Que los hechos vengan a mí. Que las cosas se acerquen, me rodeen... me invadan. Aquellas otras que se esconden ¡venga! ¡salid! ¡Quiero ver todos los recovecos, que se muestren todos los interiores, que se asome a mi aparato ocular todo lo problemático, lo que destruye y resucita!
Ver el mecanismo de este cacharro.
Tiene que haber alguna forma de arreglarlo.
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Escuchando la radio; una voz grave, solemne, espacial, de un colaborador de la enésima tertulia política. Es bella, esa voz. Ese jirón de alma puede envolver un cuerpo entero. Su cara es lo de menos. Sería capaz de convencernos de lo justificable de un espantoso genocidio, de la manera tan armónica y espiritual con la que ofrece datos estadísticos. La voz de un idiota a través de un tabique puede resultarnos agradable, si reverbera en nuestra psique su real imagen interior. Así la voz de algunas mujeres, físicamente no agraciadas, que si nos dejásemos llevar por el timbre de sus cuerdas vocales a través del teléfono dejaríamos familia, patria y corazón.
No es cierto eso de que la cara sea el espejo del alma. Cuerpo es espíritu, voluntad. El alma no tiene carne; fluye, se comunica a través del aire.
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A ver que camisa te pones hoy. Elígela bien. Las manchas de sangre no salen en ciertos tejidos.
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Uno solo tiene la razón cuando su estado de ánimo se la da.
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Cuando oigas a alguien afirmar con rotundidad que “lucha por sus principios” date el piro a toda castaña de allí donde estés. Para que sus principios se autorrealicen les es necesario que existan no solo otros que sostengan los contrarios, sino también aquellos que tienen la alarmante desvergüenza de no tener ninguno.
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Aún después de muchos años, no me lo explico. Eso de que me diese por escribir. Todavía recuerdo aquella noche en una de mis primeras semanas en Granada, en casa de aquella vieja con la que vivía a pensión, frente a un cuadro del Corazón de Jesús, en mi habitación, cagado de miedo.
Bajo la imagen, en la misma fotografía, una oración:
Porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden.
«¿¡Ah sí!?», me dije.
«Pues se van a enterar»
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Para alcanzar la verdad hay que cazarla. Lástima que cuando nos estamos acercando a recoger la pieza abatida esta ya está convulsionando, medio exangüe, sobre el terreno.
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No soy tolerante. La tolerancia subyuga a tragárselo todo. Una moral de cerdos, de carroñero. Tolerante es el drogadicto, cuyo organismo está predispuesto a recibir esa sustancia que lo aniquila en el puro goce de su destrucción. Tolerar es dejar pasar despreocupadamente. Por eso, cuando uno se siente incomodado, arremete violentamente contra aquel que ha tenido la desfachatez de aprovechar su permisividad para tomarse la libertad de hacer lo que le venga en gana. La nobleza (en términos aristocráticos) está en saber discriminar correctamente lo que potencialmente puede sernos dañino, dejándole claro al tal que su acceso a nuestra esfera personal o pública puede llevarles a un perjuicio que tal vez prefieran evitar. Discriminar es establecer parcelas vitales. Cada uno en su casa. Y Dios, si quiere, que pregunte.
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No hay mejor estrategia para sobrevivir hoy en día en democracia que autoproclamarse perseguido o, como marca la etimología de la corrección política, marginado.
El marginado, por lo común, aspira a su integración en el tejido social imperante. Su pena estriba en el hecho de no tener reservado un escaño en el parlamento público. Su esperanza es dejar de ser un oprimido para convertirse en lo que siempre ha ansiado ser con toda su alma, un déspota: sujeto con derecho a marginar.
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El pathos del distanciamiento es necesario para reconocernos en esa parcela personal que constituimos nosotros mismos. Pero distanciarse no significa recluirse, anquilosarse en el propio ser. Para que la distancia exista, es condición necesaria la existencia de dos puntos.
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La expresión “tener buenos modales”, aunque parezca increíble, no goza de buena reputación en los últimos tiempos. Por lo visto, la naturalidad mal entendida se ha impuesto como reacción histórica a etapas más oscuras en las que imperaba una incómoda doble moral. Esta se camuflaba tras una fachada de vacua cortesía, que permitía mantener las relaciones en el ámbito de la vida pública en una más que dudosa sana armonía.
Abandonado aquel vicio —que como todo lo viciado si sitúa en los extremos— hemos pasado a practicar sin ningún tipo de control una descarnada naturalidad que recuerda a aquellos animales que se olfatean el culo antes de ponerse a darle al tema. Cualquier patán con el que tengamos la desgracia de cruzarnos goza de la confianza suficiente para tomarnos la mano, el brazo, el hombro… o incluso para pasar directamente a aporrearnos la espalda a mano abierta como a un fláccido saco de avena. Además, se calculan mal las distancias; el sujeto se pone a escasos siete centímetros de nuestra jeta, rociándonos con sus lapos todo el espectro de enfermedades transmisibles vía oral. Por si fuera poco, se hace un uso deliberadamente excesivo del tú, del compadreo, del amigacho… a efectos de facilitar una mayor familiaridad que en ningún caso el interlocutor ha tenido la intención de solicitar. Y si el encuentro, por casualidad, se produce en el sur de España, la paliza está asegurada.
Por eso desde aquí llamo a la vuelta de los, sino buenos, justos modales, para permitir una meridiana paz entre la ya maltrecha convivencia humana. Aunque esta sea falsa, aunque tras esa máscara se escondan intenciones criminales, con tal de quitarme de encima estas ganas que, a veces, me dan de matar a alguien.
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No he leído a Montaigne, pero sí leí una frase suya, desperdigada por algún texto, en la que decía que las verdades (metafísicas) no eran propiedad exclusiva del filósofo de turno que la había descubierto, puesto que la verdad estaba ya ahí, en el mundo, y una vez sacada a luz, cualquiera que fuese capaz de comprenderla podía apropiársela. Pues bien, ya sabéis, lo dicho como si fuese mío.
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En la tele, en el típico serial médico, un viejo postrado en una camilla debatiendo con su hijo sobre una operación de pene.
—Puedes tener una hemorragia ¿Vas a morir por una erección?
—Hijo, ha habido guerras por una erección.
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Un borracho a altas horas de la madrugada: «¡Enhorabuena, me he enterado que usted se ha casado con una pegatina!».
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