Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







domingo, 4 de marzo de 2012

AS: Belville

-Africano-

Cogí mi sándwich y mi coca-cola y salí a la terraza. Me encontraba en la Place du Palais Royal, había quedado encontrarme con Clara en la salida del metro. Desde allí podía ver la imponente fachada del Louvre. Saqué mi libretita e intenté dibujarla para entretener la espera. Me estaba saliendo un churro patatero. Lo dejé. Me dediqué a observar el panorama. Era la hora punta. Coches, viandantes, policías de tráfico, semáforos, alcantarillas, carteras de piel, gafas de sol, polución, prisas… Empecé a sentirme de maravilla………LA CIUDAD………….hacía un día claro, luminoso, vital. En ese momento todo era cotidiano, pura rutina. Tenía la sensación de hacer aquello todos los días, era normal, estar allí.

Después de veinte minutos Clara apareció. La vi salir de la boca de metro, mirando a uno y otro lado intentando dar conmigo. Levante ambos brazos y empecé a hacer molinillo. Me vio. Mientras se iba acercando, la situación se volvía más familiar. Habíamos quedado, como si cada uno hubiese salido de su casa. Nos dimos un beso y nos quedamos mirándonos.

—¿Has dormido bien?

—Mucho.

—¿Qué toca ahora?

—Belville.

—Saca el mapa.

Belville estaba un poco a tomar viento. El viaje en metro resultó algo pesado. Tuvimos que hacer varios transbordos hasta llegar a nuestro destino. Nos bajamos en la Place de la République. Callejeamos siguiendo las indicaciones del mapa y nos dimos de bruces con uno de los extremos del Canal St-Martín. Tenía interés por saber como era la vida en Belville. Se decía que era el nuevo Montmartre, la nueva zona bohemia de la ciudad. Había algo que impedía el crecimiento de este tipo de zonas en lugares como Paris o Nueva York. En el momento en el que se ponían de moda, el precio de los alquileres se disparaba, lo que provocaba la deserción de todos aquellos que habían convertido la zona, por ser esta pobre, en un lugar de interés cultural.

Por lo visto en Belville ya estaba sucediendo. Todos los snobs de la ciudad trasladaban su tontería al barrio, lo que les daba ese aire alternativo, de estar a la última, necesariopara tirarse el moco en reuniones de tres al cuarto.

Tenía cierto encanto, Belville. Paseando junto al canal podías encontrar universitarios leyendo libros, bebiendo litros, fumando porros o comiéndose un bocadillo. Era agradable. Los edificios que rodeaban el canal eran más bien feos, sucios, como un barrio madrileño de los setenta. Pero era un sitio donde se podía vivir.

El cáncer que estaba empezando a carcomer Belville podía apreciarse en sus establecimientos. En los bajos de un edificio en ruinas podías encontrarte con una tienda de decoración artística, en la que el cachivache más barato era el pomo de la puerta. Dependientes con aires de moderno, intelectualoides, pasaos de mundo, que seguramente habían estudiado en Munich, fumado hierba en el Sacromonte, follado en una playa de Cerdeñay bebido té en Marraquech.

Conforme íbamos cruzando calles me sentía más asqueado. No había alma. Belville no era ni la uña encarnada del pie de Montmartre. En Montmartre aún el aire olía a violencia. Olía a prostitución, pillaje, asesinato, pobreza, desesperación, indigencia, creación…aunque ya no fuera así. En Belville olía a universitario VISA ORO y a hippie desnutrido. El BO-BO; el boheme-bourgeois. Era no más que otro proyecto artificial de levantar algo auténtico sobre una base falsa. Los grandes núcleos creativos de la historia surgieron de la forma más natural, por sí solos, en espacios largos de tiempo, por los motivos más insospechados y siempre unido estrechamente a la marginación. Belville resultaba tan amable a la vista que daban ganas de abrazarlo. Le faltaba ese algo. No había forma de imaginar que por aquellas calles pudiese estar vagando en ese momento el nuevo Tolouse-Lautrec. Vamos, ni de coña

.Buscamos un sitio para comer. Ninguno nos convencía demasiado. Hicimos un par de amagos para sentarnos en un par de terrazas pero en todas nos decían que la cocina estaba cerrada. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Finalmente nos sentamos en una brasserie. Estábamos sentados uno enfrente del otro, en la terraza. Clara cogió una silla y la puso entre los dos, para dejar el bolso. Enseguida, un gordo grasiento que comía junto a otras personas dentro del establecimiento se dirigió a nosotros en un desagradable tono francés. Clara intentó comunicarse con él en inglés. El camarero se acercó. Nos señaló la silla y nos hizo un gesto negativo con el dedo. Por lo visto no querían que esa silla estuviese allí. El gordinflón se dirigió al camarero en español; eran argentinos.

—¿Qué dicen?

—Yo que sé, no se enteran de nada.

Ya me habían tocado los cojones.

—Se da el caso, muchacho, que me entero de todo.

Se quedó blanco como la leche cortada. Miró al gordinflón, que por lo visto era el dueño del local, sin saber que hacer. Este volvió a hablarnos, esta vez en la lengua de Cervantes.

—No podéis poner la silla ahí, está prohibido.

—De acuerdo, eso es comprensible. Pero no es necesario hablar con tan mala ostia.

Empezó a dirigirse al camarero de nuevo en francés; parecía estar dándole una somera bronca por el patazo del comentario. Volvió a dirigirse a nosotros.

—Es que está prohibido.

—Clara, vámonos de este cagadero.

Clara cogió su bolso y nos levantamos. Se quedaron mirándonos como auténticos gilipollas perdidos.

Finalmente compramos algo de comer en un libanés. No sabía muy bien lo que habíamos comprado. Una especie de pollo mezclado con mil millones de especias y una ensalada.

Decidimos volver al canal, para comer allí.

Junto a nosotros, un grupo de jóvenes estudiantes, de una residencia cercana, parecían celebrar algo. Había cervezas y comida, sana amistad, juventud y estupidez. Catamaranes turísticos cruzaban el canal con lentitud, esperando la subidas y bajadas del nivel de agua, aguardando pacientemente el paso del que venía en sentido contrario.

La visita a Belville estaba acabando.

Me sentí extrañamente viejo.

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