-Africano-
Tal vez me precipite, pero creo que hoy ha empezado todo. Inicio de las prácticas en CCOO, asesoría jurídica, para mi formación como futuro graduado social. El horario bastante liviano, de 10:00 a 13:30, así durante seis meses. Una asignatura para finalizar la carrera y un futuro menos incierto por delante. Hoy he tenido aquella dulce sensación del bienestar, esa que caracteriza al consolidado Estado de Derecho. Después de no pegar ojo en toda la noche, me incorporo a las 8:30. La indumentaria está preparada desde la noche anterior. Vaqueros, zapatos y un polo azul marino, desabotonado hasta el pecho al más puro estilo sindical. Cuando, mirándome al espejo, me dispongo a lavar mi dentadura, el teléfono empieza a sonar. Mi abuela, que el abuelo tiene un dolor mu fuerte en el cuello, que si me madre puede bajar. Por ausencia de la misma, cojo llaves y gafas de sol y tomo camino de “La puntilla”. Las 9 y cuarto y una larga cola de coches se apelotona en el acceso a la barriada. Los nervios me apuntalan la sien. Primer día de trabajo y primer contratiempo. Si la cosa es grave, adiós a mi debut. Por suerte se trata de una falsa alarma. Gertrudis, mi abuela, declara el Estado de Sitio cada vez que el abuelo emite un gemido de dolor. Pobres, el miedo les corroe desde la última salida del abuelo del hospital cuando, según él: “Me dieron dos semanas de vida y mira donde estoy”. Tras propinarme 20 euros por lo bajini como tiene costumbre hacer, vuelvo a casa a terminar de acicalarme. Lavo dientes, peino y cojo aire. ¡Vamos chaval, con decisión! Y con decisión tomo camino del centro de la ciudad.
Aparco el coche en el garaje de mi hermana. Todo, absolutamente todo de lo que me valgo es de prestado. Coche, ordenador, cervezas, tabaco… todo, desde mi más tierna infancia, jamás perteneció a mi dominios. Hoy, por la gracia de un alto cargo de la Seguridad Social, la dicha amaga con cambiar de dirección. A cinco minutos de ingresar en el laburo, paro en Los Remedios a tomar un café. Agradable sensación, encender un pitillo, pedir la leche templada y, a traganudos, consumir ambos con el pretexto de: “Eh, que tengo que entrar a trabajar”. Tras una sonrisa complaciente a efectos de darme la mayor de las importancias, Paqui, la camarera, hace caso omiso de mi triunfo, junto con la apatía restante del bar. Por lo visto, Paqui anda algo mal de los nervios, según comenta con un parado apostillado en la barra con cara de haber tomado ya el primer quinto de la mañana. Salgo como una exhalación del bar y enfilo la calle que me lleva al antiguo edificio de Los Sindicatos. Allí, hacinados en diferentes plantas, UGT, en la primera y CCOO, en la segunda. En la recepción, a la izquierda, el Sindibar, bar de camaradas con un tufo a año 76 que traslada al visitante a tiempos de mayor conflictividad. Aunque la nuestra, a la época me refiero, no le va ni mucho menos a la zaga. Una vez en la segunda planta, Ramón Moreda, director, comisario político, o lo que cojones sea el jefe en una organización de tales características, me pone en contacto con Loren, chaval de 29 años, becario el año anterior, al igual que yo, que sigue ejerciendo funciones a través de contrato mercantil. Loren, ceutí prototípico, gran conversador, sociable, con buenos chistes medidos para cada categoría, edad, formación y etnia que distribuye equitativamente a lo largo de la jornada, ejerce de Virgilio por mi tránsito a través de la burocracia estatal. En primer lugar, y tras las presentaciones, me habla de Aureliano, Funcionario de carrera y liberado sindical en funciones, que ejerce de abogado principal junto con Faisal, moro, occidentalizado, y bien vestido que, según Loren, hay los días en los que aparece a la mañana completamente alcoholizado. Nuestro primer destino es la Delegación del Gobierno. Se trata de un acto de conciliación. Antes, pasamos por el FOGASA a recoger unos documentos. Allí, nos encontramos con la parte con la que tenemos que pactar. Un hombre gordo, camisado, con maletita de cuero viejo, saluda afectivamente a Loren y al señor del FOGASA. Aquí parece que todos se conocen. “Aah, ¿con este hay que negociar? Entonces vamos pa mi despacho”. Por el camino, muy comentada la holgada victoria barcelonista ante Panathinaikos, con campechanos piques entre Loren (culé de pro) y la parte demandada (madridista resignado). “No me vea ayé el Mesi. Ojú chiquillo”. Pero tú no dise que ere del Barsa, que ase con esa bandera de España en el pecho”. “Es que no hacen polos con la bandera de la República, yo con mis ideas hasta la muerte”. Comentarios de similar índole aderezan nuestro paseo a través de la Plaza de los Reyes hasta llegar a la Delegación del Gobierno, donde se encuentra la Oficina de Conciliación. Allí, un tal Manolo, también culé, entra al trapo en la conversación afirmando que su españolidad se debe a “motivos económicos”, comentario que provoca la hilaridad sonrojada de la obesa contraparte. Observo. El trato se hace sin demora y en condiciones prefijadas. Se trata de un gilipollas que ha denunciado a su Empresa por incumplir la promesa de hacerlo fijo antes de que ésta tuviera tiempo para hacerlo efectivo. Según dice la contraparte: “Ahora indemnización y a la puta calle.” Alocución, dicho sea de paso, que provoca la carcajada general en el despacho. Al salir, bajo el funcionarial Sol de la mañana, decidimos, decide Loren, invitarme a desayunar. Unas deliciosas tostadas, allá, en el Mesón del Center, con el segundo café del día que, el bueno de Loren, me impide pagar. Allí, rodeado de funcionarios de la Administración de Justicia que se encuentra en el piso superior, sufro la anunciada catársis. “EL BIENESTAR.” Maravillosa jornada de trabajo, entre chistes sencillos y saludos complacientes, que yo, en mi más temprana juventud, repudiaba como una estratagema urdida por el diablo para llevarme por el mal camino. Fuera de quien fuera la idea, era la mejor vida jamás soñada. Ni un multimillonario podía averigüar la sensación de dominio que aquellos hombres tenían sobre sus funciones, cómo, sin ningún estrés, se deslizaban por la mañana con la seguridad que da una rutina labrada a lo largo de los años. Eso. Eso y nada más era la vida. Quien coño quería un yate cuando podía estar toda la mañana evadido en tan gustosos menesteres. No pensar. La panacea. El santo Grial. Aquello era la felicidad. Estaba obnibulado en estos pensamientos mientras volvía al edificio de los Sindicatos. Un paseo más hasta Las Notarías para solicitar “un poder” y vuelta al nido. Durante el trayecto, todos son saludos, risas, un “te vi el otro día, pájaro”, “cómo estás guapísima” “dale un saludo a tu señora de mi parte”. Un par de papeleos más y Loren se convertiría en mi héroe. “Tú no te preocupes, Rubén, vas a aprender, no lo dudes.” Podía estar seguro, de hecho, me tenían cogido por los huevos. Ya no más discutir con señores con animales dibujados en sus camisas trabajando de camarero por una equivocación en el cambio. Ya no más mortales pitillos a las 8 y media de la mañana esperando un camión cargado de material sanitario. A tomar por culo. Mi sitio está en el Sindicato. Mi sitio es la sociedad ceutí. Donde todo el mundo te aprecia, conoce a tu padre, ha estudiado con tu hermana en el colegio o recuerda a tu abuela de cuando vivía en el Centenero. “¿Bajamos al Sindibar a echar una cerveza?” Allá vamos. Loren, tira de coca-cola. Yo no dudo. Cerveza, sii. El camarero, no sé quién, me da la bienvenida con un sonoro apretón de manos. “Aaah Jae, tu sabes lo que pides. Ti voy a poní una tapita de ensalailla russa.” Enciendo un Marlboro, mientras “no se quien” empieza a hablar de Chinos y Japoneses. Para él, los Chinos son unos guarros, pero currantes. Los japoneses, dice, currantes también, pero educados. "Eso no es viví, eso es existí, trabajá na má." Loren y yo hablamos de la manifestación perpetrada por los negros del CETI, que llevan dando jarana desde hace un mes con que los tenemos secuestrados en Ceuta. “Que se vayan a la mierda a su país.” “Sí, que se vayan a la mierda," asiento. El frenesí, a la 13:05 del mediodía me tiene completamente nublado el sentido. El calor, excesivamente húmedo a estas alturas de Septiembre, ejerce un efecto sobre mí similar al candor sufrido por un indígena en un ritual de sacrificio. En estado febril, bebo de un trago la birra, mientras siento dentro de mí una violenta sed de sangre. "Es preciso sacrificar al hombre ante los dioses para una buena cosecha," pienso, mientras miro el reloj que marca las 13:30, hora de salir.
Me despido de Loren, mi mentor, hasta el día siguiente. Puede que así sea el resto de mis días, o similar, eso está por ver. Para mi tranquilidad, aún conservo la suficiente cordura para escribir esto y para estar seguro de que "aún" no odio a los negros.
Tal vez me precipite, pero creo que hoy ha empezado todo. Inicio de las prácticas en CCOO, asesoría jurídica, para mi formación como futuro graduado social. El horario bastante liviano, de 10:00 a 13:30, así durante seis meses. Una asignatura para finalizar la carrera y un futuro menos incierto por delante. Hoy he tenido aquella dulce sensación del bienestar, esa que caracteriza al consolidado Estado de Derecho. Después de no pegar ojo en toda la noche, me incorporo a las 8:30. La indumentaria está preparada desde la noche anterior. Vaqueros, zapatos y un polo azul marino, desabotonado hasta el pecho al más puro estilo sindical. Cuando, mirándome al espejo, me dispongo a lavar mi dentadura, el teléfono empieza a sonar. Mi abuela, que el abuelo tiene un dolor mu fuerte en el cuello, que si me madre puede bajar. Por ausencia de la misma, cojo llaves y gafas de sol y tomo camino de “La puntilla”. Las 9 y cuarto y una larga cola de coches se apelotona en el acceso a la barriada. Los nervios me apuntalan la sien. Primer día de trabajo y primer contratiempo. Si la cosa es grave, adiós a mi debut. Por suerte se trata de una falsa alarma. Gertrudis, mi abuela, declara el Estado de Sitio cada vez que el abuelo emite un gemido de dolor. Pobres, el miedo les corroe desde la última salida del abuelo del hospital cuando, según él: “Me dieron dos semanas de vida y mira donde estoy”. Tras propinarme 20 euros por lo bajini como tiene costumbre hacer, vuelvo a casa a terminar de acicalarme. Lavo dientes, peino y cojo aire. ¡Vamos chaval, con decisión! Y con decisión tomo camino del centro de la ciudad.
Aparco el coche en el garaje de mi hermana. Todo, absolutamente todo de lo que me valgo es de prestado. Coche, ordenador, cervezas, tabaco… todo, desde mi más tierna infancia, jamás perteneció a mi dominios. Hoy, por la gracia de un alto cargo de la Seguridad Social, la dicha amaga con cambiar de dirección. A cinco minutos de ingresar en el laburo, paro en Los Remedios a tomar un café. Agradable sensación, encender un pitillo, pedir la leche templada y, a traganudos, consumir ambos con el pretexto de: “Eh, que tengo que entrar a trabajar”. Tras una sonrisa complaciente a efectos de darme la mayor de las importancias, Paqui, la camarera, hace caso omiso de mi triunfo, junto con la apatía restante del bar. Por lo visto, Paqui anda algo mal de los nervios, según comenta con un parado apostillado en la barra con cara de haber tomado ya el primer quinto de la mañana. Salgo como una exhalación del bar y enfilo la calle que me lleva al antiguo edificio de Los Sindicatos. Allí, hacinados en diferentes plantas, UGT, en la primera y CCOO, en la segunda. En la recepción, a la izquierda, el Sindibar, bar de camaradas con un tufo a año 76 que traslada al visitante a tiempos de mayor conflictividad. Aunque la nuestra, a la época me refiero, no le va ni mucho menos a la zaga. Una vez en la segunda planta, Ramón Moreda, director, comisario político, o lo que cojones sea el jefe en una organización de tales características, me pone en contacto con Loren, chaval de 29 años, becario el año anterior, al igual que yo, que sigue ejerciendo funciones a través de contrato mercantil. Loren, ceutí prototípico, gran conversador, sociable, con buenos chistes medidos para cada categoría, edad, formación y etnia que distribuye equitativamente a lo largo de la jornada, ejerce de Virgilio por mi tránsito a través de la burocracia estatal. En primer lugar, y tras las presentaciones, me habla de Aureliano, Funcionario de carrera y liberado sindical en funciones, que ejerce de abogado principal junto con Faisal, moro, occidentalizado, y bien vestido que, según Loren, hay los días en los que aparece a la mañana completamente alcoholizado. Nuestro primer destino es la Delegación del Gobierno. Se trata de un acto de conciliación. Antes, pasamos por el FOGASA a recoger unos documentos. Allí, nos encontramos con la parte con la que tenemos que pactar. Un hombre gordo, camisado, con maletita de cuero viejo, saluda afectivamente a Loren y al señor del FOGASA. Aquí parece que todos se conocen. “Aah, ¿con este hay que negociar? Entonces vamos pa mi despacho”. Por el camino, muy comentada la holgada victoria barcelonista ante Panathinaikos, con campechanos piques entre Loren (culé de pro) y la parte demandada (madridista resignado). “No me vea ayé el Mesi. Ojú chiquillo”. Pero tú no dise que ere del Barsa, que ase con esa bandera de España en el pecho”. “Es que no hacen polos con la bandera de la República, yo con mis ideas hasta la muerte”. Comentarios de similar índole aderezan nuestro paseo a través de la Plaza de los Reyes hasta llegar a la Delegación del Gobierno, donde se encuentra la Oficina de Conciliación. Allí, un tal Manolo, también culé, entra al trapo en la conversación afirmando que su españolidad se debe a “motivos económicos”, comentario que provoca la hilaridad sonrojada de la obesa contraparte. Observo. El trato se hace sin demora y en condiciones prefijadas. Se trata de un gilipollas que ha denunciado a su Empresa por incumplir la promesa de hacerlo fijo antes de que ésta tuviera tiempo para hacerlo efectivo. Según dice la contraparte: “Ahora indemnización y a la puta calle.” Alocución, dicho sea de paso, que provoca la carcajada general en el despacho. Al salir, bajo el funcionarial Sol de la mañana, decidimos, decide Loren, invitarme a desayunar. Unas deliciosas tostadas, allá, en el Mesón del Center, con el segundo café del día que, el bueno de Loren, me impide pagar. Allí, rodeado de funcionarios de la Administración de Justicia que se encuentra en el piso superior, sufro la anunciada catársis. “EL BIENESTAR.” Maravillosa jornada de trabajo, entre chistes sencillos y saludos complacientes, que yo, en mi más temprana juventud, repudiaba como una estratagema urdida por el diablo para llevarme por el mal camino. Fuera de quien fuera la idea, era la mejor vida jamás soñada. Ni un multimillonario podía averigüar la sensación de dominio que aquellos hombres tenían sobre sus funciones, cómo, sin ningún estrés, se deslizaban por la mañana con la seguridad que da una rutina labrada a lo largo de los años. Eso. Eso y nada más era la vida. Quien coño quería un yate cuando podía estar toda la mañana evadido en tan gustosos menesteres. No pensar. La panacea. El santo Grial. Aquello era la felicidad. Estaba obnibulado en estos pensamientos mientras volvía al edificio de los Sindicatos. Un paseo más hasta Las Notarías para solicitar “un poder” y vuelta al nido. Durante el trayecto, todos son saludos, risas, un “te vi el otro día, pájaro”, “cómo estás guapísima” “dale un saludo a tu señora de mi parte”. Un par de papeleos más y Loren se convertiría en mi héroe. “Tú no te preocupes, Rubén, vas a aprender, no lo dudes.” Podía estar seguro, de hecho, me tenían cogido por los huevos. Ya no más discutir con señores con animales dibujados en sus camisas trabajando de camarero por una equivocación en el cambio. Ya no más mortales pitillos a las 8 y media de la mañana esperando un camión cargado de material sanitario. A tomar por culo. Mi sitio está en el Sindicato. Mi sitio es la sociedad ceutí. Donde todo el mundo te aprecia, conoce a tu padre, ha estudiado con tu hermana en el colegio o recuerda a tu abuela de cuando vivía en el Centenero. “¿Bajamos al Sindibar a echar una cerveza?” Allá vamos. Loren, tira de coca-cola. Yo no dudo. Cerveza, sii. El camarero, no sé quién, me da la bienvenida con un sonoro apretón de manos. “Aaah Jae, tu sabes lo que pides. Ti voy a poní una tapita de ensalailla russa.” Enciendo un Marlboro, mientras “no se quien” empieza a hablar de Chinos y Japoneses. Para él, los Chinos son unos guarros, pero currantes. Los japoneses, dice, currantes también, pero educados. "Eso no es viví, eso es existí, trabajá na má." Loren y yo hablamos de la manifestación perpetrada por los negros del CETI, que llevan dando jarana desde hace un mes con que los tenemos secuestrados en Ceuta. “Que se vayan a la mierda a su país.” “Sí, que se vayan a la mierda," asiento. El frenesí, a la 13:05 del mediodía me tiene completamente nublado el sentido. El calor, excesivamente húmedo a estas alturas de Septiembre, ejerce un efecto sobre mí similar al candor sufrido por un indígena en un ritual de sacrificio. En estado febril, bebo de un trago la birra, mientras siento dentro de mí una violenta sed de sangre. "Es preciso sacrificar al hombre ante los dioses para una buena cosecha," pienso, mientras miro el reloj que marca las 13:30, hora de salir.
Me despido de Loren, mi mentor, hasta el día siguiente. Puede que así sea el resto de mis días, o similar, eso está por ver. Para mi tranquilidad, aún conservo la suficiente cordura para escribir esto y para estar seguro de que "aún" no odio a los negros.
Me alegro de tu nueva situación hermano africano, plasmada en este gran texto.
ResponderEliminarEpero ansioso que nos vayas contando que tal te va. No sé si saldrás seguidor de Trostky o fundarás un partido ultranacionalista ceutí pero apuntas maneras en cualquier caso. Salud Camarada