-Africano-
Llegamos a la Brasserie de L´Île St-Louis, situada su estructura angulosa frente al pont l´Archevéché. Efectivamente, en la entrada del puente, un grupo de músicos veteranos tocaban jazz para una numerosa audiencia de turistas y jóvenes estudiantes. Nos arremolinamos en una de las pocas mesas libres que quedaban en la balconada de la brasserie. Pedimos cerveza y algunos platos al azar. La noche era templada y limpia, como una herida de espada. Miré a Clara. Estaba cansada y por su gesto parecía estar preocupada. Sabía lo que estaba pensado.
—¿Es duro?
—¿Qué?
—Que no volvamos nunca más.
—¿Por qué no? ¿Claro que volveremos?
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Sí, ya.
—No quiero volver a casa, ¿por qué no nos quedamos?
—Porque moriríamos de hambre.
—Es difícil de aceptar. No vamos a vivir más vidas. Nunca viviremos en Paris. Moriremos como ratas de alcantarilla y nunca sabremos lo que es.
—Como en todos lados, me imagino. Con el tiempo todos los sitios se vuelven insoportables.
—Sí, ya lo dijo el bujarra de Kavafis. Lo que me gustaría saber es donde estaba cuando escribió aquello: "Habiendo desperdiciado tu vida aquí la has jodido para cualquier lugar del mundo…" ¿no era así? Y luego esta esa otra gente, dándonos sus consejos de mierda. Que Ceuta es más cómodo, que lo tienes todo a mano, que es un buen sitio para criar a tus hijos, que se cobra más, que no pagamos IVA… ¡malditos esclavos de pacotilla! Me amuerma el discursito del caballita bien alimentado. ¿Sabes que te digo? que los jodan a todos… “No, si yo también he estado en Paris”. Y un zupo. No habéis estado en Paris en vuestra biliosa vida. Ir a Eurodisney y pasearse en barco por el Sena no es haber estado en Paris. No digo que lo que nosotros hallamos hecho lo sea, pero se acerca. Estamos cerca, si no fuese porque no tenemos tiempo... Recuerda, Florencia nos la bebimos. Me entró por los oídos, por los ojos, por las uñas, por el lagrimal, por el ojo universal del culo… Solo necesitamos tiempo…ya sé que no hemos hecho nada para merecerlo, ¿quién coño somos nosotros para que los dioses nos brinden la oportunidad de vivir en un lugar respirable? Nadie, ya te lo digo yo. Pero ¿quiénes son ellos…dime qué cojones han hecho ellos para pasearse por Europa tan campantes creyéndose jodidos exploradores por haber respirado el aire viciado de Auschwitz o haberse paseado en góndola por Venecia? Nada. Y luego se relamen los morros con sus copas de meados con tónica contándote las aventuritas, la de mundo que han visto y lo mortalmente a gusto que se sienten posando sus empachados culos sobre la orográfica balsa de mierda en la que viven.
—¿De quienes estás hablando? ¿Quién te ha dicho a ti nada?
—Nadie, simplemente me cago en el mundo.
—Yo solo quiero pasearme en bicicleta por la ciudad y tumbarme al Sol de la Primavera en las Tulleries… no pido más. Soy idiota, podría haber ido de Erasmus a Paris y al final tire para Florencia…en fin.
—No te quejes, bonita. Hay quien no ha pasado del polígono industrial de su pueblo.
—¿Por qué no me voy a quejar? ¿Qué estás haciendo tú ahora?
—Estoy a punto de llorar.
—Y yo.
Nos quedamos así, agarrados a nuestros vasos, mirando el tinglado de jazz-geriátrico que se estaba desarrollando.
—De todas formas esta ciudad ya está muerta, fíjate en ellos. ¿Has visto un puñetero grupo de jóvenes por todo Paris haciendo algo interesante? Parece que solo los viejos mueven el culo. Es como los últimos coletazos de un cachalote en la orilla de una playa. No hay nada que hacer, no hay ninguna tierra prometida. El Paris del XIX y los treinta, el Nueva York de los locos años veinte, Los Ángeles y San Francisco en los sesenta, el Manchester de final de los setenta, el Madrid de los ochenta… todos ciudades en llamas, basura intergaláctica… Todo desaparece como un mal sueño que recordamos a medias. El mito se diluye y se contrae como el flujo de un chocho de ochenta años. No hay ningún lugar ahora mismo, en ningún rincón del planeta, que pueda hacer feliz a una persona. Decían ahora que Berlín; nada, más basura. Todos cementerios andantes. Las ciudades en lugar de vivirlas se las visita, como si fuesen un gigantesco museo antropomórfico. Estoy harto. ¿Qué vamos a hacer? ¿Jodernos vivos, como el resto del mundo?
—Si todo sigue igual, seguramente.
Volvimos a hincar los ojos en el grupo de espectadores que, ya sí, se dispersaba. Los músicos recogían sus instrumentos mientras hablaban con algunas estudiantes que pululaban por su alrededor.
—Míralos, con más años que un Banco Central y rodeados de colegialas. Nunca sabré cual es el secreto de los músicos.
—Que no hablan, tocan. Eso es lo que nos atrae.
—Ya...jodidas perras. Creo que hace falta música. Una música nueva. Algo que nos haga mover el esqueleto como hace milenios alrededor del fuego. Necesitamos que los koreanos, los iraníes, los sumatros o quien cojones sea pegue un petardazo y descargue toda su munición sobre la faz de la tierra. Alguien se pondrá a cantar, ¡digo yo!
—Deja de decir tonterías.
—Hablo en serio, la música es la única que puede levantar esta casa en ruinas. Siempre lo ha hecho. ¿No los ves? Pura vida. A sus tropecientos años, seguro que esta noche cada uno se carga a una Lolita.
—Seguro.
—Ya se van.
—...con la música a otra parte.
*
Compramos unos helados en la Maisón Berthillon, justo enfrente de donde habíamos comido. Bajamos por unas escaleras que conducían a la orilla del Sena. Allí, un grupo de estudiantes soplaban unas cervezas y fumaban cigarrillos; unos metros más allá, sentados con los pies colgando sobre el bordillo, un par de chiquillos se hacían arrumacos inocentes en la oscuridad.
Mientras lamía mi helado me sentía algo incómodo. Era esto, lo de estar a la orilla del Sena, una de esas mierdas románticas que se decía en las películas. Por más que miraba a mi alrededor no encontraba nada que me pusiera tierno. Ríete tú del Arno. Allí podías ver a Eros emerger en pelotas sobre el Ponte Vecchio. Recuerdo una mañana de recogida, bordeando el río, borrachos, abrazados, presenciando como cada porción de tierra iba poco a poco siendo bañada por el Sol, con una luz que podía despertar de su sueño eterno a los mismísimos santos de la basílica de San Miniato al Monte. Recuerdo atravesar el largo pasillo que va desde el río a la Piazza Della Signoria, bajo la Galería Uffizi, observados por la mirada hierática de las estatuas de Giotto, Leonardo, Miguel Ángel, Maquiavelo, Galileo Galilei, Benvenuto Cellini, Dante, Nicola Pisano, Petrarca… y al fondo, el Palazzo Vecchio marcando la hora del amor y la destrucción, besándonos sobre las dominicas cenizas de Girolamo Savoranola.
Pero al borde del Sena solo veía aguas fecales, zodiacs de la policía cruzando a toda pastilla como piedras planas y grandes catamaranes con cientos de turistas cenando a 119 euros el menú.
Aún así era agradable. Y el helado estaba bien.
Además, Clara sonreía.
Y yo también.
Tiramos nuestros envoltorios de Berthillon en una papelera y volvimos a tierra firme. Cogimos el metro en Pont Marie, de regreso a Montmartre.
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