Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







viernes, 22 de octubre de 2010

NADA GRANDE EN ESTO


-Africano-

Estaba jodido. Se pensará que con esta afirmación quisiera expresar un estado anímico bajo, de tristeza, de abatimiento. De ninguna manera. Estaba jodido. Si has leído “La náusea” de Jean Paul Sartre me entenderás. Ésta, la náusea, es algo indescriptible. Si bien, más que simplemente la sensación de ser absorbido por la realidad, esto se vio agravado por un cuadro psiquiátrico de ansiedad y depresión. Desde que despertaba por la mañana, la sensación de pesadez que iba desde las piernas hasta los párpados, la sequedad de boca que se mezclaba con el esputo producido por el tabaco, la falta de energía, la falta de apetito… todo esto, hacía que el día se presentase como un infierno, un infierno que había que superar con la seguridad de que al día siguiente volvería a comenzar. Algo así como el mito de Sísifo en miniatura. El café estaba totalmente prohibido. Medio vaso de este provocaba una hora de locura. Temblor de manos, hiperactividad, hormigueo, visión defectuosa… Por el contrario, las infusiones eran mis mejores aliadas. El simple proceso de preparación ya contribuía a calmar mis nervios, aunque la ingesta, luego, por el hábito, no tenía efectos satisfactorios. Los días de calor amenazaban con la bajada de tensión. Como aquel día, en la comunión de mi primo Miguel, después de una borrachera nocturna, después de haber dormido cuatro horas, allá fui, a la iglesia, con 38 grados a la sombra y un pitillo en los labios. Pitillo el cual me revolvió el estómago y convirtió mi boca en un barril de cieno. Luego, en el convite, la primera cerveza que debía contribuir a nivelar mi estado, me atacó el cerebro de tal manera que solo pude beber medio vaso. Luego, el primer plato y la primera pinchada de carne. Al masticar la pieza cortada, esta se convirtió en chicle dentro de mi boca y se deshizo como agua residual. Al llegar al estómago vino la crisis definitiva. Sensación de náuseas. Las personas que hablaban alrededor parecían inquisidores que con su conversación quisieran castigarme. La angustia comenzó a apoderarse de mí. Miraba a ambos lados de la mesa buscando la salida. Tenía que movilizar a unas diez personas para conseguir salir de aquel lugar, con el consiguiente escándalo, todo el mundo preguntando que qué pasaba y yo, yéndome por el desagüe de mi consciencia. Al fin alcancé a mi hermana y le expliqué con el poco aliento que me quedaba que disimuladamente me acompañara fuera. Mi cuñado nos siguió. Rogué que inmediatamente me llevasen a casa, estaba a punto de desfallecer. Una vez en el coche, todo me daba vueltas. La ventanilla cerrada me asfixiaba. La ventanilla abierta, con todo aquel aire caliente entrando a borbotones, taponaban mis orificios nasales impidiéndome respirar. Llegamos a casa. Mientras bajaba del coche miraba a mi alrededor. La luz solar del mediodía entraba por mis ojos de manera extraña. Parecía como si me hubiese tomado cinco gramos de cristal. La percepción totalmente alterada, los colores, el viento, el sonido, se confundían en una ensalada de sensaciones indescriptibles. Y todo ese mejunje me anunciaba algo aterrador. Estaba convencido de que aquel era el último día de mi vida. No podía imaginar que fuera a salir de aquella situación, simplemente. Era extraño. Me preocupaba, pero al mismo tiempo me producía curiosidad estar en ese estado. Lo absurdo de la situación. Ese día anodino, sin ningún interés para mí, iba a ser el final de mis días. Qué gilipollez. Entramos en casa y me tumbé en el sofá. No había postura alguna que se acomodase a mi situación. No sentía ninguna parte de mi cuerpo. Una insensibilidad aterradora. Parecía que el cuerpo me había abandonado o que yo lo había abandonado a él. Pensaba que al tragar saliva me ahogaría. No sabía por qué vericuetos iba a ir esa salivación. Si al estómago, a los pulmones, o a qué sé yo. La confusión era global. Tumbado me asfixiaba. Sentado, con la cabeza sobre mis rodillas, me mareaba. De repente, sentí la necesidad de orinar. Fui al baño arrastrándome como pude apoyado a la pared. Allí, tras bajarme los pantalones y sacármela, esperé a que el orín saliese por sus propios medios. No me sentía la polla. En lugar de eso, un líquido viscoso y nauseabundo empezó a salir. Esto me asustó. No sabía qué coño estaba pasando. Algo pasaba ahí abajo. Algo no funcionaba. Pensé que era mi fin. Pensé que si salía de está seguramente aquello estuviese estropeado para siempre. Empecé a sollozar. Incluso estas, las lágrimas, salían sin ton ni son de mis ojos, tomando direcciones que no lograba percibir. Al fin meé cuatro gotitas y me subí los pantalones. Volví al salón donde mi cuñado, con la cara descompuesta, esperaba buenas noticias. Propuso llevarme al hospital. Le dije que era imposible, no podía moverme de ninguna manera. Supliqué que viniese mi madre. Al cabo de una hora aparecieron mis padres por la puerta. Su simple presencia me animó y vi una posibilidad de salvación. Me dio un Lexatín. Hasta entonces no había tomado yo la decisión de tomarlo por un terrible temor a atragantarme con la misma pastilla. Además, pensaba que podría provocarme la muerte por lo débil que me encontraba. Claramente estaba delirando. Estaba grave, eso era evidente. Pero todo empezó a ir mejor. La pastilla me tranquilizó, comencé a recuperar la sensibilidad y a percibir la realidad con normalidad. El miedo fue desapareciendo poco a poco. Mientras, mi madre no me soltaba la mano y me miraba como se mira a un hijo que está resfriado. Empecé a comprender que no iba a morir. Pesaba sesenta y tres kilos, lejos de los setenta y cuatro que un día llegué a pesar. Esto era un toque de atención. Un kilo menos y me iría al garete, de eso estaba seguro. Había percibido el olor de la muerte aquel mediodía y no tenía nada de grandioso. No merecía la pena morirse, por nada del mundo.

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