-Rubén C.M-
7:00 a.m
Tienes mala cara. Sentencias así son para tomarlas en serio. Meto ambos pies en las zapatillas, me estiro un poco y camino hasta el baño. Allí, doy al interruptor del romy y las cuatro bombillas de 60 vatios relampaguean en los oscuridad sonámbula de las 7 la mañana. Tras un par de segundos, y después del correspondiente periodo de adaptación al nuevo entorno, mis ojos van reconociendo formas, luego colores, más tarde, la combinación de ambas van a dar en silueta y, finalmente, yo, mi yo en sí y cognoscente. La verdad, no veo motivos para la alarma. Mala cara, si. La mala cara que desde que tenía uso de razón me había acampado en mitad del rostro. Ahí están todas. Está la cara de aquel chico al que su entrenador de fútbol, estando él en alevines, lo degradó a benjamines sin ninguna explicación, y a su vez, el coach de dicha categoría lo relegó al banquillo junto a dos deficientes mentales, un gordo y un paralítico. Allí también está la cara de aquel otro, más mozalbete, con ambas manos cubriéndose el rostro, ocultando una amalgama de supuraciones pueriles verdinegras, mientras espera, entre clase y clase, a que aquella belleza del 1º C pase, con la única y amable intención de saludarla. También, en las butacas del fondo, sentado a la derecha del padre, aquel otro, borracho como una cuba en la barra de un bar de buena muerte, sorbiendo la última gota de su desesperación, sobre una base rítmica de la Madonna más post-moderna. A parte de eso, no tengo del todo mala cara. La de ahora, simplemente. Que no es ni más ni menos que todas aquellas sumadas a la última, más blanca, inexpresiva, indiferente. Ese es mi yo. Mi yo gris marengo. Junto a mí, un albornoz apelotillado y raido, un armario estrecho, blanco, con tiradores dorados, una ventana y un bonito cuadro en el que se puede observar a Pinocho seguido de un grillo bípedo. No sé por qué en momentos así me acuerdo de Shopenhauer. Tal vez soy un sentimental, qué sé yo. Apago la luz y vuelvo a la cama.
11:00 a.m.
Un ronquido. Un ronquido profundo, estertoreo, me despierta. Es ella. A veces lo hace cuando fuma mucho. Anoche lo hizo. Me levanto y voy a la cocina. Cojo un vaso y dejo correr el grifo. Mientras se va llenando, un pensamiento fugaz me cruza la mollera. “Tienes mala cara”. Y así, esa frase se va repitiendo una y otra vez como una imagen hitchconiana obsesiva y delirante. El agua empieza a correr por mi mano, llegando una de las gotas hasta el codo. Saliendo del letargo, me interrogo concienzudamente. ¿Alguien me lo ha dicho o lo he soñado? Solo hay una manera de comprobarlo. Voy al baño y doy al interruptor. Frente al espejo, escruto mi cara buscando signos de aquella afirmación. No parece ir del todo mal por aquella zona. Solo, acercándome muy mucho al cristal, surcos y cicatrices, recuerdos de la adolescencia que, con el paso de los años, han ido desapareciendo pero que, aun así, fijándose uno, puede encontrar vestigios de aquellos tristes y dolorosos días. Miro a mi alrededor. Más concretamente, alrededor del interior del espejo. Por la ventana, motitas rosas y amarillas se filtran a través del cristal viselado, cayendo oblicuamente sobre el asiento del inodoro. Pinocho y el grillo siguen con su paseo, sin novedad. En esas me acuerdo. No lo he soñado. Esta mañana estuve aquí, ella me lo dijo. Ahora todo cuadra. Apago las luces. La del pasillo también. Vuelvo a la cama.
16:00 p.m
Estoy sentado. Estoy sentado en un banquillo largo, longitudinal. Solo yo estoy sentado en él. De pie, un hombre hace aspavientos ante una línea blanca que también se pierde en el infinito. Hago una batida. Es un campo de futbol. Niños sin rostro corren detrás de 20, 30, 40 pelotas. El caso es que no me es extraño. El hombre que grita me mira. Yo lo miro. Espero que diga algo. Pero sigue a lo suyo, gritando, moviendo las manos nerviosamente. Frente a mí, en lo alto, un gran reloj blanco, con las manillas negras, avanza con violencia alrededor de su eje. Comienzo a ponerme nervioso. Es como si algo se fuese a acabar. Miro al tipo. Este ya no me mira. Los niños siguen corriendo tras sus pelotas. Cada uno tras la suya. Sigo esperando y mirando el reloj. De pronto, el reloj se abre súbitamente, como las puertas de un bar del viejo oeste y un enorme grillo se abalanza sobre mí. Despierto. El Sol da con fuerza a través de las aberturas de la persiana. Miro a mi derecha. Ella sigue ahí. Duerme. Me levanto y voy al baño. Me miro al espejo. Parece que tengo mala cara. Bajo los ojos, dos bolsas negras se apelmazan. Un color amarillento, hepatítico, se concentra en mis labios, agrietados. Algo me deslumbra. La luz, entrando a todas leches por la ventana, se proyecta sobre los dorados tiradores de la repisa que a su vez apunta hacia el espejo. El efecto me deja cegado. Observo el cuadro de Pinocho. Recuerdo el sueño. Menuda mierda. Pepito grillo camina delante de su compañero. ¿O era detrás? Cierro la puerta y vuelvo a la cama. Tomo una pastilla. Lexatin 3. Domingo. Duermo.
19:30 p.m
Música. Música de discoteca. Madonna. Alguien del edificio parece querer rememorar mejores años. Voy a la cocina. Abro la nevera y cojo una cerveza. Apoyado en la encimera, de codos, escucho el monótono sonido de los electrodomésticos. Es relajante, pienso. Termino con la cerveza y voy a por la siguiente. Vuelvo a la cama. Anoche no fue una buena noche. Anoche nos pasamos. Mientras chupo de la botella, una náusea general se apodera de mí. Corro al baño y lo echo todo. Me limpio la boca con papel y tiro de la cadena. Enciendo los 240 vatios del romy y allí me encuentro, con la cara desencajada y fláccida. Por la ventana, luces violetas entran como una lluvia de gelatina. Despaciosa, lentamente, flotan por el baño alegremente. El armario con sus puertas abiertas de par en par, hace ademán de abrazarme. Mientras, Pinocho, dentro de su marco, llora desesperado buscando a su Pepito, así lo dice, su Pepito. Me concentro nuevamente en mí. Soy rubio, con tirabuzones dorados, como los tiradores de la repisa. Soy hermoso, angelical. La gelatina violeta se adhiere a mi piel, con suavidad. Cuando ya está todo, se vuelve azul. Como si fuese un pez, observo escamas por toda mi piel. Al respirar, en mi cuello, hendiduras horizontales se inflan y desinflan al ritmo de una música ancestral, atávica. Siento un poder sobrenatural en mi interior. De nuevo siento ganas de vomitar y lo hago. Litros de oro líquido salen por mi boca llenando el lavabo, rebosándolo. Sale disparado a borbotones, cada vez más rápido, cada vez en mayor cantidad. La habitación comienza a llenarse del líquido divino, subiendo como enredaderas por mis piernas. Siento como me posee un cálido fulgor metálico que me endurece los músculos. Me siento fuerte, poderoso, lúcido. Empiezo a reír a carcajadas. ¡Lo sé! Lo sé! Grito. ¡Lo sé! ¿Qué sabes? Lo de Pepito.¿ Lo de quien? Pepito, ¡sé donde está…!
- ¿De qué coño hablas?
-------¡ostias, qué pasa!--------.
- No sé, pero tienes mala cara.
Buena caca psicodélica. Por un momento he pensado que estabas puesto de ácido en el cuarto de baño.
ResponderEliminarCacadélico, has de dejar la droga dura o acompañar tus escritos de manual de instrucciones, en cualquier caso me gustó mucho y me pareció lleno de ritmo y divertido, y sí, ese gordo del banquillo era yo.
ResponderEliminar