Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







lunes, 1 de agosto de 2011

Autobiogracia





HID




HID son las siglas con las que los cirujanos se refieren a una hernia inguinal derecha, lo que los viejos del lugar conocen como quebrancía. A mí me fue diagnósticada una de estas hace unos meses, después de varios reconocimientos. Llevaba tiempo, demasiado tiempo ya, con un bulto extraño en el escroto, un tercer huevo totalmente inexplicable. Yo y mi hipocondria pensábamos que era cáncer, aunque hasta entonces, por aquello de haber nacido en septiembre, siempre había creido que era libra. No sé dónde coño escuché que esta mortífera enfermedad se manifestaba a veces en bultos y protuberancias, y esa idea había ido ganando fuerza en mi cerebro. Ya hacía mis cábalas sobre cúantos meses de vida me quedarían, quizás semanas, días en el peor de los casos.


Animado por mi novia que no quería un chico con más pelotas de la cuenta, me atreví a personarme en el ambulatorio ante el médico de cabecera que lo primero que me dijo cuando le conté lo que me pasaba fue "vamos a verlo". Que me bajara los pantalones, vamos.


"¿Aquí mismo, doctor?" pregunté yo, siempre tan tímorato en estas situaciones. El médico debío captar mi inseguridad porque se acercó a la ventana y la entornó. La consulta estaba en la planta baja, en la plaza del pueblo y no queríamos público en aquel lamentable espectáculo.


Aquello me recordó que no era la primera vez que me quedaba al descubierto ante un profesional sanitario. Ya con quince años me planté ante una doctora con un dolor de huevos angustioso. La médica me preguntó que si no habría tenido un caletón la noche anterior. Yo que por entonces estaba siempre caliente le dije que no especialmente. No más que cuando tras echar la persiana y aclararme que aquello no era para crear ambiente, se acercó hacia mi que ya estaba echado en la camilla pantalones por los tobillos enfundándose aquellos suaves guantes de latex.


Aquella doctora tenía mejor mano que el nuevo médico de cabecera, que además era medio calvo; donde va a parar. Ellas están infinitamente mejor dotadas para lo que es el delicado gesto de palpar testículos, siempre tan sensibles. Es una cuestión biológica. El caso es que después de tantear el terreno el médico me comentó que posiblemente se tratara de una especie de dilatación de un conducto seminal, algo que por un lado me desconcertó pero por otro me tranquilizó bastante, porque no era cáncer, no me iba a morir, y ni si quiera había que tratarlo.


Después de explicarme el funcionamiento del interior cavernoso del pene y como éstas cavidades se llenan de sangre provocando las típicas erecciones matutinas, el doctor me dió cita para visitar al especialista.


Unas semanas después acudo al Hospital San Juan de la Cruz de Úbeda para ser reconocido por un nuevo profesional que me recibe cordialmente y me saluda con acento boricua. Esta inicial afabilidad que mostré casi automáticamente por efecto empático, se truncó cuando tras bajarme los pantalones el latino empezó a apretar con fuerza en mis partes bajas. Intenté aguantar como un campeón pero cuanto más me aguantaba yo más apretaba el muy cabrón. Al final se lo tuve que decir.


"Me hace usted daño."


Esos apretones le sirvieron para saber que no se trataba de ninguna dilatación de nada sino de una hernia. ¿Una hernia? Lo único que yo sabía de esa enfermedad es que mi padre padeció una en la espalda que en sus peores momentos le impedía hasta permanecer sentado. No sabía que también pudiera afectar a las pelotas. Mi padre que me acompañaba en la consulta me explicó junto al doctor que una hernia suponía la rotura de tejidos internos, que hacía que ciertos órganos pudieran desplazarse y salir de su habitual estancia invadiendo espacios que le estaban vedados. Esas hernias, podían afectar a la espalda, en concreto a la columna vertebral, como en el caso de mi padre, dando lugar a lo que se conoce como hernia de disco, dolencia que afortunadamente mi padre superó sin problemas. En mi caso se trataba de una hernia inguinal.


Entonces papá se puso a evocar su infancia y recordó como un día al entrar en casa de la tía Juana se la encontró desparramada en la cama con las tripas por fuera. "Si no llego yo esa mañana allí se queda". Muy bien papá, me quedo mucho más tranquilo.


El cirujano que me iba a operar me explicó unas semanas más tarde de qué se trataba exactamente. Para que nos entendamos: Una bolsa contiene tus intestinos, esa bolsa se ha roto y las tripas están ocupando tu escroto. Explícito, crudo, directo. No te preocupes. Devolvemos cada cosa a su sitio, cosemos la bolsa y le ponemos un refuerzo por si acaso. Así de sencillo.


La siguiente vez que vi a este tipo -alto, deportista según me había comentado en nuestra primera entrevista, de manos grandes y dedos finos y alargados- lo hice tendido en una camilla, con un camisón verde que me dejaba el culo al aire, y con los nervios a flor de piel a la entrada del quirófano. Trajeron al chico que estaba en la habitación conmigo antes de pasar a quirófano. Lo iban a operar de amigdalas y estaba acojonado. Yo también pero a mí no se me notaba tanto. La procesión iba por dentro. Cuando llegó el cirujano y me destapó, palpó y me dijo:


- es muy grande.

Gracias doctor - pensé yo - pero mi chica no opina lo mismo. Luego pensé que tal vez el hombre se refería a la hernia. Tenía más sentido. Ya en el quirófano lo primero que me llamó la atención fue lo frío de aquella estancia. No es que hiciera fresco allí dentro. Era el aspecto. Industrial-aséptico-tecnológico. No sabía si estaba en la trastienda de una nave de un polígono a las afueras o estaba en una nave de verdad, una nave espacial, y había sido abducido por aquellos tipos verdes que se disponían a abrirme, con Sting & The Police sonando de fondo.


Una inyección directa a la médula espinal iba a hacer que no sintiera nada de lo que sucedía de mi ombligo para abajo, una sábana colocada a esa altura impedía que lo viera y un olor a pelo chumascado me decía que nada bueno, mientras los que me intervenían comentaban lo rico que estaba el rabo de toro en Casa Juanillo.


En cuestión de veinte minutos estaba fuera, con el cuerpo dormido de cintura para abajo. Qué sensación más extraña palpar mis piernas como si fueran las de otro. Conforme el efecto de la epidural iba menguando aumentaba el dolor. Así se lo hice saber a unas jovencitas que por allí deambulaban, muy lindas para ser marcianas, pensé. Me inyectaron algo y en cuestión de segundos empecé a marearme. Se lo conté y me inyectaron otra sustancia que me hizo sentir mejor. Mientras aquellos sedantes hicieran su efecto no había problema. Yo era un pequeño inválido muy bien rodeado y asistido. Preciosas enfermeras dedicándome atenciones, profesionales de la salud preocupados por mi estado, mi madre dándome el yogur como cuando aún no iba a la escuela. Eso era vida.


Pero al igual que la infancia, todo lo bueno se acaba y cuando hubo que incorporarse (el S.A.S no puede permitirse tener a un paciente más de unas horas ocupando una cama tras ser intervenido) empecé a tomar conciencia de lo que me habían hecho. El señor mayor que ocupaba la cama contigua había sido operado de algo parecido, la misma intervención unos centímetros más arriba, a la altura del ombligo, y el hombre se levantó como un mozalbete, se vistió y se fue a pie. Esto no es nada pensé.


No sabía yo que los abdominales fueran tan importantes, casi diría imprescindibles en cualquier movimiento. Uno piensa que para levantarse se usan, los pies, las rodillas, algún músculo en la espalda tal vez, pero no, uno se levanta con los músculos del abdomen, se sienta con el abdomen, habla, mastica, tose, estornuda con el abdomen, justo la zona que a mi me habían abierto y me habían cosido y me iba a dar por el culo al menos los cuarenta días siguientes.


Mi madre con sus cuidados iba a hacerme un poco más fácil la convalecencia pero en dos meses empezaba la campaña de aceituna y para entonces tendría que estar en forma. Leves complicaciones con la sutura iban a hacer que siguiera siendo asistido unas semanas hasta que por fin se retiraron los puntos, se cerró la herida y volví a la normalidad, no sin antes volver a enseñarle la minda al cirujano en una última revisión final.



-Fabyo in da house-

2 comentarios:

  1. Gran texto Duken. Me recuerda a la historia de mi fimosis salvando las distancias. La verda que estar tumbado en una mesa de operaciones es una de las situaciones mas ridiculas de la vida. Aun recuerdo cnd la enfermera que era mi vecina del 4º me preguntaba por mis estudios mientras me rasuraba las pelotas...momentos que no tiene precio

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  2. Entrañable Frank, me alegro de que al fin y al cabo todo saliera bien, sé que te preocupaba, pero al final ya ves, siempre se sale a flote.

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