Cuando daban las once, se metía en su cuarto y cerraba la puerta tras de sí.
Echaba hacia atrás la colcha y apoyaba la almohada en el cabecero.
Se sentaba en la cama y se descalzaba y después se recostaba sobre la almohada.
Apagaba la luz de arriba y encendía la luz de la mesita.
Ese instante de oscuridad que no duraba más de un segundo, a lo sumo dos si no encontraba a la primera el interruptor, se le hacía a menudo el momento más insoportáblemente largo del día. No tenía miedo a la oscuridad.
Cuando el cansancio en los ojos no le permitía seguir leyendo y dejaba el libro sobre la mesita, apagaba la pequeña lámpara que había sobre ella y se sumergía en la cama en la que reflexionaba un rato hasta que el sueño le vencía.
Al abrir los ojos por la mañana, lo primero que éstos veían era el lomo del libro que estaba leyendo sobre la mesita.
Salía de la cama, se dirigía al aseo, meaba, se echaba agua en la cara. Iba a la cocina. Se empinaba el cartón de leche. Volvía al cuarto, se vestía, y cuando se acercaba a la mesita a coger unos calcetines limpios veía de nuevo el libro.
Se iba al trabajo pensando que preferiría quedarse en la cama descubriendo como continuaba aquella historia.
La historia transcurría en la Edad Media, y desde que había empezado a leerla no dejaba de imaginar cómo serían las cosas allá donde él vivía en aquella época.
Imaginaba el mercado de la ciudad y pensaba que salvo las indumentarias de la gente y algunos productos de los que allí se ofrecían, las cosas no debían ser muy distintas.
Suponía que las monedas de entonces serían más grandes y más pesadas y entendía que debían estar en manos de unos pocos.
Eso es igual que ahora, pero creía que ahora los pobres debían de ser menos pobres aunque puede que los ricos fueran más ricos.
En general, pensó, con el tiempo todos hemos salido ganando.
De vuelta a casa pasó por delante de una iglesia que debió haber sido construida por entonces y divagó sobre la idea de que en sus líneas se podían entrever los sencillos rasgos del carácter de una época.
La Iglesia no ha cambiado mucho, pensó en principio, pero lo cierto es que pensándolo bien llegó a la conclusión de que había cambiado bastante, y para bien, según él.
Antes tenía mucho más poder e influencia, parece ser, si tenía que creer lo que decía aquel libro y lo poco que sabía de historia.
Antes era menos indulgente y más pretenciosa. Más ambiciosa si cabe. Ahora es más humilde e incluso se disculpa.
Antes el poder religioso como el monárquico estaban mezclados con los tres poderes que delimitó Montesquieu, incluso unidos, y a día de hoy había ciertos límites y cierto control, aunque no por ello se producían menos agravios, pero también es cierto que la población mundial se ha multiplicado y con ella los negocios, y con ellos los conflictos, las oportunidades y las injusticias.
Efectivamente, el mundo era más justo y más injusto, más grande y más pequeño, con lo cual era todo igual y todo distinto. Todo pasa porque hay un tiempo para cada cosa.
Y el tiempo que más le gustaba era aquel que empezaba cuando en la oscuridad repentina de su cuarto, encontraba el interruptor de la lámpara descendiendo con sus dedos por el cable que colgaba de la mesita hasta pulsar el botón.
Entonces abría las páginas de su libro y viajaba en la historia.
Hace tiempo que inventamos la máquina del tiempo, pensó. El año pasado estuve en el futuro de la mano de Aldous como Dante recorrió los infiernos guiado por Virgilio, y hoy viajo cientos de años atrás y descubro cómo vivieron los abuelos, de los abuelos de los abuelos de mis abuelos.
En cierto modo a día de hoy aun vivimos como en la Edad Media. Tenemos bombillas, enchufes y toda esa mierda. Tenemos ordenadores teléfonos móviles y automóviles, pero al igual que en la Edad Media, seguimos sin tener ni puta idea.
Mis abuelos fueron campesinos, pastores, amas de casa, como mis padres, como en la edad media. No había oficios más antiguos en el mundo. Bueno, sí, uno, y de esas también hay muchas hoy día. En contra de lo que la mayoría de la gente cree, pensaba que posiblemente en la edad media se viviera mejor que ahora. En realidad se hacían las mismas cosas, pero sin tanta prisa. Vale que no tenían calefacción ni nada de eso pero asaban la carne en la lumbre.
Cuando estaba llegando al final del libro y estaba ya harto de comparar la vida actual y la medieval, se dijo a sí mismo que de vivir en la Edad Media lo más seguro es que su momento preferido sería al acabar el día, a la luz de la mesita.
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