Felipe II era buen pive.
Era un tío majo. Pero tenía un defectillo, era una lima,
un grifo abierto, lo que se dice un manos rotas.
Era una persona muy materialista, era consumista empedernido,
pero no como esas amas de casa que compran quince productos de limpieza distintos para fregar el cuarto de baño, a saber: uno para el suelo, otro para las paredes, dos para el espejo (el del cristal y el del marco, que es de madera) para el lavabo dos (uno para el grifo), otros tantos para el inodoro,
y el videl (el videl¡¡ Díos mío alguien sabe cómo se escribe videl? es videl, bidel, vider tal vez? lo he buscado en el diccionario de la Real Academia y no aparece, claro¡¡ como son todos tíos, ninguno lo ha usado nunca.)
Felipe le cogió el gustillo a eso de reinar, y no podía ver que un estado no fuera suyo.
El tío veía un país y decía lo quiero para mí, y hasta que no se lo compraba no paraba.
Era una cosa que le venía de familia. Los Austrias eran así, eso es la casta.
Ya cuando era niño, su padre le llevaba de caza, y cuando Felipe le atinaba a un conejo, su padre le regalaba un estado. Un día que cazó tres piezas, su padre le concedió el ducado de Nápoles, el condado de Flandes y parte de Portugal. Luego lo casó con su prima que tenía la otra parte, y ya tenía Portugal entero.
El chaval creció en ese ambiente en que uno no se acuesta tranquilo si no ha conquistao un país nuevo, y al final, pues se había habituado y le costó la vida dejarlo.
Cuando ya no le quedaban países que conquistar en Europa, le dio por coleccionar curiosidades, relojes, palacios, los palacios le encantaban. Se gastó la mitad del oro que venía de América en hacerse uno. La otra mitad la gastó en estados. Y el doble de lo que se gastó dejó endeudado.
Ese tío era un puto crack gastando dinero. Era rápido y letal tirando de billetera.
En general fue un buen rey, salvo porque todo lo que había se lo gastó él. Así era Felipe. Qué se le iba a hacer.
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