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-Javier Jabato-
Bajó las escaleras hacia los baños de aquel garito con las urgencias del vómito trepándole ya entrañas arriba. Pensó en aquella su supuesta estirpe, en esa legión insalubre de borrachos y arribistas y perdedores de la peor calaña que, como si se tratase de un peripatético cabaret pre-mortem, habrían desfilado por allí a lo largo de cientos o miles de años, quién sabe. Los nunca artistas, los drogadictos, los deshauciados del amor, los que se perderán pronto en las calles y nunca más aflorarán a una avenida en domingo y mediodía. Las escaleras eran un agujero tubular iluminado malamente por una precaria bombilla roja que daba aspecto de puticlub -más aspecto, se entiende- a aquel garito cochambroso, obsoleto como un whiskería en Cuéntame y deprimente como una puta que llora en un polígono industrial al amanecer; en quiebra permanente como todos los locos negocios que, nunca crematísticos, emprendiese su abuelo en el pasado.
Aún en su estado, tuvo tiempo de comprobar lo puerca y pringosa que estaba la puerta. La empujó con la parte exterior de la mano, metió las adidas en un charco que actuó, plof, plof, como definitivo libertador de su interior y vomitó incontroladamente allí donde pilló, sin mirar siquiera donde estaba, sin tiempo ni ganas ni posibilidad alguna de buscar una luz que tal vez fuese inexistente, sin preocuparse lo más mínimo de si había allí (meando, follando, metiéndose rayas de speed) alguien más. Desfogó pues su volcán de alcohol oscuro. Después la hiel amarilla. Se limpió las lágrimas y se miró huidizo en un espejo roto y lleno de pegatinas y pintadas varias: Leticia, aborta a tu engendro, Caín y plusvalía, La revolución consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos... Se sorprendió, tal vez, de que aquel mágico objeto siguiera reflejando su cara y siguiera, como en una maldición sempiterna, planteando preguntas a las preguntas de su propia mirada. Si hubiera estado de humor se hubiera reído de la broma que siempre hacía un buen amigo suyo. Los espejos son malignas creaciones gallegas, le decía; los cabrones siempre nos responden con preguntas.
La vio al salir y por supuesto le pareció bellísima. Cualquier ser, cualquier cosa, le parecía bella por aquel entonces: una mujer o un arma, una esquina y una plaza, los gatos y los turistas, las flores casuales en un balcón, un perro reventado en el asfalto que se derrite, los cubos de basura destapados, el mendigo ex legionario en la puerta del Opencor, las gasolineras, los centros comerciales, las modernas estaciones de tren, una bombona de butano, la batidora anunciada de madrugada en la teletienda, los cables que cruzan las calles y sobre los que se posan los pájaros. Todo le parecía arrogantemente bello, excelso, recubierto de una pátina de oro y de triunfo; como si en todo ello, en su esencia última, estuviese mágicamente cincelada la palabra -o mejor la idea- Futuro. Así de feo se pensaba. Así de bicho. Así de lumpetario. Nadie más sensible a la belleza que aquel que se percibe y se sueña, y consecuentemente es, esclavo, siervo o proletario de la fealdad... Se miraron y se besaron y ella, trincándolo de la camiseta en la que se veía a un jovencísimo Strummer con una bandera de la Nicaragua Sandinista, lo volvió a meter dentro del meadero. Él bajó la tapa del váter y se sentó. Ella lo cabalgó, con furia y con amor, con cierto desdén también, apretando sus tetas pequeñas contra la boca de él y pidiéndole, literalmente, metáforicamente, que la matase. No hubiera usado condón en el futurible caso, pura ciencia ficción, de que hubiese tenido alguno... Ella, subiéndose las bragas, recolocándose la falda, lo miró como se mira a un amigo entrañable o al mar. Y le dijo:
-Te busco y te encuentro aquí. Siempre.
II
Y así fue durante meses. Cuando él, en las fogosidades de la noches alevosas (noches nacidas como páramos, como pantanos) se acordaba de ella, abandonaba de estrangis a sus amigos, desertaba del concierto que fuese, se esfumaba de cualquier pista de baile en la que se movía ridículo como un robot de 1984 y se iba a su rincón. Diríase se refugiaba. Encendía porro tras porro y la esperaba. Y ella llegaba sobria o borracha, limpia o sucia pero siempre muy tarde. Él la veía descender las escaleras y extendía involuntariamente los brazos, como el niño chico necesitado que era. Entraban, se amaban, hacían morir de envidia a los otros tíos que bajaban al baño. Después despegaban sus sexos sudados y ella se iba. Él se solía quedar allí unos minutos, mirándose en el espejo roto, fumándose un porro más, maravillado y también aterrado ante aquel milagro, imbuido de la belleza inherente a lo pútrido y lo perverso, enamorado de la belleza en aquella su última planta del Infierno. Nunca supo su nombre porque los verdaderos personajes no tiene nombre. Nunca tuvo su móvil porque ella no tenía móvil.
III
Después pasó cualquier cosa: pasó que encontró trabajo o se decidió por fin a terminar los estudios inconclusos, pasó que empezó a remolonear con otras mujeres o que se refugió en su casa para ver todas las películas de Terence Fisher que aún no había visto. Pero dejó de visitar aquel rincón habitable y con el tiempo ella, sus bragas, sus tetas, el espejo roto y la bombilla precaria, quedaron relegadas al olvido; pasaron a ser soñadas y recreadas desde la distancia, en un tiempo verbal nunca antes pensado, un tiempo verbal que era pasado remoto... Caminaba por la calle Niños Luchando escuchando el City Slang de la Sonic´s Rendezvous Band en su mp3. Había olvidado también, desterrándolas a un rincón de su consciencia que no adoleciese de romanticismo alguno, todas aquellas prepotentes canciones que hablaban de un tal orgullo en la derrota, canciones que hubiesen tarareado los que contaban (tres, dos, uno, cero) sus propios pasos al cadalso. Canciones timo. Canciones patraña. Canciones que eran básicamente un atraco. Alguien le tocó el hombro y él se volvió. Su amigo, el del chiste sobre los espejos y las preguntas rebotadas en otras -y peores- preguntas, le dijo:
-Tu andabas con esa tía... ¿no? Lo siento mucho...
La guitarra de la Sonic llegaba al paroxismo de sus dos últimos minutos y él dijo algo que sonó a gruñido animal, a estertor.
-¿Cómo? ¿No lo sabes? -su amigo, a pesar del titubeo, se hizo entonces heraldo del horror mundano- Dicen que se cortó las venas en los servicios de un antro. Hará un par de semanas...
Volvió pues la muerte a su vida, volvió su guadaña de herrumbre a rebanar los cuellos de los gentiles descendientes de Esaú. Supo que no le quedaba otra: se dirigió al primer cajero que encontró y sacó cien, doscientos, trescientos euros que antes de poseer ya había decidido malgastar. Los había quemado antes de tenerlos en la mano, antes de que la ranurita mágica se abriese y soltase toda su mierda.
Lo que sigue es confuso. Más alcohol, más drogas, más garitos gélidos. Noches finiquitadas en el primer portal que lo acogiese. Vómitos y putas y desamor. Las llaves de su piso lanzadas voluntariamente al Genil.
IV
Le sonaron vagamente las escaleras. No reconoció la luz de la bombilla roja. El espejo seguía roto. Antes de vomitar tuvo tiempo de leer alguna de las diferentes pintadas en la pared. Estaban escritas con un grueso rotulador permanente o con lápiz de labios. Daba igual. Eran inconfundibles:
¿Dónde se habrá metido hoy mi fantasma preferido?
Lindo, hoy también vine...
...Y hoy... ...Y mañana también...
Pequeño, ¿dónde te metes? ¿Qué es de tu vida? ¿Me olvidaste ya, tan pronto?
Amor, necesito verte. Necesito tu sexo y tus besos.
No me dejes caer, por favor. Elévame...
Bajó las escaleras hacia los baños de aquel garito con las urgencias del vómito trepándole ya entrañas arriba. Pensó en aquella su supuesta estirpe, en esa legión insalubre de borrachos y arribistas y perdedores de la peor calaña que, como si se tratase de un peripatético cabaret pre-mortem, habrían desfilado por allí a lo largo de cientos o miles de años, quién sabe. Los nunca artistas, los drogadictos, los deshauciados del amor, los que se perderán pronto en las calles y nunca más aflorarán a una avenida en domingo y mediodía. Las escaleras eran un agujero tubular iluminado malamente por una precaria bombilla roja que daba aspecto de puticlub -más aspecto, se entiende- a aquel garito cochambroso, obsoleto como un whiskería en Cuéntame y deprimente como una puta que llora en un polígono industrial al amanecer; en quiebra permanente como todos los locos negocios que, nunca crematísticos, emprendiese su abuelo en el pasado.
Aún en su estado, tuvo tiempo de comprobar lo puerca y pringosa que estaba la puerta. La empujó con la parte exterior de la mano, metió las adidas en un charco que actuó, plof, plof, como definitivo libertador de su interior y vomitó incontroladamente allí donde pilló, sin mirar siquiera donde estaba, sin tiempo ni ganas ni posibilidad alguna de buscar una luz que tal vez fuese inexistente, sin preocuparse lo más mínimo de si había allí (meando, follando, metiéndose rayas de speed) alguien más. Desfogó pues su volcán de alcohol oscuro. Después la hiel amarilla. Se limpió las lágrimas y se miró huidizo en un espejo roto y lleno de pegatinas y pintadas varias: Leticia, aborta a tu engendro, Caín y plusvalía, La revolución consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos... Se sorprendió, tal vez, de que aquel mágico objeto siguiera reflejando su cara y siguiera, como en una maldición sempiterna, planteando preguntas a las preguntas de su propia mirada. Si hubiera estado de humor se hubiera reído de la broma que siempre hacía un buen amigo suyo. Los espejos son malignas creaciones gallegas, le decía; los cabrones siempre nos responden con preguntas.
La vio al salir y por supuesto le pareció bellísima. Cualquier ser, cualquier cosa, le parecía bella por aquel entonces: una mujer o un arma, una esquina y una plaza, los gatos y los turistas, las flores casuales en un balcón, un perro reventado en el asfalto que se derrite, los cubos de basura destapados, el mendigo ex legionario en la puerta del Opencor, las gasolineras, los centros comerciales, las modernas estaciones de tren, una bombona de butano, la batidora anunciada de madrugada en la teletienda, los cables que cruzan las calles y sobre los que se posan los pájaros. Todo le parecía arrogantemente bello, excelso, recubierto de una pátina de oro y de triunfo; como si en todo ello, en su esencia última, estuviese mágicamente cincelada la palabra -o mejor la idea- Futuro. Así de feo se pensaba. Así de bicho. Así de lumpetario. Nadie más sensible a la belleza que aquel que se percibe y se sueña, y consecuentemente es, esclavo, siervo o proletario de la fealdad... Se miraron y se besaron y ella, trincándolo de la camiseta en la que se veía a un jovencísimo Strummer con una bandera de la Nicaragua Sandinista, lo volvió a meter dentro del meadero. Él bajó la tapa del váter y se sentó. Ella lo cabalgó, con furia y con amor, con cierto desdén también, apretando sus tetas pequeñas contra la boca de él y pidiéndole, literalmente, metáforicamente, que la matase. No hubiera usado condón en el futurible caso, pura ciencia ficción, de que hubiese tenido alguno... Ella, subiéndose las bragas, recolocándose la falda, lo miró como se mira a un amigo entrañable o al mar. Y le dijo:
-Te busco y te encuentro aquí. Siempre.
II
Y así fue durante meses. Cuando él, en las fogosidades de la noches alevosas (noches nacidas como páramos, como pantanos) se acordaba de ella, abandonaba de estrangis a sus amigos, desertaba del concierto que fuese, se esfumaba de cualquier pista de baile en la que se movía ridículo como un robot de 1984 y se iba a su rincón. Diríase se refugiaba. Encendía porro tras porro y la esperaba. Y ella llegaba sobria o borracha, limpia o sucia pero siempre muy tarde. Él la veía descender las escaleras y extendía involuntariamente los brazos, como el niño chico necesitado que era. Entraban, se amaban, hacían morir de envidia a los otros tíos que bajaban al baño. Después despegaban sus sexos sudados y ella se iba. Él se solía quedar allí unos minutos, mirándose en el espejo roto, fumándose un porro más, maravillado y también aterrado ante aquel milagro, imbuido de la belleza inherente a lo pútrido y lo perverso, enamorado de la belleza en aquella su última planta del Infierno. Nunca supo su nombre porque los verdaderos personajes no tiene nombre. Nunca tuvo su móvil porque ella no tenía móvil.
III
Después pasó cualquier cosa: pasó que encontró trabajo o se decidió por fin a terminar los estudios inconclusos, pasó que empezó a remolonear con otras mujeres o que se refugió en su casa para ver todas las películas de Terence Fisher que aún no había visto. Pero dejó de visitar aquel rincón habitable y con el tiempo ella, sus bragas, sus tetas, el espejo roto y la bombilla precaria, quedaron relegadas al olvido; pasaron a ser soñadas y recreadas desde la distancia, en un tiempo verbal nunca antes pensado, un tiempo verbal que era pasado remoto... Caminaba por la calle Niños Luchando escuchando el City Slang de la Sonic´s Rendezvous Band en su mp3. Había olvidado también, desterrándolas a un rincón de su consciencia que no adoleciese de romanticismo alguno, todas aquellas prepotentes canciones que hablaban de un tal orgullo en la derrota, canciones que hubiesen tarareado los que contaban (tres, dos, uno, cero) sus propios pasos al cadalso. Canciones timo. Canciones patraña. Canciones que eran básicamente un atraco. Alguien le tocó el hombro y él se volvió. Su amigo, el del chiste sobre los espejos y las preguntas rebotadas en otras -y peores- preguntas, le dijo:
-Tu andabas con esa tía... ¿no? Lo siento mucho...
La guitarra de la Sonic llegaba al paroxismo de sus dos últimos minutos y él dijo algo que sonó a gruñido animal, a estertor.
-¿Cómo? ¿No lo sabes? -su amigo, a pesar del titubeo, se hizo entonces heraldo del horror mundano- Dicen que se cortó las venas en los servicios de un antro. Hará un par de semanas...
Volvió pues la muerte a su vida, volvió su guadaña de herrumbre a rebanar los cuellos de los gentiles descendientes de Esaú. Supo que no le quedaba otra: se dirigió al primer cajero que encontró y sacó cien, doscientos, trescientos euros que antes de poseer ya había decidido malgastar. Los había quemado antes de tenerlos en la mano, antes de que la ranurita mágica se abriese y soltase toda su mierda.
Lo que sigue es confuso. Más alcohol, más drogas, más garitos gélidos. Noches finiquitadas en el primer portal que lo acogiese. Vómitos y putas y desamor. Las llaves de su piso lanzadas voluntariamente al Genil.
IV
Le sonaron vagamente las escaleras. No reconoció la luz de la bombilla roja. El espejo seguía roto. Antes de vomitar tuvo tiempo de leer alguna de las diferentes pintadas en la pared. Estaban escritas con un grueso rotulador permanente o con lápiz de labios. Daba igual. Eran inconfundibles:
¿Dónde se habrá metido hoy mi fantasma preferido?
Lindo, hoy también vine...
...Y hoy... ...Y mañana también...
Pequeño, ¿dónde te metes? ¿Qué es de tu vida? ¿Me olvidaste ya, tan pronto?
Amor, necesito verte. Necesito tu sexo y tus besos.
No me dejes caer, por favor. Elévame...
Enhorabuena por el blog! Te descubrí porque, al igual que yo, apareces en el número 6 de la revista Ohio - aunque yo lo haga en calidad de "modelo" (soy la de la portada) - pero también soy escritora, más bien poeta. Te sigo desde hoy, saludos!
ResponderEliminarVictoria L'Architigresse xxx
Gracias Victoria, espero que sigas visitando nuestro CACA. Estas invitada a colaborar cuando quieras. En la revista OHIO viene mi e-mail. Un abrazo y saludos!
ResponderEliminarme encanta.
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