Hablar de los servicios de los
bares —del váter, para ser más exactos— me encoje el corazón. Nunca me metí una
clencha en uno de ellos, nunca un pico; nada escatológico impregna mis memorias
sobre tal espacio vital.
Los
niveles más altos de conciencia los he alcanzado en aquellos lugares; sucios,
desconchados, pintorrajeados. Recuerdo, a mis veintitrés años, cuando me daba
por ir a al “Perro Andaluz”. Iba sobre las cuatro de la tarde, todos los días.
Eran esos momentos en los que el bar relucía y apestaba a lejía, cuando la
camarera aún no había encendido el tocadiscos. Mientras se preparaba un café —con
aquellos brazos y aquellas manos grabadas con horripilantes tatuajes de ángeles
y demonios, con aquel pelo corto, aquellas tuercas atravesando sus orejas y su
enorme barriga de embarazada de seis meses— yo encendía el primer cigarrillo.
Las paredes estaban tapizadas con cientos de posters de bandas de Rock y Heavy Metal: Hendrix, Motorhead,
Marley, Sociedad Alcohólica, Status Quo, Metállica, Iron Maiden, Blind
Guardian…
A mí el heavy no me gustaba, ni los heavys. Pero era el único sitio de la
ciudad donde podía estar tranquilo, arropado por mugrientas paredes sudadas y
acariciadas por el humo de tres décadas; con historia, con drogas, vomitonas y
cachondeo. Lo mejor de todo era que por las tardes no se radiaba heavy; el heavy era para la noche, para los heavys. Hasta entonces gozaba yo de eternas canciones de rock
clásico: Pink Floyd, The Doors, Dire Straits, The Smiths, The Police… El bar
entonces era mío; su tiempo y su espacio.
Lo
mejor de todo, más que la música, era el precio de la birra. 1´50, medio litro
de brillante y espumeante cerveza. Normalmente no bebía más de cinco. Sabía del
peligro de aquella cerveza, era especial. Nadie se fiaba de la cerveza del “Perro”,
pero se bebía. Tardes las hubo que me las bebí hasta las ocho o nueve, pedo
como el tío de la novia. Esto era un peligro. Cuando llegaba a tales niveles no
tenía suficiente juicio para retirarme a tiempo, cuando el bar empezaba a
llenarse. Entonces la pintaba de lo lindo; me arremolinaba entre los canuteros,
entre las parejas, entre jugadores de futbolín, hasta que acababa tirándole
besos a la taza del váter.
Antes
de las cinco solo dos o tres personas se arriesgan a recalar en el garito.
Algún amigo de la camarera o un par de nenas alternativas hablando de política
ante un café, y poco más. Uno era fijo. Llegaba sobre la y media o las menos
cuarto. Era viejo, calvo, gordo; de color oxidado. Llevaba siempre una camiseta
de Led Zeppelin y una riñonera donde llevaba sus juguetitos. Pedía café y
lanzaba sus artilugios sobre la barra para ponerse manos a la obra con sus
manualidades. El viejales le daba para bien, al tema. Se fumaba un par de ellos,
normalmente. Nunca alcohol. No podía dejar de pensar, cuando lo miraba, cuanto
tiempo de vida debía quedarle. No era ningún chaval, el menda. No conseguía yo
ponerle edad a aquel montón de quincalla. ¿Dónde trabajaría el gachón? A su
manera, había vencido. Era un héroe. Se la traía al pijo; su edad, la gente, el
qué dirán. Extendía el papel, deshacía el tabaco, mezclaba la mandanga, la
amasaba, lo liaba en espiral y lo petaba. ¡Qué humareada! Subía esta hasta el
techo, contra las narices de Hendrix, a remolinos, acunándose sobre Picture of you the The Cure. Era una
maravilla oír el metal de las guitarras, los sintetizadores, cuando la tecnología
era primaria y sonaba a cueva, a eco, a reverberación. De pronto los años
empezaban a descender. Desde el 2006 bajábamos al 94, alguien gritando en la
calle “Yugoslavia” o “Bukowski a muerto”; luego más abajo, al 89, el ruido
plomizo del cemento berlinés crujiendo contra el barro; o al 84, yo llorando, abriendo
los ojos al mundo, a la luz; y un pequeño salto más atrás, al 83, Europa a Muerto rugiendo a través del
cielo de Gijón; para definitivamente hundirnos en los años en los que el mundo
aún era mundo, cuando existía gente joven que aún quería ser joven, Another Brick in the Wall… un contenedor
ardiendo en mitad de la calzada y dentro, muy al fondo, el corazón de los
hombres, temblando, llorando de alegría, con ansias de destrucción.
Cierto
que cuando me venían estas imágenes ya llevaba lo menos litro y medio de
cerveza en la tripa. Era el momento en que el bar estaba medio lleno, sobre todo
de gente tranquila, que charlaba y reía, a eso de las siete de la tarde.
Entonces me encaminaba hacia el baño. Cerraba el pestillo, me la sacaba y
miraba la pared. «Estás aquí, ahora, y nunca más, veintitrés años ¡Dios mío! No
me lo puedo creer, soy joven y estoy solo… podría morir entre estas cuatro
mierdosas paredes y sería feliz. Ni hacia delante ni hacia atrás. EL AHORA;
limpio, transparente, palpitante… aprensible. Lo puedo tocar, como una pompa de
jabón expandiéndose peligrosamente… ¡Dejadme en paz! —repetía para mis
adentros— ¡Dejadme en paz!»
El tiempo se
detenía. Era mágico, no había nada que pudiese comparársele a ese momento íntimo.
Sin amigos, sin familia, sin trabajo, sin dinero, sin sexo ni amor. Solo uno
frente a su bella y aterradora consciencia. Y en la pared, eternos epitafios: Aquí estuvo JuanLu 12/03/87 – Marga y Luis
07-06-91 – Tonto el que lo lea, 97; también estuvo allí…
Y los quería a
todos, sin excepción. Todos —en algún momento de unas vidas que jamás conoceré,
que incluso ya podrían estar aniquiladas— dejaron su huella en el único lugar
donde uno podía darse cuenta de estar vivo.
Luego
empezaba a sonar heavy. Yo volvía a
mi sitio. El lugar empezaba a llenarse de seres atolondrados, tías apestosas,
cocainómanos y punkarras transnochados… era la hora de irse.
La eternidad
se desvanecía. Volvía a casa; asustado, borracho, solo, perdiéndome entre
callejuelas granadinas en las que nunca había estado, hasta que la tristeza caía
sobre mí como un aguacero y el único consuelo que quedaba era volver, al día
siguiente; una vez más.
Recuerdo,
de pequeño, en el colegio, cuando los profesores nos amenazaban con encerrarnos
en el cuarto de las ratas. Era una puerta negra, fantasmal, que curiosamente se
situaba frente a nuestra clase de parvularios.
¿¡Por qué me
fascinaba tanto aquel lugar!? ¿¡Cómo podía entrar uno allí!? ¿¡Qué había que
hacer!?
Existía, yo
sabía que existía… el cielo. Un lugar lleno de ratas.
sublime, desde su publicación había evitado leerlo, por que el tema del water me daba un poco de asco, pero al final no he podido mas que rendirme a tus encantos.
ResponderEliminarrecuerdos de una vida perra mucho mejor de lo que nunca pensamos