Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







lunes, 3 de octubre de 2011

Visita al Museo del Louvre

-Africano-


La dejé durmiendo en el Hotel Aviator de Montmartre. Ya había estado en el Louvre y prefería descansar después de dos días pateándonos Paris. Me desperté a las ocho y media y de un resorte me metí en la ducha de medio metro cuadrado. Bajé al vestíbulo y saludé con un efímero "Bonjour" al recepcionista. Cogí el Metro en la parada de Brochant para posteriormente hacer trasbordo en la Place du Clichy.
El viaje en metro en solitario tenía otro cariz diferente a los que había realizado hasta el momento. No se era parisino sino se viajaba solo, codo con codo con el jornalero cotidiano, entre la mezcolanza de rostros agotados antes de comenzar el día.
Me bajé en la parada de la Place du Palais Royal. Eran las 9 de la mañana y para mi sorpresa los alrededores de la pirámide de cristal apenas contaba con una veintena de turistas. Después de recorrer la enorme plaza en busca de la entrada, auscultando recovecos y saliendo por pasadizos que me hacían volver al punto de partida, tomé consciencia de que la entrada al museo se encontraba en la propia pirámide. Había que tomar una escalera mecánica subterránea para penetrar en la mayor pinacoteca del mundo.
No había desayunado. Traía el espíritu dispuesto y el estómago vacío para el deléite estético. Había tres direcciones a tomar para visitar el Museo. El ala Richelieu (dedicada en su mayor parte al arte francés) el ala Denon y el ala Sully. Tiré para la Denon. Mientras subía una pesada serie de escalones me encontré al levantar la mirada con la Victoria de Samotracia. Ordas de japos disparaban los flashes de sus futuristas cámaras fotográficas contra el cuerpo marmóreo de la diosa. No tuve especial dificultad para conseguir mi primera instantánea. Coloqué mi Nokia C6 sobre las cabezas de un grupo de caníbales y me marché a la siguiente sala.
Tenía la cosa bastante clara. Había que ir a lo recordable. Mi ansiedad por no parecer el típico paleto que solo aprecia lo cognoscible me hacía cometer el error permanente de pararme más tiempo de la cuenta delante de cuadros cuyos autores habían tenido la desgracia de ser solo apreciados por teóricos de las artes plásticas.
Me dirigí a la pintura italiana y española. Me paré medio minuto ante un Fray Angélico y un retrato de perfil de la marca Piero de la Francesca. Sus nombres grabados sobre las placas me emocionaron más que sus pinturas. Cuando estuve en Florencia consiguieron acabar con mi paciencia, así que me despedí y seguí adelante. Unos metros más allá se encontraba el San Juan Bautista de Da Vinci. Acojonaba de verdad. Un retortijón atravesó mis vísceras. Lo miré una vez más y continué.
Después de pasar ante mí un desfile de italianos intrascendentes me encontré casi sin querer con unos de mis venerados. Caravaggio. La echadora de buenaventura, La muerte de la Virgen, El reposo de la Santa Familia... Podía olerse en cada uno de ellos lo cabroncete que había llegado a ser en vida. Luz, color, encuadre, personajes del bajo mundo entre escenas sagradas... Todo atrevimiento. Un auténtico genio. Ante mi escaso bagaje cultural en lo que a la pintura se refiere, encomendé mi percepción al puro instinto. No lograba encontrar las razones de la indiferencia que me provocaban un Rafael o un Da Vinci. Sabía, sin embargo, que debió ser durante aquella época cuando el ser humano empezó a enfermar de verdad. La dispersión medieval dejaba paso a la obsesión por la composición de las figuras, aquello era sintomático. Más allá de eso no lograba descifrar nada más. En cualquier caso, el gusto era algo personal e intransferible. Un sexto sentido me inclinaba a pensar que era más divertido irse de cervezas con Caravaggio. Todo mi análisis museístico se reducía normalmente a conclusiones gilipollas como esta. Para mí la verdad era aforismo. Me resistía a aceptar la máxima del experto. Para mí Rafael y Leonardo representaban eso. Había algo en el genio del claroscuro que me daba esa verdad y media de la que hablaba Nietzche.
Llegó el momento culmen. La sala parecía una noche de tormenta. Flashes y un murmullo atroz tapaban la visión de la joya de la corona. Allí estaba la Gioconda, salpicada por el semen amarillento de aquellos hombrecillos que colgaban de sus cámaras. Acorazada tras un cristal antibalas con un grosor similar al del muro de las Lamentaciones, se encontraba aquel símbolo de la humanidad. Estaba echando cuentas imaginarias sobre el valor que debía tener el cuadro cuando un nuevo retortijón me revolvió las vísceras. Algo no marchaba bien, así que salí de la sala y continué mi camino.
Regresé a casa. Una vez allí me invadió un estúpido sentimiento patrio. Era palpable el poco éxito de la pintura española frente a la italiana. Los turistas parecían pasar de largo, mirando los Zurbarán y los De Ribera con cara de alelados. De pronto lo encontré. Era “El Joven Mendigo” de Murillo. Por segunda vez en mi vida sentía, contemplando un cuadro, eso que algunos llaman “emoción estética”. La primera vez que lo experimenté fue en la Galería de los Uffizi, de nuevo con Murillo. Miraba a un lado y a otro sorprendido por la indiferencia de los que pasaban por su lado. Tenía ganas de ponerme a berrear a voz en grito: “¡Pero donde coño se supone que vais, es Murillo!”. Poco a poco conseguí zafarme de mi españolismo y empecé a disfrutar en soledad.
Vi mi primer Goya y gocé con dos cuadros del Greco. Para mí la visita había terminado. Aún quedaba una última sala del ala Zenon. Dos agitados y apabullantes paisajes de Constable y Turner me trasladaron a los últimos años de instituto, y a aquel libro de Historia del Arte cuya portada era un cuadro de Velázquez, “El Aguador”, si no recuerdo mal. Y junto a ellos, un cuadro de un tal Raeburn, Petit fille tenant des fleurs, donde aparecía retratada una hermosa niña sujetando unas flores que me embebió de belleza durante varios minutos.
Aún eran las 11 de la mañana. Fui a visitar la Venus de Milo y una escultura de Miguel Ángel. Pasé de largo Egipto y Grecia, y me fui de cabeza a la pintura holandesa. Allí, definitivamente, me perdí. Rubens invadía la primera Sala. Veinticuatro telas de gran formato inundaban la estancia, encargo de una reina madre forrada, que consiguieron marearme de lo lindo ante tal cantidad de figuras en movimiento. Mientras miraba unos Van Dyeck, empecé a cagarme en serio. Aún me quedaba ver a Rembrant y no sabía qué hacer. Decidí buscar la salida. La lógica debía haberme hecho regresar el camino andado. Por el contrario, me dediqué a ir de sala en sala como un familiar buscando a un enfermo en un hospital. Casualmente, aquel problema me llevó a encontrar al genio holandés. Varios retratos del artista y un ternero abierto en canal colgado de un garrote. Suficiente para convencerme de que no me interesaba demasiado. Seguí cruzando estancias totalmente perdido, solamente guiado por un extraño instinto de supervivencia. Al fin me di de bruces con la salida, bajé las escaleras y busqué los servicios. Aún me quedaba por ver a Delacroix y su Libertad guiando al pueblo, pero a esas alturas no existía cuadro en este mundo que me hiciese desviar el rumbo. Existían otras libertades que alcanzar. Cagar y salir de allí. E hice las dos. Volví a la superficie.
Ahora sí, miles de turistas abarrotaban las puertas. Me fui en busca de algún sitio donde desayunar. Por el camino una rumana quiso hacerme firmar una especie de cuestionario. Recordé un cuadro de Frans Hals que había visto en la zona holandesa. Se trataba de una prostituta a la que habían disfrado de gitana y que sonreía maliciosamente. Crucé la carretera y tras esquivar una serie de braseries, encontré un aséptico salón de the, estéticamente similar a un Starkbucks. Pedí una Coca-cola. Pasé serias dificultades para explicarle al gabacho que quería un bocadillo de jamón. Un inglés, enterado él, se adelantó para decir sándwich. Evidentemente no tenía ni idea de lo que era un bocadillo. Yo, visto lo visto aquella mañana, tampoco parecía tener mucha idea de lo que era el arte.

1 comentario:

  1. Comienza a ser una constante "tus asuntos internos" en momentos cruciales...

    Fantástica entrada, me encantan las crónicas urbanas y más de un lugar tan especial como ese.

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