-Africano-
El saber no ocupa lugar; Certera afirmación, efectivamente, no lo ocupa por pura ineficacia. Lo tengo comprobado como algo irrebatible, por ser algo que he experimentado en propia carne y tal vez por ser yo un caso bastante especial de ignorante que se esfuerza por conocer cosas para no perderse (en el inconsciente colectivo). Siempre, cuando llego a la última página de un libro y lo cierro, tengo la sensación de no haber aprendido absolutamente nada. Las palabras conforme entran por la oreja del cerebro salen por la otra del culo. Intento, en lo posible, anotar a través de blocs o de pequeños ensayos lo que de los libros me parece más práctico para salvar mi alma. Y por mucho empeño que le ponga, aún recordando en ciertas situaciones problemáticas lo que los más grandes sabios me enseñaron, hago una de dos: o los desoigo o los malaplico. No se trata de utilizar erróneamente las pautas de conducta que observo en mis tan admirados maestros sino que, más bien, el error nace de la distancia que media entre mi realidad y la de ellos; tanto, que sus actitudes ante la vida son irreutilizables. Lo son. Así, sin más. Y esto no me lo rebate nadie. Esta tarde, leyendo a Cioran, casi llegando a un estado de iluminación, profundamente postergado sobre cada página, llenándome de lucidez y superioridad sobre los demás seres que a mi alrededor se afanaban en la biblioteca estudiando sus infumables lecciones valederas para oposiciones del Estado, he sufrido lo que aquí vengo relatando. No más me ha bastado levantar el bulla del asiento y darme de bruces con la realidad para salir súbitamente de la burbuja mística en la que me había sumergido. Ésta, como tal burbuja, ha pegado un explotio imperceptible para mis acompañantes, pero mortífero para mis oídos y mi alma. Imposible de aplicar, sencillamente. Éste, hablaba de LA MUERTE, así, con mayúsculas. Y qué manera de hablar de ella. Qué conocimiento. Qué valentía y qué lúcido. ¡Qué jodidamente seguro de sí mismo! Hablaba de Diógenes, digno de admiración, gran filósofo que filosofaba con su actitud ante la vida:
Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: “Sobre todo no escupas en el suelo”. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para hacerlo.
Toma ahí, o:
Diógenes fue hecho prisionero y vendido. El heraldo le preguntó qué sabía hacer: “Mandar”. Y gritó al heraldo: “Pregunta quien quiere comprar un amo”.
O esto otro que decía:
“Plugiere al cielo que bastase también frotarse el vientre para no tener ya hambre”. (Diógenes masturbándose en la plaza pública”).
Sencillamente genial.
Por último lo que sigue, quedándose el tío tan pancho:
En los juegos olímpicos, habiendo proclamada el heraldo: “Dioxiopo ha vencido a los hombres”. Diógenes respondió: “Solo ha vencido a esclavos, los hombres son asunto mío”.
Una naturaleza nietzcheniana en toda regla del prototipo de superhombre. Y yo me pregunto: Amigo mío, ¿de verdad piensas que si hago eso o ese tipo de cosas, lo que en mi pueblo se llama hacer lo que te salga de los cojones y marcarte por ende la chulería; si hago eso, digo, seré libre, un hombre superior, y no un borrego? ¿Seré realmente digno de ser admirado por los dioses, amado? ¿Será mi muerte más digna si vivo con ese aura de hombre que se ha realizado en todo su ser, que ha hecho lo que pensaba en cada momento, sin atender al aprendizaje, a sus dogmas y reglas, a las normas de la buena educación, del autolimitarse por no llamar la atención… de veras lo piensas, gran hombre, que me has hecho disfrutar de una gran tarde, asintiendo con cada disertación que me ofrecías¿ ¿sería así?
Es verdad eso que dices de que el ser es mudo y el espíritu charlatán, que es a lo que llamamos conocer. Cierto es, somos todos unos charlatanes, nos gusta hablar hasta por los codos. Hasta la extenuación.
Me quedo con una de tus frases: «El Universo no se discute, se expresa». Con esto me has convencido. Voy a dejar de escuchar, de leer a tanto maestro, a tanto sesudo, y voy a quedarme a contemplar el espectáculo de la existencia. Las palabras, para qué. Mentirosas compulsivas, tú mismo lo dices:
Si por azar o por milagro, las palabras se volatilizasen nos sumergiríamos en una angustia y un alelamiento intolerables. Tal súbito mutismo nos expondría al más cruel suplicio. Es el uso del concepto el que nos hace dueños de nuestros temores. Decimos: la Muerte, y esta abstracción nos dispensa de experimentar su infinitud y su horror. Bautizando las cosas y los sucesos eludimos lo Inexplicable. La actividad del espíritu es un saludable trampear, un ejercicio de escamoteo; nos permite circular por una realidad dulcificada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos –desaprender a mirar las cosas…-.
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