-Rubén C.M-
Llegué a Pio Baroja a fuerza de oír su nombre en boca de unos y otros escritores más o menos admirados. Me encontré con él fortuitamente en la estantería de una papelería por el módico precio de un euro. Pensaba que iba a ser uno de esos momentos en los que el destino pone entre nuestras manos un libro que nos cambiará la vida o nos propondrá el descubrimiento de un escritor que transforme nuestra forma de ver el mundo. Puedo apostar a que Pio Baroja debe tener algo de eso, pero no lo he encontrado en Zalacaín el Aventurero. No descarto en un futuro volver a él con la intención de descubrir lo que otros han alabado. Su estilo lacónico y directo no terminó de convencerme, aún siendo yo uno de los más fervorosos seguidores del minimalismo. Su aventura no termina nunca de engancharme, su tono épico tampoco y sus escasos diálogos con frases transcendentales, tampoco. La sensación de acción está más impresa en el ritmo de la narración que en los hechos contados. La aparición de decenas de personajes y de cientos de pueblos vascongados más que dar sensación de aventura abotarga. Se puede leer en el prólogo un comentario del propio Pio Baroja que venía a decir que no era amigo de utilizar palabras enciclopédicas, que se inclinaba por utilizar palabras de uso común; para él, decía, era absurdo emplear palabras que jamás había oído en la calle, en una conversación. Yo, sinceramente, podría mencionar cientos de palabras de Zalacaín el Aventurero que no he escuchado en mi puñetera vida, incluso dudo que en su propia época se tuviese conocimiento de ellas. Me da lastima decirlo, pero no me ha entusiasmado. Cada capítulo está bautizado a la manera del Quijote, para darle más empaque al perfil épico del relato. Vago intento. Y no es porque sea una mierda de libro, ni mucho menos. Es un buen libro. Pero la cagada está en la intención. Y es que Martín Zalacaín está lejos de ser El Cid o El Caballero de la Triste Figura. Difícil empresa.
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