El tema me tenía yendo y viniendo de un rincón a otro del despacho. Cogí la gabardina y salí. Necesitaba madurarlo, así que fui a ver a mi Gurú.
Estaba allí como de costumbre, haciendo sus crucigramas y tomando té. Me senté junto a él.
—¿Qué te pongo?
—Nada.
—Un día voy a tener que empezar a cobrarte estas conversaciones.
—Atiende. ¿Qué es para ti lo justo?
—Como la etimología de la palabra propiamente indica lo justo es lo que encaja. Todo lo que no sea justo se sale del molde y desmonta toda la pieza.
—¿Y hacer el bien?
—¿Hace el bien la leona cazando a su presa? ¿El funcionario poniendo en orden sus archivos? No. Hacen lo justo y necesario para que siga el curso de las cosas.
—Gracias, necesitaba oír algo así.
—El otro día leí tus informes. Estás algo espeso últimamente, te noto sin ganas.
—Si, me desinflo como un globo de helio. Quizás esto de la investigación no sea lo mío.
—El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. No lo digo yo, lo dice Ortega.
—Haré lo que pueda.
De camino se me ocurrió. Fue como un fogonazo. Podía ser la solución. Fui a una joyería próxima y hablé con el dependiente. Volví al despacho.
Me estaba lavando las manos cuando sonó el timbre. Las sequé rápidamente y abrí la puerta.
—¿Qué hay?
—Pase, buen hombre.
—Aquí tiene. —Examiné el anillo concienzudamente. Podía leerse en su interior nombre y apellidos de la difunta propietaria—.
—Está bien, todo en regla.
—¿Nada más?
—Eco.
Se giró y mientras avanzaba hacia la puerta lo abordé por la espalda cubriéndole la boca con un pañuelo empapado en cloroformo. No sabía si iba a resultar el experimento. En las películas era un valor seguro. Se fue escurriendo poco a poco hasta dar con el hocico en el suelo. Lo cogí de los sobacos y lo arrastré al sillón. No había tiempo que perder. Me eché el anillo al bolsillo y salí corriendo del despacho. Dos calles más allá se encontraba la joyería. Ya había dado las instrucciones al joyero sobre lo que había que hacer. Simplemente un par de copias en menos de una hora. Podía hacerse sin problemas. Volví a mi despacho a tiempo. Seguía dormidito apoyado en el sillón. Me senté a esperar a que despertase de su sueño eterno. Poco a poco fue despabilando.
—Chico, menuda ostia.
—¿Qué?
—De pronto plaff, contra el suelo. Ve a mirártelo.
—Qué coño…
—Te has desmayado. Aquí tienes.
—Mierda, me duele la cabeza.
—Toma el anillo, todo en regla.
Y se marchó. No perdí el tiempo y fui a encontrarme con la lotera. Se puso pletórica de satisfacción cuando le entregué el anillo. Ninguna sospecha. Me dio mi primer décimo como convenimos. Con el fundido del anillo saqué suficiente dinero para las copias y el grabado, copias, por supuesto de inferior calidad en kilates. Había hecho justicia. Una auténtica jugada maestra. Todos contentos y la puta al río. Empezaba a recuperar la confianza en mi oficio. Aquella noche dormí como un tronco.
A la mañana siguiente, como todos los días, fui a por pan. Subía las escaleras hacia mi despacho, silbando y en paz con la vida, cuando alguien me encañonó por detrás.
—¿Qué se le ofrece?
—La madre de mi mujer se llamaba Carmen, no Mamen.
—Mmm.
Mis sesos se desparramaron por la pared mientras el décimo caía plácidamente hacia el suelo.
Se dice que alguien fue al día siguiente a cobrar el dinero de vuelta.
Estaba allí como de costumbre, haciendo sus crucigramas y tomando té. Me senté junto a él.
—¿Qué te pongo?
—Nada.
—Un día voy a tener que empezar a cobrarte estas conversaciones.
—Atiende. ¿Qué es para ti lo justo?
—Como la etimología de la palabra propiamente indica lo justo es lo que encaja. Todo lo que no sea justo se sale del molde y desmonta toda la pieza.
—¿Y hacer el bien?
—¿Hace el bien la leona cazando a su presa? ¿El funcionario poniendo en orden sus archivos? No. Hacen lo justo y necesario para que siga el curso de las cosas.
—Gracias, necesitaba oír algo así.
—El otro día leí tus informes. Estás algo espeso últimamente, te noto sin ganas.
—Si, me desinflo como un globo de helio. Quizás esto de la investigación no sea lo mío.
—El hombre no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su espíritu hasta el punto de desear morir por ello. No lo digo yo, lo dice Ortega.
—Haré lo que pueda.
De camino se me ocurrió. Fue como un fogonazo. Podía ser la solución. Fui a una joyería próxima y hablé con el dependiente. Volví al despacho.
Me estaba lavando las manos cuando sonó el timbre. Las sequé rápidamente y abrí la puerta.
—¿Qué hay?
—Pase, buen hombre.
—Aquí tiene. —Examiné el anillo concienzudamente. Podía leerse en su interior nombre y apellidos de la difunta propietaria—.
—Está bien, todo en regla.
—¿Nada más?
—Eco.
Se giró y mientras avanzaba hacia la puerta lo abordé por la espalda cubriéndole la boca con un pañuelo empapado en cloroformo. No sabía si iba a resultar el experimento. En las películas era un valor seguro. Se fue escurriendo poco a poco hasta dar con el hocico en el suelo. Lo cogí de los sobacos y lo arrastré al sillón. No había tiempo que perder. Me eché el anillo al bolsillo y salí corriendo del despacho. Dos calles más allá se encontraba la joyería. Ya había dado las instrucciones al joyero sobre lo que había que hacer. Simplemente un par de copias en menos de una hora. Podía hacerse sin problemas. Volví a mi despacho a tiempo. Seguía dormidito apoyado en el sillón. Me senté a esperar a que despertase de su sueño eterno. Poco a poco fue despabilando.
—Chico, menuda ostia.
—¿Qué?
—De pronto plaff, contra el suelo. Ve a mirártelo.
—Qué coño…
—Te has desmayado. Aquí tienes.
—Mierda, me duele la cabeza.
—Toma el anillo, todo en regla.
Y se marchó. No perdí el tiempo y fui a encontrarme con la lotera. Se puso pletórica de satisfacción cuando le entregué el anillo. Ninguna sospecha. Me dio mi primer décimo como convenimos. Con el fundido del anillo saqué suficiente dinero para las copias y el grabado, copias, por supuesto de inferior calidad en kilates. Había hecho justicia. Una auténtica jugada maestra. Todos contentos y la puta al río. Empezaba a recuperar la confianza en mi oficio. Aquella noche dormí como un tronco.
A la mañana siguiente, como todos los días, fui a por pan. Subía las escaleras hacia mi despacho, silbando y en paz con la vida, cuando alguien me encañonó por detrás.
—¿Qué se le ofrece?
—La madre de mi mujer se llamaba Carmen, no Mamen.
—Mmm.
Mis sesos se desparramaron por la pared mientras el décimo caía plácidamente hacia el suelo.
Se dice que alguien fue al día siguiente a cobrar el dinero de vuelta.
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