-Africano-
Encuentros literarios; Mis escarceos literarios hasta la fecha han sido más bien escasos. Todos ellos, eso sí, tuvieron lugar en la ciudad de Granada. La primera vez que me arrimé al ambientillo fue con motivo de una especie de concurso-recital de poesía en La Barraca, el antiguo puti Constantinopla. Llegué allí a regañadientes, casi forzado por mi pareja, para que perdiese un poco la vergüenza, el miedo escénico. Mi actuación rozó el patetismo; no levanté la vista en los tres o cuatro minutos que duró mi verborrea, clavados los ojos en el papel temblequeante, con un inaudito acento hispalense que salió de la nada, para mayor bochorno. El resultado, al parecer, no fue del todo malo. Gané la convocatoria, premiada con la publicación de una plaquette. Días después recibí un e-mail del cabecilla de la editorial, a eso de hablar sobre el asunto.
El encuentro transcurrió rayando en la estulticia. Yo aparecí borracho, hablando demasiado, atropelladamente. El menda era un tipejo enfermizo, con sobrecarga de lecturas, insospechadamente prepotente, a pesar de no albergar ningún conato de incipiente carisma. Me trató más ayá que pacá, casi llegando al desprecio. Al parecer su voto no había recaído en mi actuación. Se limitó a decir que lo que había escrito era diferente a lo presentado por el resto de participantes, pero que aún así olía demasiada peste a Bukowski. Habría dado en el clavo si su conocimiento de la poesía española de los noventa hubiese sido más amplio y hubiese mencionado al Bukowski español que, aun siendo parecido, no tenía nada que ver. Total, el asunto me decepcionó, está claro. La noche transcurrió en circunstancias un tanto extrañas. La comitiva la formábamos un inglés de unos sesenta y cinco años, poeta, al parecer; una señora de unos cincuenta y cinco, holandesa, novia del editor (pareja que ponía los pelos de punta, pues el chavea no alcanzaba los treinta y cinco); y un notas que no bebía alcohol. Mi editor me dejó de lado, dedicándole toda la atención al bate anglosajón, que nos deleitó con una decente pieza al piano. Me dediqué a charlar con el que no bebía. Acabé dándole la brasa, acribillándolo a preguntas sobre su incomprensible abstemia antes los tiempos que se avecinaban. Al final me quedé solo, bebiendo chupitos de Southern Confort que mi camarera, una adorable puertorriqueña, tenía siempre la amabilidad de ofrecerme cuando no tenía un penique.
La plaquette salió finalmente y ahí quedó la cosa. El haber ganado me daba derecho de acceder a una especie de final, cuyo premio era la publicación de un poemario con la editorial organizadora. El recital transcurrió en La Fuente de las Batallas, sobre un escenario y ante un público más heterogéneo e iletrado. No gané. No lo merecía, la verdad, para que nos vamos a engañar. Los poemas hacían aguas por los cuatro costados. Pero el tipo que ganó tampoco. Sus poemas fueron recitados por un colega suyo, alegando que el artista estaba internado en un psiquiátrico, motivo por el cual no podía honrarnos con su presencia. Los poemas, a pesar de ser mierda empanada, causaron honda impresión en el jurado. El premio incluía ciento cincuenta mil de las antiguas pesetas.
Desde entonces, mi presencia en los escenarios se limitaron a cuatro o cinco apariciones más en los recitales de los lunes organizados por Letra Turbia, en La Tertulia, célebre por ser bastión de la poesía de la experiencia o de la otra sentimentalidad, Luis García Montero a la batuta.
Allí precisamente, una noche, se celebró el veinticinco aniversario del establecimiento. La cúpula de aquel movimiento literario casi al completo acudió a celebrar el acto, recitando algunos poemas, rememorando viejos tiempos. Animé a Fabyo, compañero en los abismos, para que me acompañase. Aunque opuso bastante resistencia, finalmente cedió. El garito estaba sobrecargado, de humo y de aspirantes a poeta. Era una celebridad, este, el García Montero. El año anterior, había estado matriculado en una asignatura de libre configuración en la Facultad de Filosofía y Letras. Era sobre Lorca, la asignatura. Me concedieron el horario de mañana, lo que me jodió sobremanera. El motivo no era otro que el de estar las plazas de la tarde cubiertas. El profesor era el tal Montero. Entonces se daban en el auditorio, debido a la gran afluencia de público que se reunía para presenciar sus clases magistrales. Yo no tenía la menor idea de quien era el tal. Más tarde supe de su existencia cuando todas las semanas, en Canal 2 Andalucía, en el mítico y surrealista programa de Mike Rivers, aparecía en su sección de poesía entrevistando a algunos amigos. Aquella noche no estuvo del todo mal, se recitaron bellos fragmentos, la gente se tocaba, tímidamente, distraída; otros gimoteaban, los más bebían cerveza. Aquello me dio una idea de lo que era el mundillo en su realidad contante y sonante, cual los mecanismos y desarrollo de su intrincada pirotecnia… desde la entrada de la estrella en el bar, su saludo a los incondicionales, su copita de gin-tonic, su pequeño círculo de lameculos predispuestos a sonarle los mocos cuando se prestase la ocasión… también aquellos corrillos que se formaban antes de comenzar el espectáculo, en el que todos querían participa para escuchar las genialidades del mito en vivo. Su poesía no me hacía tilín, la verdad. A pesar de ello, el evento no nos causó del todo mala impresión. Fabyo y yo salimos del lugar, cabizbajos, enfilando Pedro Antonio de Alarcón, sin saber muy bien en qué consistía aquello.
No mucho tiempo después, una tarde, recibí una llamada de Fabyo. «Corre» me decía «en media hora Leopoldo Mª Panero en el botánico de Derecho» Dejé lo que estaba haciendo y salí a toda castaña. En la puerta me encontré con él y con el pintor Antonio Cano. Por lo visto el andoba de mi editor se las había apañado para traer desde las Canarias a Leopoldo, para presentar un libro en el que se incluían, además de poemas de Panero, otros tantos de los jugadores franquicia de la editorial. Allí estaba, el bicho, sentado en una silla, con su proverbial botella de coca-cola de dos litros, fumando pitillos a medio consumir, riendo endiabladamente en el albor de la tarde. Recitaba fragmentos en francés, lanzaba piropos a las chicas, se cachondeaba de todo Cristo a su alrededor… Esto ya era otra cosa. Todos los babas que allí estábamos habíamos visto demasiadas veces "El Desencanto" y "Después de tantos años". Allí teníamos al considerado por todas las reseñas, todos los diarios, las semblanzas y demás zarandajas… el último “poeta maldito”. Y la verdad que el tipo le ponía empeño. Estaba como un puto avión. Las gentes que pasaban junto al jardín, atareadas con sus compras o lo que quiera que estuviesen haciendo, al oír aquellos estertores terribles, demoniacos, aquella risa trasmundana, miraban de reojo espantados acelerando el paso, presas de un extraño pavor, como si fuese una amenaza terrorista. Leopoldo estuvo genial. A los dos gilis que recitaron con él es que se les caían los cojones al suelo. Cada vez que uno comenzaba, compungido, a recitar su parte, Leopoldo les jodía la actuación pasando olímpicamente del protocolo; hacia comentarios incongruentes, lanzaba improperios en francés, se descojonaba vivo cada vez que oía un verso que pillaba casi sin querer, al vuelo… pedía constantemente que se le sirviese más y más coca-cola. Yo es que me tronchaba vivo. Semanas después, el editor este, me comentó que cuando volvían de recogerlo en el aeropuerto, en taxi, pasaron junto a Plaza de Toros. Leopoldo le preguntó si aquello era la Alhambra. Me lo comentaba fascinado, intrigado por si realmente se lo había dicho en serio o en realidad se estaba haciendo el loco. Se corría que daba gusto contándome sus anécdotas literarias, el gachón.
Recuerdo que cuando terminó la presentación la gente se lanzó desbocada a comprar ejemplares del poemario. Se dedicaron a perseguirlo por el jardín, avasallándolo, para que les firmara. Leopoldo, el muy pillín, solo le hacía caso a las féminas. Los nenes pululaban por su alrededor, como mosquitas muertas, buscando el ansiado premio. De pronto, en un arrebato, casi guiado por una extraña sensación estúpida de estar perdiendo una oportunidad única, me lancé yo también a por un ejemplar y directo a darle la murga para que estampara su garabato. Empezó a esquivarme, de un lado a otro, hasta que pasamos junto a la silla donde había estado sentado toda la tarde. Allí derribé de una patada, sin querer, su amado vaso de cola. Al final, conseguí comunicarme con él. «Leopoldo, una firmita, hombre» «¡No!» Esas fueron sus palabras, inmortales. Luego se puso echo una fiera, cuando vio el vasito volcado, ordenando a uno de sus acólitos que le preparase uno nuevo de inmediato. Al final se lo llevaron, con toda la caterva detrás.
Mi último contacto con el mundillo ocurrió de manera fortuita. Yo iba dando bandazos por las calles, buscando algún sitio donde meterme, sin rumbo, como siempre, gilipollas perdido. Al pasar frente a La Barraca, me encontré con toda la trupe, la misma que estuvo presente en el recital de Panero. Uno de ellos era un antiguo conocido mío. El colegí se dedicaba a vender sus versos, por los bares, a cambio de dinero o de una cerveza. Una noche, incluso, hicimos un ridículo poema a dos manos, como si fuésemos dos representantes de la vanguardia parisina. Salía, como decía, empujando una silla de ruedas sobre la que llevaba un montón de basura, entre la que se encontraba una chica con una pierna escayolada. «¿Qué, de compras?» Le dije. «No, tío… bueno, esto sí, lo he cogido en la puerta de un supermercado, está nuevo, tío, mira… y esto no está caducado…» «Me haces muy feliz» «Estamos alternando, tío, ¿te apuntas?» Y me apunté.
Fuimos a un par de bares. En uno de ellos hablé con un muchacho feo como el solo, alopécico, asexuado, blanquecino, pellejudo, cenizo… y un saco de descalificativos más. Decía que trabajaba en EL IDEAL, que aún no había publicado nada en formato papel… que aun estaba buscando su estilo… Decía tener una serie de preocupaciones formales a la hora de abordar la crítica periodística literaria. Yo me inclinaba más porque al chaval le hacía falta con urgencia un polvo de proporciones bíblicas.
Más tarde fuimos a un pequeño parque, del cual no recuerdo el nombre, donde nos juntamos con algunos chicos Erasmus. Todos hippies, con cantidades industriales de mandanga. Empezaron a rular unos porricos. Yo, a la chita callando, me encalomé de tres a cuatro canutos, mientras charlaba con una canadiense que decía estar leyendo en aquellos momentos de su vida el Mahabharata. Decía también que le interesaba la poesía, como expresión superior que permitía una comunicación más plena entre los seres humanos. Cuando se le acabaron los canutos me fui junto a otro grupo que bebía cerveza. Me alcanzaron una, mientras escuchaba a mi colega, el vendedor de versos, exponer una serie de argumentos sobre la misión del artista en el mundo que le ha tocado vivir: «El artista tiene que comprometerse con su condición, por eso vivo en la calle, necesito respirar este aire, sentir mis pies descalzos, empaparme de todo lo que me rodea… yo creo que la poesía es el único vehículo posible para cambiar las cosas de verdad, desde la raíz, la única herramienta capaz de transformar las consciencias, de sublimar la degradada realidad…» «Perdona, ¿exactamente que hay que cambiar?» Me atreví a preguntar, «A la gente, amigo. La gente está dormida, la gente no sabe lo que les está pasando, necesitan que alguien les alumbre, les diga la verdad, que son esclavos, que tienen que oponer resistencia…» «Ahh» Dejé mi cerveza sobre el banco de madera y, escabulléndome entre el público, logré largarme de allí a toda hostia. Hasta ese momento no me había dado cuenta. Fue de repente, como un relámpago. Mientras regresaba a casa, un poco flotando sobre paraísos artificiales, lo supe. Tenía que evitar a toda costa, de ahí en adelante, volver a cruzarme con aquella gente.
Recuerdo con cariño y emoción esa noche en la que debimos arrasar el bar con unos buenos versos incendiarios en lugar de escuchar con atención a los viejos representantes de la poesía moñas.
ResponderEliminarTambién puedo ver como si fuera ayer la cara que se te quedó cuando Panero te negó el autógrafo y como nos descojonamos cuando en un segundo acercamiento el loco, tras la solicitud de unos neofitos, se dedicó su libro a sí mismo.
Son parte de esos recuerdos que se van haciendo más hermosos con el tiempo.
Qué bueno, qué bueno!!!! Magistral relato, de una época en la que ya no estaba, gracias a ésto me he trasladado a esos tiempos, os echo de menos.
Eliminareres el peña di
Eliminarbuena mierda, en el fondo no eran tan malos tiempos...Por cierto es todo un honor que aparezca mi nombre al lado del gran Panero, en uno de tus relatos. Recuerdo una de esas mañanas perdidas de vino y porros en tu habitación, nos vimos aquel documental de los Panero, que gran documental cojones...
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