Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







viernes, 26 de noviembre de 2010

BREAKFAST


(Fragmento inédito del ficticio libro "USA bocaabajo" pendiente
de elaboración.)

-Africano-

Son las 9:35 de la mañana. Estamos en Granada. Clara, el gato y yo. Anoche, antes de acostarnos, me comentó que, por ser su cumpleaños, podríamos hacer un buen desayuno americano al uso que, según nuestras referencias cinematográficas, se debía componer de: Bacon, huevos, café recién hecho, zumo de naranja y tostadas con mantequilla y mermelada.

Me enfundo unos “jeans” y una camiseta arrugada que descansa solitaria sobre el respaldo del sillón. Debía de llevar ahí tres días lo menos. Impresa en ella, Jimi Hendrix exhala el humo lila de un “cigarro” sobre un fondo negro. Como era de esperar, y tras hacer inventario en la nevera, no hay más remedio que bajar al super a por bacon y naranjas. Enciendo el primer pitillo de la mañana que extraigo de un manido paquete de Lucky que se ahoga entre ceniceros atascados y botellas vacías. Expulso el humo y contemplo el día. Pienso que así debe comenzar el típico en la vida del común americano, en paro, con su tipa de resaca y la casa hecha un desastre. Pero esto es España. Allí, al menos, fuman su propio tabaco. Ya en la calle, un Sol de justicia luce sobre aquel cielo que Hemingway llamara “el alto cielo de España”. Personalmente, no encuentro ninguna particularidad en relación al resto de cielos del mundo, si bien no he visto más que el de Italia, primo hermano del nuestro. 2 kilos de naranjas y un paquete de bacon al vacío. Debía ser allá por el siglo XVII cuando Pascal descubrió la relación existente entre la presión atmosférica y la altura sobre el nivel del mar, constatando así la existencia del vacío y gracias a ello, la posterior invasión de la comida envasada en los supermercados de todo el mundo. Al mirar los filetes de bacon perfectamente amontonados unos encima de otros y comprimidos dentro de su asfixiante receptáculo, soy consciente de que el desayuno americano que tenía proyectado está lejos de alcanzar la autenticidad esperada. Aún así, ya tengo lo necesario para volver a casa y empezar a trabajar. Al abrir la cartera para pagar, me encuentro con dos míseros céntimos en el fondo del mismo calentándose alrededor de una fogata. Sin otra opción más factible, tiro de un instrumento que en raras ocasiones utilizo en mi vida cotidiana, la tarjeta de crédito. Debió ser, este invento, creado en un principio como sustitutivo del dinero en metálico, para facilitar la compra-venta y evitar los problemas subyacentes a estos materiales tales como robos, falta de efectivo, control de la falsificación, etc. Si bien, al menos en el nivel de vida en el que me muevo, la utilización de estas se ciñen exclusivamente al pago de electrodomésticos, de una habitación de hotel, de un billete de avión, de una cena o, en definitiva, lo que podríamos llamar “cosas de peso”. Llevar el poder en un bolsillo es algo demasiado goloso para el consumidor medio, como una varita mágica con la que conseguir, mediante el pago a plazos, productos de segunda y tercera necesidad. Mi necesidad, en este momento, es el cero rotundo que llenan mis bolsillos y sin más opciones, como buen americano, invito a la cajera a que lo cargue en mi cuenta. Ya en casa, la cosa resulta fácil, no hay secreto en esto de la cocina americana; unos huevos revueltos, unas buenas lonchas grasientas de buen bacon, una jarra bien llena de zumo de hermosas naranjas y el café, solo, a poder ser, o tímidamente manchado. Mientras se hace, el café, no puedo menos que imaginar una linda camarera americana, mascando chicle, con una jarra de cristal sujetada por su asa en la mano y recitando las palabras más bellas que se pueden escuchar parando a la derecha en la primera cafetería de la ya desaparecida Ruta del 66: “¿Más café?”. “Si, por favor y un trozo de tarta de arándanos”. A esto, la cafetera empieza a chillar como un reo en el corredor de la muerte y a vomitar oro negro de sus entrañas. No es lo mismo, pienso. Y no es por el lugar. Recuerdo a mi gran amigo Greg Little, compañero de piso en mi primer año de carrera. Recuerdo aquel día que recibió una enorme caja de su madre desde Springfield, Illinois, con todo tipo de productos desconocidos para mí, excepto, claro está, un extraño bote de color amarillento que según pude saber luego era la tan conocida y jamás saboreada por mí crema de cacahuete. También, una caja que contenía enormes galletas con pepitas de chocolate (similares a las comerciales chip´s ahoy) que daban ganas de guardar dentro del bolsillo de la chaqueta para una emergencia. Del resto de productos, poco puedo decir, por mi desconocimiento de los usos culinarios anglosajónes, pero si puedo hablar de algo curioso, al menos para mí, referente al desproporcionado tamaño que tenían aquellos alimentos y de las cajas y envases que los contenían. Más que para ser engullidos por un hombre parecían fabricados para estómagos superdotados o para sobrevivir a una guerra. Me atrevería a decir, incluso, que la superioridad militar de estos en sus habituales conflictos bélicos se debe, más que a su superioridad tecnológica, a la abundancia de alimentos y recursos energéticos de los que disponen.

La mesa está preparada y yo, deseando hincarle el diente a tan bello espectáculo, espero. Y al aparecer en mi mente, esta, la palabra espectáculo, me golpeo la cabeza y mascullo un sonoro “caspita” por ser tan necio al no recordar que lo crucial de un desayuno (americano) y el factor más importante a parte de los productos necesarios, su envase al vacío, la forma de pago, la elaboración, el café, su tamaño o el lugar exacto donde tomarlo, es su presentación. Me hago con una bandeja y coloco verticalmente una longeva margarita en una de las esquinas. Entro en la habitación, corro las cortinas y un refulgente sol de media mañana estalla sobre las sábanas. Allí deben ser alrededor de las 5:00 a.m. Hora de despertar.

- ¡Cariño! ¡Vamos pequeña! El desayuno…

Y te puedo asegurar que nunca falla.

2 comentarios:

  1. ¿Más Café? es la jodida frase, gran texto

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  2. Muy de acuerdo, gran texto y gran frase.
    Yo también quise siempre un trozo de tarta de arándanos. A ser posible, en la ruta 66. Con batido, que allí el café es aguachirri.
    Id pensándolo, que todavia somos jóvenes.
    Veterano, consigue esa caravana que nos tenias prometida que nos vamos :)

    Inma.

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