Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







sábado, 25 de febrero de 2012

Tito Paco

-Africano-

Era tío de mi madre, de mi abuela, de mi abuelo, del perro o qué se yo.

De hecho, ni siquiera sabía si eso también era cierto; lo de que era tío de alguien. Llegaba normalmente a la una del medio día, a casa de mi abuela. Con su traje gris, su chaleco oscuro y su corbata roja. Parecía tito Paco un viajante en bancarrota. Se sentaba en el sofá junto a la ventana y esperaba a que se le acercasen para recibir unos besos. En su calva refulgía el Sol y en sus ojos la vida brillaba por su ausencia. Yo me quedaba mirándolo, fijamente, como poco a poco iba perdiendo el sentido. El resto; mi hermana, mis padres, mis tíos… no le hacía ni puñetero caso. Tito Paco estaba ahí, como estaba la lámpara, el marco de las fotos o las cacas de las moscas en la pared. Jamás lo oí decir una frase coherente, qué más, jamás le oí decir una frase. Yo dudaba si algún día lo habría hecho. Era difícil imaginarlo niño, corriendo, jugando con otros niños. O trabajando, haciendo un pedido, pidiendo un préstamo al banco, sudando por las facturas. Para mí aquel hombre había nacido ya así, con traje gris y todo, viejo, alelado y trasparente. Yo lo miraba, esperando mi dádiva. Siempre lo mismo. Veinte duros. Me hacía un gesto con la mano, casi sin mirarme, señal que indicaba que podía acercarme a cobrar. Después me ponía la cara y yo le daba un beso. No era difícil. Buscaba por sus costados, tras los codos, bajo los sobacos, en las pantorrillas, buscando la obertura de la hucha. No había manera de imaginar de donde salía todo ese dinero. Siempre tenía veinte duros, el jodio. Ni una peseta más ni una peseta menos. Daban ganas de darle un martillazo y esperar a que se desparramasen por la salita miles de monedas doradas entre sus pedazos de carne inerte. Tito Paco no servía para nada. Eso me preocupaba. No entendía por qué había que seguir alimentando un bicho que no daba ni la hora. Aunque como un reloj, todas las semanas, en un ritual casi demencial, aparecía los sábados tocando a la puerta, sentándose en el mismo sitio, dándome el mismo metal del mismísimo valor.

Un día se cagó encima, pero a él parecía no importarle. Ni un ápice de bochorno en su rostro. Vivía inmerso en la más profunda entropía. El mundo transcurría ante sus ojos como una película mala que ya había visto más de tres veces. Si respiraba, a nadie parecía importarle demasiado.

Unos años más tarde mi madre comentó algo de que había muerto. No fue una sorpresa. Para mí que llevaba muerto desde el 36. Por lo visto, tito Paco perdió el juicio cuando su mujer murió, de lo que cabía entender aquella su condición fantasmal que yo presencié en la niñez. Sus hijos, porque los tenía, lo habían ingresado en un geriátrico. No duró ni dos meses. Decían que se dedicaba día y noche a llamar a su mujer, gimoteando como un niño en busca del calor de una madre: ¡Concha, Concha!; gritaba. ¡Concha, Conchita! Un día calló por unas escaleras y se partió un brazo. Dos más tarde, pudo recuperar la suficiente lucidez para asegurarse de no fallar. Se subió a una silla y se tiró de cabeza contra el suelo.

El cabrón, al final, contra todo pronóstico, había decidido morir como un hombre.

1 comentario:

  1. ole tío paco, a saber que se le pasaba a este señor por la cabeza... increíble relato

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