-Rubén C.M-
Estaba frente al televisor. Tenía siete u ocho años, daban una pelicula en CanalSur. Trataba de un grupo de niños sucios, desgreñados, con pintas de salvajes, que parecían vagar por una isla desierta. Una imagen se me grabó a fuego. Una enorme piedra rodando por una pendiente escarpada le daba de lleno a un niño gordo con gafas en todo el cráneo reventándolo como un mojamanilla.
Hace unos días terminé de leer el libro donde se encuentra esta escena, “El Señor de las Moscas” de William Golding. Esta Fábula moral, como reza su contraportada, es susceptible de varias lecturas “Para unos, se trata de una tesis de la agresividad criminal entre los instintos básicos del hombre, para otros, constituye una requisitoria moral contra una educación represiva que no hace sino preparar futuras explosiones de barbarie cuando los controles se relajan”. Bla Blablá bla blablá el caso es que aquella imagen que vi en la infancia me aterró y ha vuelto a aterrarme ahora leyendo el libro. Forma parte este relato de un particular género literario que no sé si alguien se ha molestado en señalar. Y es que no puedo evitar evocar “El Corazón de las Tinieblas” en el que la selva se alza como un personaje más, como el malo de la película, con más personalidad y más enjundia que el restante elenco de actores. Así también el “Resplandor”, donde la presencia del mastodóntico complejo hotelero se convierte por sí solo en dueño y señor de la acción. En mayor o menor medida, en el “Señor de las Moscas” es también la isla la que se erige en auténtica protagonista de la trama que, como la selva en “El Corazón de las Tinieblas”, amenaza constantemente al ser humano con su influjo hipnótico, desquiciante y aterrador. Es la verdadera esencia primitiva del hombre la que aflora en mitad de la hostilidad de lo natural, el informe y abstracto miedo que se expande como una enfermedad en la mente del ser civilizado.
En definitiva, dos formas de afrontar el mundo reflejado en la lucha por el liderazgo del grupo entre la racionalidad del joven carismático Ralph y el instinto salvaje del pequeño dictador Jack Merridew, de la que no saldrá títere con cabeza. Sobre todo la del pobre gordo y pesadillesco Piggy.
Hace unos días terminé de leer el libro donde se encuentra esta escena, “El Señor de las Moscas” de William Golding. Esta Fábula moral, como reza su contraportada, es susceptible de varias lecturas “Para unos, se trata de una tesis de la agresividad criminal entre los instintos básicos del hombre, para otros, constituye una requisitoria moral contra una educación represiva que no hace sino preparar futuras explosiones de barbarie cuando los controles se relajan”. Bla Blablá bla blablá el caso es que aquella imagen que vi en la infancia me aterró y ha vuelto a aterrarme ahora leyendo el libro. Forma parte este relato de un particular género literario que no sé si alguien se ha molestado en señalar. Y es que no puedo evitar evocar “El Corazón de las Tinieblas” en el que la selva se alza como un personaje más, como el malo de la película, con más personalidad y más enjundia que el restante elenco de actores. Así también el “Resplandor”, donde la presencia del mastodóntico complejo hotelero se convierte por sí solo en dueño y señor de la acción. En mayor o menor medida, en el “Señor de las Moscas” es también la isla la que se erige en auténtica protagonista de la trama que, como la selva en “El Corazón de las Tinieblas”, amenaza constantemente al ser humano con su influjo hipnótico, desquiciante y aterrador. Es la verdadera esencia primitiva del hombre la que aflora en mitad de la hostilidad de lo natural, el informe y abstracto miedo que se expande como una enfermedad en la mente del ser civilizado.
En definitiva, dos formas de afrontar el mundo reflejado en la lucha por el liderazgo del grupo entre la racionalidad del joven carismático Ralph y el instinto salvaje del pequeño dictador Jack Merridew, de la que no saldrá títere con cabeza. Sobre todo la del pobre gordo y pesadillesco Piggy.
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