilla del Sena.
El circuito turístico había finalizado. Íbamos caminando por el Boulevard St Germain, entre la marabunta, vagando sin rumbo determinado. El comercio rebosaba de actividad a esas horas. Bolsas, tarjetas de crédito, cráneos, alarmas, uñas pintadas, niños, farolas, ruedas, botellas, palabras, pasos de cebra, escaparates, terrazas, cámaras, helados, cigarrillos, iglesias, bancos, alambres, cascos, zapatos… piernas, pies enfundados en zapatos claqueteando sobre el cemento. Como hace dos, tres, cuatro siglos… espadas, sacerdotes, soldados, carruajes, cloacas, cerveza sin fermentar, sopa de ajo, prostitutas, pintores, arlequines, sombreros, paraguas, corsés, guantes, pistolas, cartas, saludos, contratos… y carne. Igual hoy que ayer. Carne. Litros de carne cuajada entre las membranas del tiempo. Toneladas de ojos ciegos corriendo a toda velocidad por las autopistas del subsuelo. Bocas sedientas, fracasos anunciados. El día y la noche sucediéndose como una atracción de feria… y solo la carne fluyendo, irracional, por los canales inmaculados del olvido… LAS CALLES, LAS AVENIDAS, LOS BOULEVARES… historia de la urbe sobre las cenizas de la tierra. Y ni un alma vuelta de espadas. Todos mirando al frente, indiferentes al cadáver frío sobre el que iban caminando, apoquinando a crédito… una factura que nunca tendrían la oportunidad de pagar.
Penetramos por un pequeño túnel que conducía a una calle peatonal. En una especie de encrucijada, dos brasseries y una heladería formaban un gracioso espacio familiar y sereno. Pedimos dos gin-tonics. Por primera vez en todo el viaje, una copa en condiciones; esbelta, fría, bien cargada. Nos la echamos a la garganta y disfrutamos de nuestras últimas horas en el mundo. La calle estaba cayendo, lentamente, como en un mal poema de amor.
Tomamos una copa más y volvimos al Boulevard. Pasamos de nuevo frente a Les Deux Magots y al Café de Flore. Enfrente, me señaló Clara, se encontraba otro de los lugares donde Hem alternaba; Brasserie Lipp. Lo miré y me quedé frío. Estaba harto de toda aquella mitología literaria, mohosa, calcinada. Aquellos sitios estaban muertos. Llenos de gente muerta. Apestaba a podredumbre. El aire parecía enquistado en las paredes del espacio. Paris había sido tan grande que la mierda contemporánea no había tardado ni medio siglo en adherirse a su piel como una gonorrea. En aquellos lugares de poder solo medraba ya la escoria cotilla del mundo globalizado. Si por ellos hubiera sido, y les hubieran dejado, habrían sido capaces de follarse hasta el cadáver criogenizado de Napoleón Bonaparte.
Paseábamos uno junto al otro, cuando empezó a caer la oscuridad. Nos paramos junto a un mendigo que tenía un par de gatos muy sociables. Clara jugueteaba con ellos mientras yo miraba al desconocido avergonzado. No sabía por qué, pero no me sentía a gusto dentro de mi propia carcasa. Lo veía allí, despojado de toda responsabilidad, libre, con sus mininos, en la capital de Europa, descomponiéndose con dignidad.
¡Qué iba a ser de mí!
No había mucho que pensar al respecto. Nos despedimos de aquel muchacho amablemente y buscamos una boca de metro cercana.
Íbamos a despedirnos a lo grande, qué coño. La Closerie des Lilas. Rumbo al 117, Blvd du Montparnasse.
Estábamos llegando cuando empecé a oír, como un murmullo, los cadenciosos arpegios de un piano. Era jazz, no cabía duda. Era pequeño y sencillo. Swan Bar, se llamaba. Por el camino de Swan se llegaba al corazón de París, si Proust no era un jodido embustero. Miré el cartel de precios y actuaciones. Un trío; piano, contrabajo y saxo. Tocaba a las 9. Debían estar ensayando.
Me moría de ganas por entrar. Pero era la última noche.
Nos sentamos en un banco cercano, mientras hacíamos hora para ir a cenar. Era la última noche, sí. “Poemas de la última noche de la Tierra”. Sin ningún motivo, pensaba en Bukoswki y en ese libro que nunca llegué a leer. ¿A qué se refería?
Miré a Clara.
Lo decidí. El jazz podía esperar.

Nos levantamos y fuimos directos a la terraza de la Closerie. Estaba hasta la boca. Uno de los camareros habló con Clara. Había que esperar. Pedimos un par de copas de vino y nos obsequiaron con unos aperitivos. Nos acurrucamos junto a una pequeña barra que soportaba sobre sí un enorme bogabante. Observé el panorama. Estaba exento de turismo. Era extraño. ¿Qué tenía la Closerie que no atraía al lumpen? Era un misterio. Pero mejor así. La mayor parte de la clientela era autóctona. Viejales, pero de la casa. El lugar de tertulia de las mentes más maravillosas del planeta había sucumbido en un burdo Café Gijón a la francesa. Olía a abogados y fiscales, funcionarios del estado, directores generales y notarios.
También algunos comisarios de exposición, miembros de la academia o catedráticos se pavoneaban por allí.
Apestaba a institución.
Todo se lo llevaba, el mainstream. No había metro cuadrado donde uno pudiera plantar el pie donde no estuviese aquella hidra al acecho. Lo mejor era olvidarlo todo. Lo mejor era seguir, sin mirar a los lados. Lo mejor era esperar; esperar a que algún hijo puta levantara su asqueroso culo y se marchara en su lujoso automóvil. Lo mejor era beber. Vaciar la copa. Pedir otra. Seguir bebiendo. Y los minutos pasando. Quince. Treinte. Cuarenta y cinco minutos. Y ellos allí, aún, todavía, jalando, riendo, enseñando los dientes. Aquello era el espíritu redivivo de la gilipollez. Un montón de farsantes, un conglomerado de meado ensangrentado, un…n…
—Ya tenemos mesa…
A quién quiero engañar. El sitio era cojonudo. Elegante, señorial, burdeo. El vino estaba que te cagas. Los camareros eran profesionales como la copa de un pino. Era maravilloso nadar con fruición entre tanta mierda.
Nos llevaron a un lateral de la terraza que estaba techado y separado del resto. Un pasillito muy cuco. No se podía fumar, me cago en la leche. Pero estábamos bien, romanticones. Velitas y todo.
Pedimos una botella de vino de nombre impronunciable, unos entrantes y un par de platos de cuyo nombre no puedo acordarme. Daba lo mismo.
—Ya se acaba.
—Sí, se acaba.
Silencio.
—Estoy cansada, ¿tú no?
—Lo estoy… lo estoy. Sí… lo estoy. Es raro, sí. Es rarísimo, pero quiero volver ya a casa.
—Yo también estaba pensando lo mismo.
—Pero el vino está bueno, ¿verdad?
—Sí, me bebería cien botellas si fuera interminable la noche.
—Sí… ya creo que sí.
Terminamos de cenar y nos entramos al piano-bar. Había buen ambiente. Era calido, estar allí. Los espejos, la leve oscuridad, los sillones burdeos, las botellas verdes, rojas, amarillas.
Pedimos un par de copas. Yo Southern. Clara continuó con el gin.
Junto a nosotros, un grupo de tres personas hablaba español. Más bien mexicano.
Pedimos a uno de ellos si podía hacernos una foto. Accedió. Empezó a hacer el payaso haciéndose fotos contra el espejo, pero de forma muy simpática.
—¿De dónde sois, amigos?
—De Ceuta, España.
—Ah, bueno. No lo conozco.
—Yo México tampoco.
—Jaja. Sí, que bueno ¿no? ¿Y como que vinisteis a Paris?
—Vendí mi coche, y ya ves, aquí estamos.
—¿A qué os dedicáis?
—Él abogado laboral y yo profesora de historia (en el dique seco). ¿Y vosotros? Eso ¿De dónde sois? ¿En qué trabajáis?
—Somos del Distrito Federal. Ellos son amigos que vinieron a visitarme. Yo trabajo en una empresa petrolera. Soy químico. Ahora recién llegué de Libia y coincidió con la visita de mis amigos… y ya ves… estamos celebrando. ¿Les gustó Paris?
—O sí, desde luego.
—A mí me encanta, adoro vivir aquí. Pero ya sabes, mi trabajo es de mucho viajar, no paro mucho rato en un sitio. En fin. Este trabajo puto tiene su recompensa.
—Menos da una piedra.
—Chicos, un placer, volvemos a casa. Que lo pasen bien bonito.
—Hasta la vista, y gracias por la foto.
Clara y yo, como solíamos hacer, nos miramos. No pudimos por menos que descojonarnos. ¡Benitos desgraciados estábamos hechos! ¡En una petrolera! ¡Por dios! Nuestra risa era la imagen viva del miedo. Los dos en paro. Sin futuro a la vista. En Paris si un penique, y el dinero del coche definitivamente invertido, sencillamente en placer. Nos daba igual. Era la última noche en Paris. En la Tierra. Los últimos poemas.
Pagamos y salimos al Boulevard.
Estábamos algo borrachos. No como aquella mañana en Florencia, pero lo suficiente para darle a nuestro rostro trágico esa pizca de felicidad.
Avanzábamos; a lo lejos la oscura boca del metro.
A dónde iríamos. A Montmartre. A Ceuta. A dios sabe dónde.
No había manera de saberlo. Esto íbamos pensando, como dos turistas ebrios caminando sobre las ruinas.
jueves, 15 de marzo de 2012
CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO

LEVANTA
lunes, 12 de marzo de 2012
AS: Pére Lachaise




domingo, 4 de marzo de 2012
AS: Belville

Cogí mi sándwich y mi coca-cola y salí a la terraza. Me encontraba en la Place du Palais Royal, había quedado encontrarme con Clara en la salida del metro. Desde allí podía ver la imponente fachada del Louvre. Saqué mi libretita e intenté dibujarla para entretener la espera. Me estaba saliendo un churro patatero. Lo dejé. Me dediqué a observar el panorama. Era la hora punta. Coches, viandantes, policías de tráfico, semáforos, alcantarillas, carteras de piel, gafas de sol, polución, prisas… Empecé a sentirme de maravilla………LA CIUDAD………….hacía un día claro, luminoso, vital. En ese momento todo era cotidiano, pura rutina. Tenía la sensación de hacer aquello todos los días, era normal, estar allí.
Después de veinte minutos Clara apareció. La vi salir de la boca de metro, mirando a uno y otro lado intentando dar conmigo. Levante ambos brazos y empecé a hacer molinillo. Me vio. Mientras se iba acercando, la situación se volvía más familiar. Habíamos quedado, como si cada uno hubiese salido de su casa. Nos dimos un beso y nos quedamos mirándonos.
—¿Has dormido bien?
—Mucho.
—¿Qué toca ahora?
—Belville.
—Saca el mapa.
Belville estaba un poco a tomar viento. El viaje en metro resultó algo pesado. Tuvimos que hacer varios transbordos hasta llegar a nuestro destino. Nos bajamos en la Place de la République. Callejeamos siguiendo las indicaciones del mapa y nos dimos de bruces con uno de los extremos del Canal St-Martín. Tenía interés por saber como era la vida en Belville. Se decía que era el nuevo Montmartre, la nueva zona bohemia de la ciudad. Había algo que impedía el crecimiento de este tipo de zonas en lugares como Paris o Nueva York. En el momento en el que se ponían de moda, el precio de los alquileres se disparaba, lo que provocaba la deserción de todos aquellos que habían convertido la zona, por ser esta pobre, en un lugar de interés cultural.
Por lo visto en Belville ya estaba sucediendo. Todos los snobs de la ciudad trasladaban su tontería al barrio, lo que les daba ese aire alternativo, de estar a la última, necesariopara tirarse el moco en reuniones de tres al cuarto.
Tenía cierto encanto, Belville. Paseando junto al canal podías encontrar universitarios leyendo libros, bebiendo litros, fumando porros o comiéndose un bocadillo. Era agradable. Los edificios que rodeaban el canal eran más bien feos, sucios, como un barrio madrileño de los setenta. Pero era un sitio donde se podía vivir.
El cáncer que estaba empezando a carcomer Belville podía apreciarse en sus establecimientos. En los bajos de un edificio en ruinas podías encontrarte con una tienda de decoración artística, en la que el cachivache más barato era el pomo de la puerta. Dependientes con aires de moderno, intelectualoides, pasaos de mundo, que seguramente habían estudiado en Munich, fumado hierba en el Sacromonte, follado en una playa de Cerdeñay bebido té en Marraquech.
Conforme íbamos cruzando calles me sentía más asqueado. No había alma. Belville no era ni la uña encarnada del pie de Montmartre. En Montmartre aún el aire olía a violencia. Olía a prostitución, pillaje, asesinato, pobreza, desesperación, indigencia, creación…aunque ya no fuera así. En Belville olía a universitario VISA ORO y a hippie desnutrido. El BO-BO; el boheme-bourgeois. Era no más que otro proyecto artificial de levantar algo auténtico sobre una base falsa. Los grandes núcleos creativos de la historia surgieron de la forma más natural, por sí solos, en espacios largos de tiempo, por los motivos más insospechados y siempre unido estrechamente a la marginación. Belville resultaba tan amable a la vista que daban ganas de abrazarlo. Le faltaba ese algo. No había forma de imaginar que por aquellas calles pudiese estar vagando en ese momento el nuevo Tolouse-Lautrec. Vamos, ni de coña
.Buscamos un sitio para comer. Ninguno nos convencía demasiado. Hicimos un par de amagos para sentarnos en un par de terrazas pero en todas nos decían que la cocina estaba cerrada. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Finalmente nos sentamos en una brasserie. Estábamos sentados uno enfrente del otro, en la terraza. Clara cogió una silla y la puso entre los dos, para dejar el bolso. Enseguida, un gordo grasiento que comía junto a otras personas dentro del establecimiento se dirigió a nosotros en un desagradable tono francés. Clara intentó comunicarse con él en inglés. El camarero se acercó. Nos señaló la silla y nos hizo un gesto negativo con el dedo. Por lo visto no querían que esa silla estuviese allí. El gordinflón se dirigió al camarero en español; eran argentinos.

—¿Qué dicen?
—Yo que sé, no se enteran de nada.
Ya me habían tocado los cojones.
—Se da el caso, muchacho, que me entero de todo.
Se quedó blanco como la leche cortada. Miró al gordinflón, que por lo visto era el dueño del local, sin saber que hacer. Este volvió a hablarnos, esta vez en la lengua de Cervantes.
—No podéis poner la silla ahí, está prohibido.
—De acuerdo, eso es comprensible. Pero no es necesario hablar con tan mala ostia.
Empezó a dirigirse al camarero de nuevo en francés; parecía estar dándole una somera bronca por el patazo del comentario. Volvió a dirigirse a nosotros.
—Es que está prohibido.
—Clara, vámonos de este cagadero.
Clara cogió su bolso y nos levantamos. Se quedaron mirándonos como auténticos gilipollas perdidos.
Finalmente compramos algo de comer en un libanés. No sabía muy bien lo que habíamos comprado. Una especie de pollo mezclado con mil millones de especias y una ensalada.
Decidimos volver al canal, para comer allí.
Junto a nosotros, un grupo de jóvenes estudiantes, de una residencia cercana, parecían celebrar algo. Había cervezas y comida, sana amistad, juventud y estupidez. Catamaranes turísticos cruzaban el canal con lentitud, esperando la subidas y bajadas del nivel de agua, aguardando pacientemente el paso del que venía en sentido contrario.
La visita a Belville estaba acabando.
Me sentí extrañamente viejo.
CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO

viernes, 2 de marzo de 2012
AL CAFÉ

-NOÉ-
Dice un proverbio turco: El café ideal es negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel y suave como el amor.
Si tuviese que comparar este invento con cualquier otro diré que ni siquiera la bombilla se le acerca.
A diferencia del tabaco, a los que no gustan de este caldo, gusta su olor. Y como yo digo: que mejor despertar que el bofetón dulce del café.
Recomendaciones mínimas: solo doble. Si no ves el azúcar es que no hay. No compres más.
Recomendaciones optimas: cigarro y papel suave seda de combate.