Aquella estaba siendo una extraña noche. Sebastián tenía la conciencia muy agitada, recordándole el examen que tenía a la vuelta de la esquina, provocándole remordimientos constantes, porque sabía que debía estudiar si quería aprobar ese examen y sin embargo no podía despegarse de la video consola. Antonio había traído ultrakenke y fumarla con los colegas mientras echaban unas partidas era mucho más divertido que el tocho que había abierto sobre la mesa de su cuarto. Así que fumó y se distrajo con sus compañeros riendo mucho y hablando poco, metiendo goles y pasándose el canuto.
David le comentó que la noche se estaba poniendo muy fea, que tendiera la ropa en otro lugar porque había comenzado a llover y se iba a empapar de agua. Parecía que iba a haber tormenta. Seba dijo que no le importaba la ropa, que no pensaba salir a fuera con la noche que hacía. Un relámpago iluminó el cielo a través de la ventana. Una ventana por la que apenas entraba luz del día, luz por otra parte innecesaria puesto que los chicos se acostaban de madrugada y dormían hasta que el sol se ponía.
Cuando el partido terminó, una vez en su dormitorio, decidió que era hora de ponerse a leer y se lió un petardo y lo encendió y le dio un par de tiros mientras el catch a fire de los wailers sonaba de fondo. Aparcó el peta en el cenicero para intentar centrarse en lo que estaba haciendo, pero los desconcertantes falsetes de Tosh no le dejaban concentrarse y entonces salió a echar una meada y a tomar el aire. En el cuarto de baño el sonido de la orina cayendo al váter se confundía con el de la lluvia que caía en la calle. Sentía sórdidas gotas de agua cayendo por todas partes, golpeando contra los tejados las persianas y las paredes.
Fue hasta la puerta del patio y se asomó un momento. El frío calaba los huesos, una ráfaga de aire gélido le traspasó y se le erizó el bello por todo el cuerpo. Volvió a entrar en la cocina y cerró la puerta tras de sí. Abrió la nevera y sacó un cartón de leche. Volvió a cerrarla y se preparó un colacao caliente. Tomó la taza humeante por el asa para no quemarse y enfiló el pasillo que parecía más largo y ancho que de costumbre, más corto y más estrecho según avanzaba, como si el pasillo cambiara de dimensiones a cada paso que daba, y oscilara y serpenteara cuando siempre fue recto.
Entró en su cuarto y cerró la puerta por dentro. Normalmente no echaba el pestillo pero esta noche lo hizo. Una vez en su cuarto se sintió más tranquilo. Allí estaba la tenue luz de su lamparita de estudio y la hermosa llama de la vela de aromas a sándalo. Allí brillaba un brasero a los pies de su mesa y caldeaba la habitación. Fue un alivio encontrarse ahí dentro y retomó su tarea y prendió de nuevo el porro que había dejado a medias. Estas últimas caladas fueron más densas, le provocaron sueño, y casi se estaba quedando dormido sobre el libro abierto, cuando notó el roce de una fría mano espectral bajo la nuca.
Abrió los ojos de par en par y de un golpe se levantó de la silla, derecho, firme delante de su mesa de estudio como un soldado ante su sargento, sin atreverse a volver la cabeza, por miedo a ver lo que no quisiera, mira por la ventana y en el cristal la lámpara dibuja el reflejo de una habitación en la que se vislumbra una sombra, una sombra que al saberse descubierta se desvanece tras la puerta. Sebastián reúne el valor suficiente para volver la cabeza pero no hay nadie más en esa estancia.
Encendió de nuevo el canuto de hierba y miró la hora. Eran las cinco de la madrugada. Pensó en irse a la cama y sin tiempo para más, súbitamente la luz de la lámpara se apaga. Una violenta sacudida de viento y lluvia golpea en la ventana. La llama de la vela comienza a temblar y está a punto de apagarse cuando casi extinguida se aviva. Sebastián siente pasos fuera, en el pasillo, pasos desnudos, y juraría que ha oído el crujir de una puerta. La llama se agita nerviosa y crece y se bifurca mientras se escuchan fantasmales voces en el pasillo, voces susurrantes y amenazadoras que gritan cuando no se repara en ellas y parecen cesar cuando se las escucha.
Se hizo el silencio. De pronto la llama parece de nuevo cobrar vida y tener ojos que miran ferozmente desde el interior del fuego abrasador. Sebas estremecido en el suelo de su habitación cierra los ojos y junta las manos y reza las oraciones que de pequeño le enseñaron. Reza a Dios y a la Virgen, y promete a partir de mañana ser bueno y trabajar duro y no fumar más hierba, y no sabe si Dios o la Virgen o puede que ambos le han escuchado, pero alguien escuchó sus plegarias porque toda aquella pesadilla pasó.
Sebastián se metió en la cama con el miedo todavía en el cuerpo, y levantó la cabeza para soplar la vela que seguía encendida cuando vió lo que quedaba del porro y pensó que había prometido que no iba a fumar a partir de mañana y que si mañana no iba a fumar qué hacía ahí un canuto de hierba, así que sacó el brazo lo estiró y enganchó el petardo y se lo llevó a la boca y acercó la vela para encenderlo. Al fondo del pasillo se oyó un ruido. Sebastián dio una calada y tremendamente la puerta retiembla. Se estremeció, dejó caer el porro al suelo y se metió bajo las sábanas con los párpados bien apretados hasta quedarse dormido.
A la mañana siguiente cuando despertó, creyó que todo había sido un sueño, se sentó en la cama y al ponerse las zapatillas de andar por casa, en el suelo junto a la cama vio la chusta de un peta al que quedaban un par de caladas. La cogió y se quedó mirándola un momento.
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