Tenía a mi primer sospechoso. Volví al despacho para hacer un par de llamadas. Entré, cerré la puerta y solté la gabardina sobre la cama. Mientras andaba hacia la ventana, saqué el kit de liar. Picadura Mynheer y papel Zig-Zag. Cogí el zipo con la efigie de Lenin que reposaba sobre la repisa. Puse mis ojos sobre la mesa. Allí se encontraba un ejemplar de “El Largo Adiós” de Raymond Chandler abierto por la mitad, junto a una colección de folletos anunciando hamburgueserías y pizzerías. Chandler. Se ve que lo echaron del curro cuando trabajaba de ejecutivo en una compañía petrolera por meterle mano a su secretaria. Yo ni siquiera la tenía para atender las llamadas. Cogí el auricular y marqué.
—¿Sí?
—Ehh zorra, conmigo no juegues.
—Jenaro, qué puñetas quieres.
—Necesito que me busques algo. Un tal Javier Almazán. Se que tenéis a alguna de vuestras joyas en programas de reinserción social. Dame lo que quiero y dime donde tenéis a ese asustaviejas.
—Un segundo.
—Te espero.
—Javier Almazán Tell. Calle Sarrión número 5, BºA.
—Bingo.
—¿A hecho algo?
—Me acaba de regalar tres años de lotería. Felices Fiestas.
—¿Qué fiestas?
Caso cerrado. Para sobrevivir en esta vida solo hacía falta un par de cosas: Hambre y gente idiota. Al contrario de lo que se pudiera pensar, tener que tratar con la gente me era más insoportable que el hambre. Muchas veces pensaba que la riqueza solo servía para eso sencillamente, no tener que ver ni aguantar a esas personas que le hacían la vida a uno imposible. El dinero podía comprar la libertad, eso era un hecho irrefutable. Podía comprar la soledad, la elegida. La que daba el poder de poder, definitivamente, mandarlos a todos a tomar por culo.
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